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28 de Septiembre de 2008

Revista H Libros y Lecturas. “Relatos de un libro mundano” de Germán Marín

Por

El autor de los cuentos Basuras de Shangai, y de las novelas La ola muerta, Las cien águilas, El palacio de la risa, Idola, entre otras, todas publicadas por Random House Mondadori y de ahora en adelante en colección de bolsillo, nos entrega tres textos inéditos de un libro que llama tentativamente Relatos de un libro mundano, narrado por una suerte de pecador sin dios. El próximo año aparecerá su novela La segunda mano, en la que se ocupa del movimiento de ultraderecha Patria y Libertad.

Talante

A veces se me provocan deseos de conocer la experiencia de matar a alguien, de advertir luego que me arrepentiré, pero que ya será tarde, demasiado tarde, delante del cadáver arrojado al suelo, a la espera de que llegue la policía a detenerme, esposado tras declararme culpable mientras señalo el arma tirada debajo de un mueble del segundo piso o quizá, si cambio de escenario del crimen, perdido el cuchillo en el fondo de una acequia donde rumoroso fluye el agua en la chacra imaginada, gracias a cuyo sistema de regadío se alimenta, por ejemplo, el cultivo de azaleas. En un caso u otro he muerto a alguien y, al sacar cuentas, creo que asesinaría a la mujer que más quiero, porqué, no tengo claro, tal vez por el deseo profundo, enigmático, de cometer un acto definitivo, sin vuelta, como si naciera de nuevo, condenado ya a los años siguientes que viviré en el oprobio. En otras oportunidades, si prosigo tenso, suelo concurrir a la galería Liverpool a ver cintas pornográficas y, bajo la excitación que me provocan las escenas en que aparece semidesnuda Linda Florentino, me masturbo en la soledad hasta exprimir la última gota de brío. En fin.

Oficina

Sabía que la mujer era mentirosa porque durante el trabajo en diversas oportunidades había sido sorprendida en embustes, la mayoría sin importancia, si bien más de una vez perjudicaba con estos a otros, de los cuales sabía liberarse astutamente. No era mucho de lo que estaba informado sobre ella, pero me bastaba como suficiente, aparte de ser experta en marketing, casada, madre de dos hijos, que tenía el mejor traste de la oficina y, dos o tres veces durante la jornada, veía pasar contoneándose frente a mi puerta. A pesar de esto conmigo, mantenía una actitud distante con la gente de la empresa, poco dada a la sociabilidad que reinaba entre el personal, por lo cual la antipatía que ella provocaba a causa de sus pequeñas falsedades, estaba aumentando debido a este otro rasgo, tan poco comunicativo, quizás un tanto soberbio, aunque sus apellidos no la acompañaban dentro de los prejuicios de clase chilenos. Sólo tuve claro quién era el día que descubrí, al seguirla subrepticiamente después de la jornada, que, tras unas cuadras por el centro, se detuvo ante la entrada de la estación Moneda del metro a esperar a alguien y, entre la muchedumbre, distinguí oh a Zamudio que se acercaba a ella, el junior de la oficina, como siempre vestido de muchacho de población. Trataba de no perderla de vista, empujada por la fuerza que avanzaba hacia la escalera y, al juntarse por fin con Zamudio en medio del desorden, apurada aquella gente en regresar a sus casas, se dieron un ligero beso que pude sorprender. El amor podía ser un pájaro oculto como verificaba, devolviéndome pensativo sobre mis pasos en dirección al centro, mientras calculaba, a la vez, qué engañosas eran las mujeres.

Literatura

Soy un escritor chileno que, si bien he emergido alguna vez por un par de aciertos parciales, desde luego modestos, sobrevivo en un país en donde todo el mundo escribe novelas, cuentos, poemas, pero en el cual creo que nunca llegaré al éxito porque así lo ha dictado el destino.

Me parece incluso lógico pues, como es público, la literatura es la única actividad en que no se necesita saber de nada. De ahí que, desde la antigüedad, ha habido autores que aprovechando el patrimonio común de la humanidad, de los documentos, mitos, tradiciones, han alimentado su obra mediante esas fuentes y me parece muy bien, de acuerdo a mi entender, que así haya ocurrido a favor de Esquilo, de Shakespeare, de Joyce. Bajo un contorno más opaco y circunspecto, como todo lo que sucede, pretendo dejar estampado algo que demuestra como mi sino está trazado por unas fuerzas que, a pesar del giro de los dados, siempre me deja en el punto en que estoy, ni mejor ni peor que antes. Me refiero a que acostumbrado con un amigo menor que yo, de oficio periodista, a relatarle mis cuitas, nos juntamos una tarde en cierto café de Providencia para charlar un rato y, en el batiburrillo inicial del diálogo, me pidió que le relatara con más detalles ciertos asuntillos confidenciales, ya de antigua data, que me escuchara desplegar a medias anteriormente.

Debido a esa curiosidad malsana de él, propia de cualquiera cuando adivina el desastre en que terminará la historia, retrocedí en el tiempo para explicarle por completo la experiencia vivida y fue así como, paso a paso, sin omitir pormenores, lo puse al tanto de diversos episodios que guardara antes, quizá por inútiles, porque no agregaban nada según mi entender y, además, llevado interiormente entonces por una suerte de pudicia. Se me iban a la cabeza algunos secretos imposibles de revelar, so pena de ser una de las víctimas si era delatado. Pero mi amigo quiso esta vez, casi como un sabueso, que no rehuyera los detalles, deseoso de los flecos que colgaban, insistiéndome en algunos momentos que soltara más la lengua, a lo cual accedí pues, en la medida que recordaba, los hechos menores también contenían algún grado de interés y parecían resucitar con el habla.

Hubo un instante delante de las tacitas de café sobre la mesa, después de observar por la ventana que era casi de noche, en que me sentí vacío, hueco, tras haber contado aquello que guardaba, mucho de esto quizá sin importancia, aunque perteneciente a una historia personal. Como broche de oro le dije, qué más te puedo agregar, si sumas esta conversación con la anterior, te has quedado con todo lo que conservaba como más preciado, ojalá te sirva alguna vez para escribir una novela. El tiempo me dio la razón de que ese amigo tenía un verdadero talento pues, a fines del año siguiente, editó el libro en un prestigioso sello español y, al leer la obra, elogiada por la crítica, concluí con algún resquemor que yo, al mirar hacia dentro, no había descubierto la novela en ciernes que albergaba de mi vida. Hay gente con más olfato.

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