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Opinión

28 de Febrero de 2009

Líneas entre la lectura

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Varias podrían ser las formas para terminar de deshilachar el huaipe en que las reacciones furibundas –no todas, por cierto– de los lectores de The Clinic transformaron la columna titulada, “Lectura entre líneas”; la primera sería preguntarse por qué los chilenos hemos desarrollado de manera tan voraz esa manía de querer destruir en vez de construir. La rabia tal vez puede justificarlo todo, pero nunca puede explicar todo, de modo que utilizarla como encabezado de todos nuestros argumentos, bien podría restarle fuerza a la lucha por imponer nuestra doctrina; lo segundo, sería (es) rechazar toda forma de agresión infantil, comenzando por los comentarios mala leche contra una inocente criatura de dos años, porque agredir a un niño, es un acto cobarde que rebasa los límites de la convivencia civilizada; tercero, dicho intento podría pasar por un reagrupamiento de los borrachos arriba de la micro, es decir, que los mas “tomaditos” dejen que los más lúcidos puedan escuchar, para que después, en caso de interesarles todavía, puedan explicarles de qué se trata la discusión.

Sin embargo, el camino descrito es largo y pedregoso, y aunque semejante tarea es más propia de la sociología, de la psicología y de la psiquiatría, y no del periodismo, a éste sólo le cabe poner en circulación los hechos que generan noticia, que provocan interpretaciones de ella, o que son dignos de opinión. Muchas son las conclusiones que se pueden extraer tras la publicación de la referida columna; la primera, que el nivel de saturación de los chilenos de a pié, ya no da más. No sólo con la política y el gobierno, también con todo lo demás, o sea, los chilenos estamos hartos de todo, y de todos, es lo que en un matrimonio se denomina “incompatibilidad de caracteres”, es decir, los chilenos ya no nos soportamos, la convivencia resulta imposible, hace rato que dejamos de querernos, de sentir que podíamos construir un país entre todos.

Claro, porque después de veinte años eligiendo representantes “populares”, la cosa pasó, de la chochería inicial de sentir que podíamos mear sin mojarnos los zapatos, a la desilusión generalizada de sabernos deficientes mentales en manos de unos imbéciles mayores; la cosa se pudrió, sin pausa. El mito urbano de que sólo unos pocos lograron retener su arsenal neuronal, a veces se estrella con la cada vez más frecuente incapacidad de diálogo al interior de esa clase privilegiada de pensantes, que ante la menor provocación, se enfunda el traje de combate y dispara contra todo lo que se mueve; la segunda, es que como consecuencia de lo anterior, esos mismos chilenos que se mantuvieron al margen de la deficiencia, se despabilaron, y aceptaron –asimilaron– que esa cuestión odiosa de la desigualdad, dejó de ser un panfleto politiquero con el que tanto se ha festinado, para transformarse en una incómoda realidad demasiado palpable, con la que se topan a diario; la tercera, que, aunque la toma de conciencia pública podría suponer que estamos frente a una inminente transformación social –una revolución emprendida por los pensantes–, nadie pasará de las bravatas a la acción; nada cambiará, porque, entre otras cosas, nos resulta inconcebible vencer la inercia de nuestros culos apoltronados en la silla, porque también nos resulta inconcebible vencer la cobardía de dejar de lado el mouse y tomar el fusil, porque preferimos que Carrizal siga ocupando en nuestra memoria el lugar de hazaña inconclusa con que la historia lo tildó, porque, al cabo, somos una tropa de maricones que, en el mejor de los casos, se jura revolucionaria a la hora del té, pero que a la hora de la cena se transforma en lo que es de verdad: una tropa de burgueses insaciables, fanática de las vacaciones en el sur y del arroz con leche.

Así somos los chilenos poh, los reyes del discurso inconsecuente. Al cabo, se percibe, más que un desencanto transversal que bien podría producir las mentadas transformaciones, una verdadera estética del desencanto, una forma de expresión contenida, controlada, sistematizada, de reclamar en una OIR´s virtual, a sabiendas que no habrá respuesta, no obstante que nuestra molestia será recogida por un Ombudsman imaginario, que la procesará y la almacenará como colisas de pasto, esperando que el sol y el aire hagan su trabajo, de secado y descomposición, para luego alimentarnos de ese brebaje astilloso. No nos queda más consuelo que seguir insultándonos en foros virtuales para deshacernos de la rabia que nos envenena. Hasta que surja algo mejor. Si es que surge.

