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5 de Julio de 2009

El (tercer) padre de MEO

Por


Por PATRICIO ARAYA

Apenas dos días después de cumplir mis primeros doce añitos en este mundo, ni siquiera sospechaba que esa bolsita rugosa que comenzaba a notarse en mi entrepierna, contenía las municiones con que un día tendría que acertar en el blanco de una desconocida. Tampoco imaginaba entonces lo poco y nada de vida que le restaba al gobierno de un médico que mi madre había ayudado a elegir tres años antes. El otoño del 73 llegaba a su fin. A escasos kilómetros de nuestra casa, una joven idealista daba a luz al fruto de su amor primerizo y revolucionario, al que llamó Marco Antonio. Treinta y seis años después, nuestras vidas se cruzarían en el ciberespacio, emparentándonos de manera extra escrotal. Uno, desde el periodismo; el otro, encaramado sobre sus dos dígitos, camino a La Moneda, afanado en conseguir un par de líneas propias en la leyenda de su padre mártir.

Nunca fui revolucionario (nunca pude serlo, y jamás he militado, ni siquiera estoy inscrito en la Junta de vecinos). Cuando quise dármelas de revolucionario, las revoluciones ya no existían, se las había devorado el mercado, es decir, todo lo revolucionario se había convertido en objeto, no en el objetivo que sospechaba debía perseguir –a esas alturas el Che Guevara y Calvin Klein ya estaban homologados en los pechos estampados de la juventud consumista–; lo mismo me sucedió con el comunismo y todos los ismos posibles (incluso con el reciente meísmo). Queda claro entonces que semejantes distancias (la etaria, la política) son suficientes para certificar mi imposibilidad material de hallarme en el tiempo y el espacio de haber unido genes e ideales con una revolucionaria de antaño, como la bella Manuela Gumucio, la madre de Marco.

Alejado de toda intención de disputar la paternidad biológica y adoptiva del candidato presidencial de los “desconcertados”, un día cualquiera, sin pensar siquiera en mi escroto, me convertí en su tercer padre, bautizándolo en la pira sacra del teclado como MEO. Desde entonces, dejó de llamarse como quiso su madre y sus dos padres: Marco Antonio Enríquez-Ominami Gumucio. MEO es más corto, sale de un chorro, o sea, de una. Mucho más que la sigla formada por sus iniciales paternas, MEO es una marca comercial (sobre la que no caben más reclamaciones que el orgullo de haberla inventado). Una marca con la que asentarse en el mercado de la política chilena y con la que es posible simplificar las cosas, los tratos. Ya quisiera Piñera acertar con una marca tan impactante como aquélla. El candidato aliancista podría usar su marca LAN, pero eso no sirve de nada, es decir, aunque lo vincula, no lo relaciona. SPE tampoco sonaría bien. Qué decir del senador Frei. EFRT suena como Empresa de Ferrocarriles Rentables y Tránsfugas. Na’ que ver. En fin, MEO es una buena palabra, nunca pretendí otra cosa con ella más que ahorrar unos cuantos caracteres; a algunos les molesta, la encuentran vulgar, irrespetuosa, líquida; a otros, como mis amigos Eugenio Tironi y Sergio Melnick, les encanta, tanto que ya la utilizan en sus columnas como si a ellos se les hubiese ocurrido. Por allí supe que el propio MEO hasta se rió cuando la escuchó; en cambio, a su segundo padre (el japonés), no le hizo ninguna gracia. Esta mañana me desperté escuchando a Polo Latero y Kony Obama hablando de MEO. También otros columnistas y cronistas que se refieren al diputado de esta manera. Es divertido ver la fuerza que ha tomado el meísmo.

¡Vuela, MEO, vuela!

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