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18 de Julio de 2009

Tranquilo, Jimmy, tranquilo

Por


POR JAIME BAYLY

Dicen que todos los días se aprende algo nuevo. Si aprendes algo viejo, supongo que ya lo sabías pero lo habías olvidado. Digamos que todos los días se aprende algo nuevo o viejo. Digamos incluso que, con suerte, o con mala suerte (porque no todo lo que se aprende resulta placentero de aprender), todos los días se aprende un puñado de cosas, varias cosas a la vez.
El otro día fue uno de esos días en los que aprendí varias cosas a la vez, cosas que tendría que haber sabido pero que, por tonto o por viejo o por viejo tonto, había olvidado o no había registrado en mi memoria debidamente.
Todo comenzó en el baño de un aeropuerto. En general, no soy partidario de visitar los baños de un aeropuerto. Pero hay momentos en los que es urgente, impostergable, correr al baño más cercano. Es lo que me pasó el otro día. Sentí un cataclismo intestinal y atropellé mis pasos hasta sentarme en el inodoro del baño del aeropuerto. Hice conforme a ley mis deposiciones. Sin entrar en detalles escatológicos, dejé una bomba de neutrones. Cumplida la violenta evacuación intestinal, acerqué mi mano en busca del papel sanitario. No había tal cosa. Miré en los alrededores del retrete y comprobé con pavor que no había nada de papel higiénico. En el basurero habían arrojado papeles arrugados con secreciones innombrables: un mínimo sentido de la dignidad me previno de limpiarme con tales desechos.
Con las posaderas sucias y sin papel a la vista, me dije: Si quieres ser presidente de tu país, tienes que ser capaz de salir de esta crisis. Es tu prueba de fuego. No pierdas la calma. Piensa. No entres en pánico. No grites. No llores. Piensa.
Lo único que fui capaz de pensar fue lo siguiente: Con suerte en el inodoro vecino encontraré papel higiénico, sólo tengo que esperar a que se desocupe y luego reptar sigilosamente, como un soldado en combate, hasta el rollo de papel ultrasuave.
Mientras esperaba a que el caballero que ocupaba el inodoro adyacente terminase de hacer sus deposiciones conforme a ley, me hice dos preguntas que hasta ahora no soy capaz de responder: ¿Quién inventó el papel higiénico? ¿Cómo se limpiaban el trasero los hombres antes de que se inventase dicho papel? También me asaltó la siguiente reflexión: En los siglos pasados en que no se había inventado el papel sanitario y los hombres defecaban y se limpiaban con las hojas de los árboles o con sus recias manos, esos hombres mal limpiados debían de vivir escaldados, y el escozor o las irritaciones provocadas por las escaldaduras debieron de ser el origen de muchas guerras y asesinatos. Un hombre escaldado tiene que ser un hombre peligroso, un hombre a punto de cometer un crimen.
Apenas se desocupó el inodoro vecino, una pestilencia salió de aquel recinto envenenado y me hizo dudar de que sería capaz de asaltarlo. Eché una mirada y me cercioré de que no hubiese nadie espiando mis movimientos. Con los pantalones y los calzoncillos caídos, y con las posaderas al aire crudo, atravesé gallardamente el corredor de la muerte, desde una trinchera a la otra. Apenas entré, trabé la puerta y me indigné al comprobar que el pasajero recién salido no había tenido la cortesía de jalar la cadena. Me ocupé yo mismo de que desapareciera tamaña miasma inhumana. Luego me agaché (ya sé que es peligroso agacharse en un baño público, pero no tenía más remedio) y busqué, debajo de los cobertores metálicos, el papel que aliviaría mi orificio mancillado. Para mi horror, tampoco había papel higiénico en ese retrete y ya no había más inodoros en el baño de varones.
En una libre adaptación de la canción de Juan Luis Guerra, me dije: Tranquilo, Jimmy, tranquilo. Pasarás el Niágara en bicicleta.
Caminé, si a ese andar oscilante y errático se le puede llamar caminar, hasta el lavatorio y busque papel de manos, ese papel rugoso que, sin embargo, en aquel trance desesperado habría sido de incalculable valor y utilidad, pero no era mi día de suerte, o era uno de esos días diseñados para que aprendas algo y no lo olvides más.
Por lo pronto, y sin saber cómo me limpiaría el trasero antes de subir al avión, ya había aprendido una cosa esencial: nunca hagas tus deposiciones conforme a ley sin antes verificar que dispones de papel sanitario al alcance de tu mano. Dicho de otro modo: primero tocas el papel, luego eyectas la bomba de neutrones. Pero nunca dispares desavisadamente sin haber sentido en las yemas de tus dedos el confort del papel higiénico.
