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22 de Junio de 2009

Las muñecas de Sitges

Por

Por Jaime Bayly

Fueron cinco las razones que me obligaron a partir de Madrid antes de lo previsto. A saber:
1. A mi ya conocida adicción a los psicotrópicos sumé una adicción no menos perniciosa a los churros con chocolate caliente de Maestro Churro, rodeado de señoras que parecían espías contratadas por mi madre o numerarias del Opus Dei en su día de asueto o ambas cosas a la vez. Dicha adicción al churro mojado en chocolate no fue para nada benigna con mi hígado.
2. Un domingo por la tarde me encontré inexplicablemente sentado en el teatro Calderón, viendo un musical inexplicable, y sucumbí a un sueño profundo, parecido a un ataque de catatonia, y al parecer empecé a roncar como un animal, al punto que dos jóvenes acomodadores me despertaron y me invitaron a abandonar la sala, pues mis ronquidos estaban fastidiando a los espectadores sentados cerca de mí. No fue un momento halagador.
3. Como la cuota mensual del gimnasio “Excellence” de la plaza de Santa Ana era tan cara, me sentía moralmente urgido a visitarlo todas las tardes. Desde luego, no hacía ninguna forma de gimnasia, a no ser que mirar cuerpos atractivos se considere una forma de gimnasia. Me ponía el bañador y el gorro y me metía a la piscina climatizada y me daba chorros de agua en la espalda y luego me quedaba más tiempo del prudente en la cámara de vapor, sudando los residuos fatigados de mi humanidad en vías de extinción. Era todo muy placentero hasta que a) terminé con las axilas irritadas de tanto sudar, y b) un sujeto musculoso y tatuado estornudó sin cubrirse la nariz ni la boca, esparciendo sus gérmenes en la diminuta cámara de vapor, de la que salí espantado para nunca más volver.
4. En una semana ya había visto toda la cartelera de cine y no me quedaba una película sin ver. En rigor, había entrado a todas las películas en exhibición, pero no las había visto todas completas porque a menudo me quedaba dormido y me despertaba el muchacho ecuatoriano que barría las palomitas de maíz dispersas en el piso, entre función y función. El muchacho se animó a preguntarme: ¿Usted viene a ver la película o a dormir? Me sorprendió la tosquedad de su pregunta. Respondí: Las dos cosas. Inesperadamente, repreguntó: ¿Y qué le gusta más? Respondí: Dormir. Comentó: Pero si lo que le gusta es dormir, mejor quédese en su casa. Me defendí: Es que no tengo casa. Me dijo: Yo tampoco. Duermo en mi Renault Mégane.
5. La filipina que me daba masajes en los pies en una banca de la plaza de Oriente me anunció que en los próximos días se presentaría el cantante Diego de las Flores. No supe a quién aludía. Me advirtió que todo el mundo quería ver cantar al señor de las Flores. Le pregunté: ¿Es cantante o vendedor de flores? Me dijo: Las dos cosas. Dicen que es hijo de Lola Flores. Canta muy bonito, como su madre, que Dios la tenga en conserva. Me reí. Que Dios la tenga en conserva, repetí, pensando que la filipina estaba más loca que yo. Luego le dije que mi enfermedad no me permitía estar de pie más de diez minutos y lamentablemente no podría disfrutar del concierto del hijo de Lola Flores. Días después leí en un periódico que Juan Diego Flórez había cantado en Madrid. Que Dios lo tenga en conserva.
Hubo una razón más que me hizo escapar de Madrid con treinta grados centígrados:
6. La señorita Hela. Hela, con hache. Fue ella quien se ocupó de la ingrata tarea de cortarme las uñas de los pies. Lo hizo como carnicera, como si estuviera cortando lonjas de jamón ibérico. Era una bestia peluda la señorita Hela. Me hizo sufrir, me hizo gritar. Poco le importó. Le pregunté de dónde era. Me dijo: De la República. No dijo nada más. Me quedó claro que venía de un país republicano y no de una monarquía. Naturalmente, repregunté: ¿De qué República? Me miró con desdén, como si la respuesta fuese obvia: De la República Dominicana. Le pregunté por qué se llamaba Hela, con hache. Me dijo: No sé. Debe ser porque en la República se comen muchos helados. Debe ser, añadí. Luego le pregunté qué haría si ganase la lotería. Me miró con ojos perturbados y me dijo: Sería famosa. Pregunté: ¿Famosa por qué? Me dijo: Por mi voz. Sería cantante famosa. Como Rihana. Pregunté: ¿Quién es Rihana? Me miró de nuevo con desdén. No perdió su tiempo en contestarme. Estrujó mis uñas con furor uterino. Pregunté: ¿Y te cambiarías de nombre para ser cantante famosa? Respondió: Claro. Me llamaría Ela, sin hache.
Todo eso sumado me hizo ver la necesidad de abreviar mis días en Madrid. Subí a un avión, tomé un taxi y llegué a Sitges, un balneario al sur de Barcelona.
