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Opinión

12 de Enero de 2018

El carrilero Usain Bolt

Cuando sus condiciones físicas disminuyeron, Bolt se mantuvo, hasta el año pasado, ganando las competencias con prestidigitación, haciendo que sus rivales directos pensaran en él, metiéndoseles en la cabeza. No había nadie más asustado con el hecho de que Bolt perdiera que los mismos atletas que le podían ganar. Eso no va a suceder en el fútbol, pero no está de más que tenga sus partidos de diversión en la FA Cup, en la Premier y, si fuera posible, en la Champions también. Tampoco nadie se va arruinar por complacerlo, al contrario.

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Después de participar en varios partidos benéficos, Usain Bolt ha decidido, porque puede decidirlo, que tras su retiro del atletismo va a pasarse al fútbol. En una entrevista concedida al suplemento deportivo del Daily Express, en medio de un torneo de estrellas de póker con sede en Bahamas, la leyenda jamaicana de 31 años declaró que en marzo comenzaría a entrenarse con el Borussia Dortmund, y si el club alemán le dice que está listo para asumir los rigores del profesionalismo, pues entonces Bolt se iría al Manchester United, el club de su corazón.

“Pogba y yo hablamos mucho, le hago muchas preguntas. Quiero jugar, pero en el top de la liga, no quiero ser un jugador promedio”, ha dicho Bolt. Puede entenderse. Bolt solía correr por un túnel sin atmósfera ni fricción. En él cobraron forma muchas nociones abstractas. No era el mejor, era el único. Ahora no es más que un hombre ya consagrado intentando cumplir su sueño de adolescente.

Hay muchos ejemplos de deportistas que han incursionado en más de una disciplina profesional, pero ninguno tan espectacular y efectivo como la mole magnífica de Bo Jackson, un moreno de Alabama que descolló desde su etapa universitaria tanto en el béisbol como en el fútbol americano, y que en 1989, con 27 años, llegó a convertirse en All Star tanto de la MLB como de la NFL.

Dos años después, en un juego de postemporada entre los Bengals y su equipo los Angeles Raiders, Jackson fue tacleado a la altura de la yarda 34 y sufrió una espeluznante fractura de cadera, que minó sus increíbles condiciones físicas y limitó considerablemente el tiempo y el potencial de su carrera deportiva.

Jackson, luego, solo pudo volver a jugar béisbol, y en su primer turno al bate con los White Sox de Chicago después de su regreso de la lesión, ya con una prótesis encasquetada, Jackson pegó un memorable jonrón, digno de la clásica épica hollywoodense. En 1994, sin embargo, tuvo que retirarse de manera definitiva del deporte profesional.

El caso de Bolt, en cambio, parece guardar similitudes no con Bo Jackson, sino con la saga de Michael Jordan. Ambos son los atletas más grandes de sus respectivas especialidades. Ambos fueron invencibles. Ambos son sumamente carismáticos. Ambos son una mina inagotable de publicidad y dinero. Ambos se convirtieron en figuras absolutamente universales. Ambos son la cara más fiel de una marca deportiva ilustre: Puma y Nike, respectivamente.

En 1993, después de su tercer campeonato consecutivo en la NBA comandando a los Chicago Bulls, Jordan decidió retirarse momentáneamente –aunque en ese momento pareció definitivo– e incursionar en el béisbol, con lo cual cumplía un viejo anhelo de su padre, que había sido asesinado en ese entonces.

Jordan llegó a jugar diecisiete partidos de Grandes Ligas con los White Sox, sus números fueron francamente mediocres, y solo alcanzó esa instancia porque se trataba de Michael Jordan, no porque tuviera alguna aptitud o talento real para el béisbol.

Justo este parece ser el caso de Bolt. Si llega al primer equipo del Manchester United, va a llegar porque es el único hombre que ha corrido los cien metros planos en menos de nueve segundos y sesenta centésimas. Va a fracasar ahí, pero se va a divertir. Luego lo van a bajar a segunda o a tercera y, como no sabe lo que es la derrota, va a retirarse de manera definitiva a comentar los Mundiales de atletismo desde ESPN o, para resanar su orgullo, quizás vuelva por un tiempo a las pistas, como volvió Jordan a los Bulls, donde consiguió otros tres anillos.

Hay una carrera de Bolt, la final de los cien metros del Mundial Beijing 2015, que recuerdo con especial interés, por encima, muy por encima, de sus míticas carreras de Beijing 2008 o Berlín 2009, quizás porque se veía a las claras que era uno de los últimos triunfos antes del declive, el descenso del mito, los minutos finales.

Bolt se amasa, como siempre, las patillas ralas y, como siempre también, en la línea de arrancada ensaya gestos lúdicos, irresponsables, de constantes jugueteos y desacralización del momento. En la semifinal, Justin Gatlin había marcado 9,77 segundos. En la final, Bolt lo venció con 9,79, por 9,80 el estadounidense. ¿Qué querían decir esas tres centésimas que le trocaron a Gatlin el oro por la plata? Que el pensamiento pesa, suele tener músculo.

Cuando sus condiciones físicas disminuyeron, Bolt se mantuvo, hasta el año pasado, ganando las competencias con prestidigitación, haciendo que sus rivales directos pensaran en él, metiéndoseles en la cabeza. No había nadie más asustado con el hecho de que Bolt perdiera que los mismos atletas que le podían ganar. Eso no va a suceder en el fútbol, pero no está de más que tenga sus partidos de diversión en la FA Cup, en la Premier y, si fuera posible, en la Champions también. Tampoco nadie se va arruinar por complacerlo, al contrario.

Bolt no se dopó, ni hizo trampas. Tiene, además, otras virtudes menores, que lo vuelven perfecto. Es felizmente soberbio, y excéntrico sin ser empalagoso. Hincha por Argentina. Sabe bailar.

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