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Opinión

31 de Octubre de 2009

El conflicto mapuche: La Oportunidad que no se puede perder

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Por Nibaldo F. Mosciatti (*)
* La semana pasada, el periodista leyó este texto en el marco del seminario Justicia Militar en las causas mapuches, seminario hecho por la organización mapuche Kilapán y Familiares de Presos Políticos Mapuches, además de otras organizaciones.
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¿Cuándo el denominado “conflicto mapuche” se instaló en tu/mi/nuestra cabeza, tu cabeza no mapuche?

¿Cuando ibas a acampar a orillas del lago Icalma y jugabas unas pichangas con unos niños que hablaban poco? ¿O fue en Lanalhue? ¿Cuando Castañeda, el amigo de tu padre, cantaba unas canciones en mapudungún? ¿Cuando mataron a Matías Catrileo (y escuchaste el jadeo de sus compañeros que huían con su cadáver, para evitar que quedara en manos de Carabineros)? ¿Cuando viste imágenes de allanamientos? ¿Cuando viste unos camiones que ardían? ¿Cuando le quemaron la casa a alguien que conocías (por ejemplo la casa familiar, con todos los recuerdos y afectos de generaciones, de la bisabuela de tu mujer)? ¿Cuando una autoridad, en La Moneda, dijo que el conflicto no existía? ¿Cuando leíste una proclama reivindicando un atentado y demandando territorio?

Los hechos se suceden. El conflicto está aquí. Tal vez siempre estuvo y hoy, quizás por qué, se nos ha plantado frente a nuestra cara. Y los hechos surgen, se atropellan, se multiplican.

Si no pensamos que se trata de una oportunidad, esa oportunidad la dejaremos pasar y, si es que no ha pasado ya, sólo sumaremos lamentos.

Sí, es una oportunidad. Por eso deberíamos hacer una pausa, reflexionar, tomar conciencia.

Afortunadamente creo que el periodismo -mi oficio- es el ejercicio de la curiosidad. Y, desde ahí, intentar entender qué hay detrás de hechos, gestos, palabras, declaraciones y arengas. O sea, reconocer la diversidad, valorarla, e intentar entender al otro. Todos, al final, en nuestra última e íntima individualidad somos eternamente un otro.

La urgencia actual es cómo humanizar a los actores de un conflicto que, empujados por una humillación o una soberbia o una supuesta autoridad (moral o fáctica) de años han dejado de reconocerle al otro sus rasgos de humanidad, deshumanizándose.

Mucha humillación, mucha opresión. Mucha imposición de modelos, desconociendo la diversidad. En realidad, casi un modelo, que tiene como única lógica la economía, la producción, el mirar los territorios como fuentes de recursos naturales explotables. No bosques, sino que plantaciones, por ejemplo. Chips, rollizos, celulosa.

Desde el gobierno, surgen voces de autoridades que parecieran tener más vocación de esbirros que de políticos, entendiendo la política como la vocación de trabajar para mejor vivir en comunidad y respeto mutuo. Son voces que llaman al orden, pero un orden desde la imposición, la amenaza de la fuerza, la lectura unívoca de la realidad, y, por lo tanto, la defensa de los intereses de los poderosos.

Afortunadamente, hay otros, como el ministro Viera-Gallo, que, independientemente de sus ideas, apuesta por el gran instrumento de la política, que es el diálogo.

Claro, siempre está el peligro, cada vez más recurrente, de ser víctimas de la esterilidad de la política o de los políticos, que se expresa en declaraciones, que muchas veces no son más que la repetición de fórmulas retóricas, ya vacías de sentido, de voluntad. La falta de imaginación para abordar los nuevos temas, la falta de audacia para reconocer que hay fórmulas fracasadas, son parte de ese peligro.

Cuando escucho o leo convocatorias a una guerra, me asombra constatar cómo no hemos aprendido de los efectos del uso de la violencia. Una violencia que, aunque justa, si se transforma en una práctica habitual, termina degradando y brutalizando a quienes la ejercen. Siglos de guerras, de revoluciones, y para qué: rumas de cadáveres que al hacerse expresión de prácticas rutinarias terminaron matando, a su vez, los ideales de esas guerras y revoluciones.

Detrás -o delante- de esa violencia, las palabras inflamadas, las prédicas incendiarias, las proclamas que, como dijo un hombre sabio, “sólo sirven para despertar nuestros más bajos instintos, para azuzar a la bestia del odio que duerme en cada uno de nosotros y para provocar esa ceguera de las pasiones que hace pensable cada fechoría y permite, tanto a nosotros como a nuestros enemigos, el suicidio y el asesinato”.

¿Debemos dejar que sea el odio el que a punta de palizas, allanamientos abusivos, discriminación, hambre, acorralamiento tras las plantaciones de pinos, quema de camiones, emboscadas, incendios, trace un camino? ¿Hay, así, camino posible?

La violencia es lo mismo que el poder, todo poder. El poder corrompe, sí; pero, primero, el poder brutaliza, porque da excusas para el abuso, lo justifica. La razón de Estado es el ejemplo más desembozado. Pero hay otros.

En este caso, el Estado chileno ha recurrido a instrumentos que, en la práctica, constituyen un abuso de poder: la ley antiterrorista, el uso de las antidemocráticamente amplias facultades de la justicia militar. O la cuestionable presentación de testigos anónimos ante los tribunales, por ejemplo en causas que han terminado con los acusados libres de cargos. El gobierno sabe que son instrumentos abusivos, y abusa.

Cierto: la justicia militar es una de las tristes herencias que dejó la transición chilena, que en aras de la estabilidad estuvo dispuesta a sacrificar –bajo la cuestionable consigna del Presidente Aylwin de “justicia en la medida de lo posible”- valores fundamentales de la democracia, como la misma justicia.

La transición fue un camino -o callejón- que tuvo una vereda de luz y otra de sombras. En la primera, estuvo la comisión Rettig; en la segunda, el acuerdo –implícito o explicitado en quizás qué reuniones- de no tocar el poder de los militares y los civiles afines a la dictadura lo que, por ejemplo, se tradujo en la mantención de las excesivas atribuciones de la justicia militar.

Nos acostumbramos a excluir, segregar, discriminar a los mapuches (y no sólo a ellos) y, lamentablemente, escuchamos una respuesta que, a su vez, asume la lógica de la exclusión: la del territorio propio y, en la práctica, la expulsión de los otros. Es la negación del otro como respuesta a la negación antes sufrida. Aunque, en este caso, hay algo obvio que es preciso dejar en claro: siempre es necesario hacer la distinción entre los opresores y las víctimas, y aquí las víctimas han sido históricamente los mapuches.

A veces, viendo la esterilidad de tantos discursos y leyes, uno se pregunta si la solución no pasa, primero, por una toma de conciencia de todos nosotros. ¿Iremos camino a eso? Es la esperanza (que siempre es optimista) de un pesimista.

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