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LA CALLE

4 de Noviembre de 2009

La pesadilla de un caballo

Pepe Lempira
Pepe Lempira
Por

Por Pepe Lempira
Puede que esta renoleta hipomóvil sea un modelo pionero. Finalmente, según se nos viene asegurando hace rato, todos vamos hacia allá. Al mundo de la más espantosa escasez. A un planeta costroso y sin petroleo. En él no sólo habría que enganchar caballos a los autos. Se podría suponer que nos lanzaremos algún día a romper el pavimento de las calles con chuzos y picotas, tratando de sembrar entre los cascajos de cemento un par de miserables granos de trigo, para tener con qué alimentar a la prole.


La Plata, Argentina.

Pero ¿ocurrirá ese mundo? Si se cree lo que dicen, parece inevitable. Por otro lado unos pocos, con bastante cara de locos, aseguran que toda la histeria que circula por lo que el ser humano le hace al planeta no es más que un invento, para controlarnos y convertirnos en robots. Por lo menos yo, al rato me olvido de esa teoría; cuando me muestran en la tele siniestras simulaciones computarizadas sobre cómo la hierba y la humedad corroerá el esqueleto de las ciudades. Todo tras la anunciada extinción de nuestra especie animal.

Aunque, yo no sé. Una mañana a algunos kilómetros de Calama me tocó ver a un hombre salir del interior de una cocina oxidada que había sido abandonada en un basural del desierto. Se desdobló, como un faquir que culmina el truco de introducirse en una caja de tamaño ridículo. Luego reptó hasta ponerse en cunclillas sobre los quemadores inutilizados. Estiró el cuello -tal como un lagarto- y se quedó en esa posición inmóvil, estableciendo su temperatura corporal… saboreando los rayos solares con los ojos cerrados.

Ese hombre y el caballo de la foto viven en el futuro. Y sobreviven a su Armagedón cotidiano con total naturalidad. No necesariamente hay lágrimas cuando se vive a la intemperie. Sin auto no habrá rapidez, pero tampoco prisa. Aunque sea por resignación. Igual, en la actualidad usted se resigna, sin necesidad de mayor estoicismo, a no poder comer interminables desfiles de cazuelas, pasteles de choclo y toda esa superabundante dieta campesina que engullían los viejos hace décadas. Y no pasa nada. Tampoco puede dormir siesta. Y qué fue.

Tal vez pueda volver a dormitar a media tarde el día en que viva en la miseria. Y entonces disfrute del sonido de los yuyos que se raspan entre sí al compás del viento. Pero la poesía lejana que se palpa al pensar desde una ciudad en esa imagen se habrá vuelto simple rutina de sobrevivencia o la soñolienta sensación de acostarse con el estómago vacío para escapar a las horas de calor. Pasando y pasando.

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