Opinión
8 de Octubre de 2009Transparencia Internacional
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Por Patricio Araya G.
¿Es Chile un país transparente? No. Nunca lo ha sido, ni lo será jamás. Pensar lo contrario es sumar otro enfermizo engaño a nuestra fantasiosa historia de país idealizado, como departamento piloto. En doscientos años hemos perfeccionado –como ningún otro país de la tierra– el misterio, la ambigüedad; las cosas en la medida de lo posible. Es decir, nos conformamos con la ley del mínimo esfuerzo.
Nos basta ver a un ratero tras las rejas para creer que se ha hecho justicia, a sabiendas que su condena no será cumplida en virtud de unas garantías insólitas. Delegamos nuestra soberanía en ciertos granujas que apenas califican, sólo para sentirnos en democracia. Al fin, vivimos en un lugar a medias, al que llamamos “nuestro país”, o “el terruño”, según sea la gradación alcohólica del momento. Pobre del que ose poner en tela de juicio alguna cosa. De inmediato es motejado como “conflictivo”, “anarquista”, “resentido”.
Dejémonos de leseras. No somos ni seremos Finlandia, ni ninguno de esos paraísos terrenales que superaron la barbarie. Somos (éramos) apenas un poco mejorcito que Paraguay o Myanmar. Nos quedamos en el intento de ser lo que tanto admiramos del primer mundo (su cultura), chapoteando en las vías del subdesarrollo, tapando las goteras con los títulos que nos dimos para auto convencernos que lo habíamos logrado todo. Somos una Honduras más “blonda”, con Metro y más celulares, y dentro de poco, con televisión digital. Pero olemos a banana.
Ni siquiera somos transparentes en el plano familiar, íntimo. ¿Por qué entonces esperar que lo seamos en lo público? Y qué decir de nuestra honestidad, que no es lo mismo que nuestra transparencia. Transparencia y honestidad no son sinónimos, aunque parezcan. La primera es un medio, un vidrio que permite observar un objeto, un lugar (una joya, el mar). En lo público, la transparencia devela el comportamiento ético-legal de las instituciones y los estados. Por su parte, la segunda, es un atributo de la moral de los individuos.
Entonces, ¿por qué tendemos a homologar estos términos? Tal vez porque las personas actuamos mucho más en lo público de lo que pensamos. Que una persona o una institución nos parezcan “transparentes”, no significa que sean honestas o éticas. Sólo connota su disposición a mostrar sus cartas, no que su juego sea legal o legítimo; limpio. De modo que la transparencia per se no es un talismán moral. Ella sigue siendo un medio, no un fin. Que observemos el mar desde una colina no nos permite sentir la temperatura del agua. Pero eso nos basta para construir realidades en torno suyo; le atribuimos cierta poesía o miedo; un valor.
Desde pequeños consentimos en colusiones tribales, como “que esto no lo sepa nadie, es un secreto de familia”. Qué decir del embarazo adolescente. Tal vez el secreto familiar más valorado y mejor guardado del Bicentenario. ¡Uf!, en él se hipoteca la honra ancestral de la parentela, su reputación. Nuestros núcleos más férreos están rodeados de un halo sagrado. Estamos llenos de secretos, que de saberse, podrían incluso hacer añicos el abanico de amistades que nos han prodigado su cariño y favores por años. Las familias más empingorotadas –tal como las más vulnerables a la violación que los medios suelen hacer de su intimidad, mostrando su miseria en carne viva– también tienen sus secretillos. Unos más vulgares, otros más “tradicionales”: la típica herencia que todos añoran, cuentas impagas, estafas varias, un tío sinvergonzón, una hija prosti, un sobrino coliflor.
Incluso, frente a los primeros errores cometidos, nuestras madres abonan ese secretismo que idolatramos como códice bíblico: “que tu padre no se entere de esto”. Acaso un buen azote del jefe no sería lo recomendable, antes que convertir a su mujer en nuestra alcahueta. ¡Pobre de ella! Y lo peor es que crecemos dentro de esa honestidad malentendida, a la que ni siquiera nos atrevemos a llamar deshonestidad. No somos deshonestos, somos honestos a nuestra manera, como la religión: a nuestra laya.
De allí pasamos a las trampas y mentiras que cada vez involucran y afectan a más personas (los hermanos, los primos, los tíos, los abuelos, los vecinitos), hasta que llegamos a destino: la institución. Primero a la escuela básica (donde le birlamos el membrillo al compañero pajarón); luego al liceo (¿quién no le copió al mateo del curso?), a la universidad (donde hoy está tan de moda la cultura del “copy-paste”), al trabajo (donde se pone en práctica el “aprendizaje” previo), a la municipalidad (el lugar de lo máximo posible), al gobierno (la tierra prometida).
Podría decirse que la transparencia acaba a los cinco años. En fin, nos acostumbramos a mentir como parte de nuestra rutina diaria. No son grandes mentiras ni tampoco cuestiones que nos avergüencen a morir. Por el contrario, las consideramos parte de nuestro inventario ético (o moral); apenas somos capaces de concebir el auto reproche como una necesaria forma de mejorar frente a los otros. Eso se lo dejamos a los otros. La corrupción no es una cuestión que se dé de la noche a la mañana, de un rato para otro, como un balazo. Es, por el contrario, como la osteoporosis: una epidemia silenciosa.
Al cabo, la versión chilensis de esa sacrosanta institucionalidad llamada Transparencia Internacional, no era (no es) tan transparente. ¿Acaso tendría que serlo? Se trata, en rigor, de una cuestión de intención, es decir, de responder al imperativo de erguirse desde el púlpito para señalar la paja en el ojo ajeno, sin ver la viga en el propio, sólo para cumplir con los mínimos estándares de honestidad pública. ¿Llegaremos algún día a prescindir del culto por esas modas que otros inventan y entienden, como aquella de transparentarlo todo? Chile tal vez no necesite la transparencia como parámetro de desarrollo. Nuestro modus vivendi, ¡qué terrible!, seguirá regido por la respectiva adaptación “a la chilena” de todo lo que cruza nuestras fronteras.