Me alojé en un hotel frente a la playa. Pero Sitges no tiene una playa, tienes muchas playas, todas preciosas. Y yo no me sentía del todo cómodo en la playa frente a mi hotel, porque 1) un anciano caminó al mar, se paró en la orilla, se acomodó el colgajo de manera lateral, sin bajarse el bañador, y orinó sin pudor ni complejo alguno, meándose indirectamente en todos nosotros, los que habíamos pensado meternos al mar de esa playa, 2) unas lesbianas obesas se instalaron a mi lado y exhibieron sus pechos sin pudor ni complejo alguno y yo pensé que un parvulario entero podría amamantarse de esas tetas colosales, y 3) un chino vino a ofrecerme masajes, sobándose la entrepiernas y mirándome de un modo inequívocamente puto.
Sentí entonces la imperiosa necesidad de abandonar esa playa y caminar por el paseo marítimo hasta la playa de Las Muñecas, la playa gay o, dicho con más exactitud, la playa llena de gays o preferida por los gays. Fue una sabia decisión la mía. Me tendí en una tumbona a la sombra y me sentí muy a gusto. Me sorprendió ver a tantos gays tranquilos, refinados, ensimismados, casi todos leyendo, casi todos en pareja y de edad madura. Me conmovió ver a una pareja de ancianos franceses, uno echándole protector de sol al otro con suma delicadeza, y a una pareja de ancianos ingleses, ambos con sombrero y a la sombra, muy blancos, octogenarios por lo menos, sobrios y elegantes, con bastón pero en la playa, sin intención de meterse en el mar. Nunca había visto una pareja gay octogenaria hablándose con tanta ternura. Los amé. Amé a todos los gays viejitos de Sitges.
Tal vez turbado por la emoción del momento, decidí meterme al mar. Fue claramente un error. Todos los gays refinados y cosmopolitas de Sitges llevaban bañador ajustado, tipo tanga, zunga, hilo dental o ropa de baño con nariz, una prenda escueta y escurridiza que a duras penas ocultaba lo que en realidad todos queríamos ver. Entonces advertí abochornado que 1) yo era el único bañista de la playa gay sin tanga, 2) yo era el único bañista de la playa gay con una panza descomunal, y 3) yo era el único bañista de la playa gay que, como llevaba un bañador holgado y hasta las rodillas, no dejaba en evidencia si tenía un paquete grande, mediano o pequeño.
Ya en el mar, marrón pero transparente, tan transparente que veía a los peces más gays que he visto en mi vida (tanto que pasaban rozando mis pantorrillas y uno no sabía si querían ligar o qué), sentí que ese era uno de los momentos más felices de mi vida, más aún porque podía ver a lo lejos a Martín, mi chico, el chico más lindo de la playa.
A la noche fui a comer a un restaurante italiano. El camarero era encantador. Le dije: quiero unos spaghetti con salsa de tomate, pero que no estén muy grasosos porque estoy mal del hígado. Me dijo: entonces no le conviene el tomate, porque da acidez, es malo para el hígado. Pregunté: ¿Qué cree que me conviene? Me dijo: alcachofa. Mucha alcachofa. Lo sé porque mi madre estaba mal del hígado. Pregunté: ¿Y comió mucha alcachofa y se curó? Respondió: No. No quería curarse. Quería suicidarse. Se tomó veinte Gelocatil. Pregunté: ¿Y se mató? Respondió: Sí, dos meses después. El Gelocatil no te mata enseguida. Te mata en dos meses. En dos meses te destruye el hígado. Comenté: Parece una mala manera de suicidarse. Dijo: Sí, pero mi madre era así. No quería curarse, pero tampoco quería matarse muy deprisa. Por eso se tragó los veinte Gelocatil. Para tener tiempo de despedirse de nosotros, sus hijos. Dije: Ya. Qué amorosa.
Me dijo: Le voy a traer unos spaghetti con salsa de alcachofa. Dije: Magnífico. ¿Cómo era que se llamaban esas pastillas que tomó su madre? Me dijo: Gelocatil. Apunté en una servilleta: Ge lo ca til. Me dijo: Si estás mal del hígado, te matan en dos meses. Pero si lo que quieres es curarte, mucha alcachofa y jengibre rallado. Le dije: ¿No tendrás unos spaghetti con salsa de Gelocatil? Se rió. Se marchó presuroso. Poco después volvió con la pasta con alcachofa y me dejó dos pastillas de Gelocatil. Tómelas después de comer, me recomendó. Las tomé antes de comer. Luego devoré los spaghetti con alcachofa.
Caminando de vuelta al hotel por el paseo marítimo, tres jóvenes probablemente alemanes o escandinavos (y miopes) me hicieron guiños y mohines. Les sonreí y seguí caminando. Pude leer lo que decían sus camisetas blancas: 1) Top, 2) Bottom y 3) Middle. Pensé que 1) yo debía llevar una camiseta blanca que dijera Gelocatil, 2) qué clase de vida sexual era la que llevaba el sanguchito Middle, y 3) debía quedarme a vivir en Sitges, hacerme amigo de los ancianos ingleses con bastón, pedirles que me entierren en estas costas catalanas y contarles mi epitafio: “Supo dar y recibir. Y es cierto que goza más el que da”.

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