Dado que no sobraba el tiempo y que me sentía comprensiblemente humillado con los pantalones abajo y el trasero maculado, y puesto que no era una opción subir de ese modo al avión ni subir al avión con los pantalones arriba y el trasero maculado, no me quedó otra opción (y no era la primera vez que lo hacía, desde luego) que entrar al baño de mujeres. En muchas otras ocasiones, por muy diversas razones, había entrado a los baños de mujeres, a veces solo o con otras mujeres, y siempre me había sentido muy a gusto y en general guardaba un bonito recuerdo de esas incursiones guerrilleras. Pero nunca antes había penetrado en los servicios higiénicos de mujeres con los pantalones y los calzoncillos caídos y mis órganos sexuales expuestos a la libre contemplación de quien quisiera o no quisiera contemplarlos.
Pensé: esto puede terminar mal, o puede terminar muy bien, pero tienes que entrar como una dama y encontrar el maldito papel higiénico y limpiarte el culo antes de que se vaya el avión. Pensé: en ciertas ocasiones, la vida te obliga a comportarte como una perra, y esta parece ser una de esas ocasiones.
Nada más entrar arrastrando los pies al baño de mujeres, bajé la mirada, la clavé en el piso con olor a lejía, evité todo contacto visual y escuché que dos señoras hablaban en español:
-Es el peruano de la televisión.
-Salió en el periódico que quiere ser mujer.
-Se nota que ya se siente una mujer.
-Déjalo, pobrecito, son las pastillas.
-Está más loca que una cabra.
-Cómo sufrirá su mamá. Cómo sufrirán sus hijas. Pobres criaturitas.
-Voy a escribir una carta al periódico contando que este señor se mete calato a los baños de mujeres.
-No pierdas tu tiempo. Todo el mundo sabe que es un degenerado.
-Por lo menos ya sabemos que todavía no le han cortado el pipilín.
-Pobre su mamá. Imagínate que un día la señora está en el baño haciendo sus cositas y se encuentra a su hijo. Pobre señora. Cómo sufrirá.
Mientras las mujeres que habían sido atestiguado mi incursión exhibicionista seguían comentando sobre mi decadencia moral y los sufrimientos que imponía a mis familiares, me encerré en uno de los retretes y encontré el rollo de papel higiénico más redondo, blanco, luminoso y espléndido que he visto en mi vida. Nunca un rollo de papel higiénico me pareció una obra de arte como ese rollo que me ocupé de devastar entero. No quedó nada de él. Lo usé todo en limpiar una y otra vez, obsesivamente, las partes maculadas.
Cuando salí del pequeño habitáculo fecal, ya con los pantalones subidos, osé mirar a las señoras de lenguas viperinas y me sentí toda una dama y acallé sus comentarios insidiosos con mi helada mirada.
Esta fue otra de las cosas que aprendí ese día: a veces, un hombre tiene que actuar como una mujer. A veces, para sobrevivir, un hombre tiene que sentirse una mujer. Porque cuando me limpié las nalgas, lo hice como una mujer, me sentí una mujer. Y cuando salí del baño, nadie hubiera podido convencerme de que, a pesar de andar vestido como un hombre, yo no era una mujer.
Cuando el avión aterrizó seis horas después, subí a un taxi y me dirigí a una clínica en la que me esperaba un médico muy atento. Ordenó que me sacaran sangre y que dejara muestras de orina y de heces. Le dije que no tenía ganas de hacer heces ni eses ni zetas. Me dio una pequeña (muy pequeña) vasija de plástico y me dijo que podía irme a mi casa y que cuando tuviera ganas de hacer mis deposiciones conforme a ley, las dejase caer en la vasija de plástico y se las llevase enseguida, bien tapada la vasija, claro está.
Pensé que el asunto sería sencillo o que sería menos complicado que encontrar papel higiénico en el baño del aeropuerto. Pues esa fue la tercera y última lección que aprendí aquel día peripatético y accidentado: ten mucho cuidado con los análisis de heces. Quiero decir, ten mucho cuidado de que tus heces terminen exactamente en el diminuto cubo de plástico. Quiero decir, es virtualmente imposible (al menos para mí) hacer mis deposiciones conforme a ley y, a la vez, apuntarle al vaso de plástico. Quiero decir, puedo apuntar con el viril colgajo de mi entrepierna, pero no he perfeccionado aún la técnica de apuntar con el ano, de tener recta puntería rectal.
Dicho lo cual, y sin entrar en detalles escatológicos, aprendí esta otra cosa: cuando debas entregar una muestra fecal para que te sometan a un análisis de heces, mejor defeca en un balde o en una batea, porque las probabilidades de que aciertes en esa pequeña vasija de plástico son una en un millón.
Como no quisiera pasar de nuevo por esos trances denigrantes, ahora viajo con un rollo de papel higiénico y tengo en casa un balde rojo de plástico, y no precisamente para ir a la playa.
Cumplida la violenta evacuación intestinal, acerqué mi mano en busca del papel sanitario. No había tal cosa. Miré en los alrededores del retrete y comprobé con pavor que no había nada de papel higiénico. En el basurero habían arrojado papeles arrugados con secreciones innombrables: un mínimo sentido de la dignidad me previno de limpiarme con tales desechos.
Con las posaderas sucias y sin papel a la vista, me dije: Si quieres ser presidente de tu país, tienes que ser capaz de salir de esta crisis.

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