El principal defecto de las TIC’s, es que a su paso por la sociedad, ha logrado tal desmembramiento de ella, que hoy resulta imposible pensar en colectivo, todo se hace desde la individualidad de una sociedad ultra atomizada; así como en los años sesenta era una ficción ver a una persona con un celular en la mano, hoy lo es ver a más de dos personas reunidas en un mismo lugar para echar a andar la mente en favor de una revolución que lo trastoque todo, que mueva conciencias y movilice pobladas. Ya no se usa eso de reunirse para confabular, para organizarse contra los opresores; ya no queda esa materia prima de la que se formó el MIR, ya no viven entre nosotros seres arrojados como Miguel Enríquez, ya no queda ni una sola gota de adrenalina épica; lo normal es que las personas se atrincheren detrás del teclado, en la oficina, o en su casa, o en un ciber. Lo común es que la única compañía sea la seguridad de saberse anónimo, de sentir que se puede ser Lee Harvey Oswald en el almacén de libros de Dallas, un francotirador impune que asesina presidentes y transeúntes desprovistos. Pero, de ahí a ser un “Che” Guevara, hay un mundo, un siglo, de diferencia. Por eso los poderosos desestiman nuestra rabia miserable, por eso a ellos no les preocupan nuestras amenazas de cocerlos vivos, o de llevarlos a la bancarrota a causa de nuestra indiferencia comercial. Ellos se divierten a costa de la vociferación sin sentido.

Los chilenos no somos más que un rebaño pastoreado, que pasamos de la microbia infestada, al Charade G-20; que pasamos del potrero embarrado, a la autopista concesionada, del campamento a la pobla, y de la pobla a la villa, y de la villa al condominio, y que de tarde en tarde, podemos hacer el camino de regreso, o nunca salir de nuestros respectivos guetos; pasamos de la libreta de la carne fiada a la tarjeta de crédito, de la precaria sede vecinal en la que nos extasiábamos con el plato único del pollo con arroz, al arribismo del club house impagable; pasamos de la desnutrición a la obesidad infantil, de la tuberculosis a la depresión, de la humildad barrial a la soberbia urbana; en todo eso gastamos gran parte de nuestro tiempo y dinero, consumiendo bienes y servicios, mientras nos juramos estar en la vía correcta del desarrollo, cuando apenas hemos avanzado unos pasos en el intento de dejar atrás la pobreza ancestral; somos bastante ignorantes, poseemos escasa instrucción, mínima capacidad lectora, escuálida habilidad analítica, y somos, como los taxistas: nos sentimos expertos conductores, y salimos a la calle, y a la vida, a darle a todo lo que tenga movimiento a nuestro alrededor.

En el último tiempo, la violencia física también se ha transformado en una forma válida de resolver nuestros conflictos personales, ya no la empleamos para oponernos al poder que nos subyuga, ni tampoco para incendiar la institucionalidad vigente que lo sostiene, la utilizamos para lacerarnos, para borrarnos del mapa de la ciudad, igual como hacemos con el chorro del hormiguicida contra esas diminutas obreras; basta entrar a una autopista a las siete de la tarde para poner la vida en peligro, incluso la honra de la madre o de las hijas en boca de energúmenos que amenazan con destrozar su fragilidad y nuestra integridad, con desarticular en un segundo lo que hemos construido en años de esfuerzo y amor.

En esos esquizoides nos hemos transformado los chilenos; hoy, por nada somos capaces de asestarnos golpes mortales, de agredir o traicionar, incluso, a amigos y parientes, y después salir ufanos por ahí narrándole esas felonías a nuestros cómplices. Ya no somos el país en blanco y negro del terremoto de Chillán, ni tampoco el Chile solidario de las inundaciones; tampoco somos el país de la educación pública ni de la salud para todos, ni el país de la Corvi, ni el de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, ni el de la Empresa de Ferrocarriles del Estado; somos el país de las siglas simplificadoras, de las acciones breves, de la solidaridad a cuentagotas, somos, al fin, el recuerdo de un país que muchos sólo conocen de oídas.

Seamos realistas, así como es imposible planear una revolución sin armas, también lo es sin la complicidad de otros. El gran triunfo de la dictadura fue haber desarticulado el tramado social del país, y haber levantado sobre sus escombros la plataforma de sus transformaciones sociales, culturales, políticas y económicas; su mayor triunfo fue la construcción de una sociedad de individuos –de indivisos–, de egoístas en cuyos planes no cabe nadie más que ellos y su entorno. Esa alienación que nos mueve en masa al estadio cuando juega Chile, no tiene que ver con la nostalgia de relacionarnos en torno a lo nacional, sino con un deseo incontenible de éxito personal, y con la necesidad de comprobar que parte de esa euforia también nos pertenece; la derrota tampoco nos une, por el contrario, atiza nuestra frustración y exalta nuestra ira, porque nos vemos en la lógica de estar siempre en competencia. Cada vez que los lectores de The Clinic se insultan unos a otros, no están sino dándole la razón a quienes planearon nuestra desunión. Seamos realistas, no pidamos imposibles. La rebelión popular es una utopía, la libertad, la justicia, la fraternidad, la igualdad, también.

Patricio Araya G., periodista

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