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Cultura

7 de Noviembre de 2009

Dos domingos

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Con el pseudónimo de Olegario Fuentalba, Leonardo Hernández, de Providencia, Santiago, mandó este cuento que obtuvo una de las tres menciones honrosas en la versión 2009 del concurso de cuentos Bajo el Volcán, cuya temática este año fue víctimas y victimarios.
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POR LEONARDO HERNÁNDEZ PROBOSTE

Después de la orden un condenado temblor le vino a recorrer todo el cuerpo. Le vino un vértigo de pronto y un vacío en el estómago, un déja vu, un recuerdo de ese domingo, hace un buen tiempo. Exactamente la misma sensación que le dio esa mañana nublada, cuando estaba en la mitad de la cancha, esperando su turno para tirar el quinto penal de la ronda y definir quién sería el campeón de la Asociación de Fútbol de Barrios de la Zona Norte, contra el “Club Social y Deportivo Olegario Fuentealba”.

El “Olegario”, en su cancha de tierra siempre mojada, la misma en la que dio sus primeros chutes junto a su padre y su abuelo, socio fundador y eminencia de la población. La misma cancha que el alcalde prometió empastar en cada campaña, hasta que un ataque cardiaco se lo llevó de esta tierra. Polvo y barro que lo vieron endurecer las piernas y vestir la número diez en la primera serie, cuando recién era un cabrito de diecisiete años y ya enloquecía zagueros con sus enganches y fintas. El “Olegario”, la camiseta verde que defendió cada domingo desde la infancia sin ver nunca una copa. Quién iba a pensar que alguna vez esos viejos buenos para el tinto y las patadas llegarían a una final… Él no, por lo menos. Mucho menos cuando el tricampeón “Bellavista” se decidió a incorporarlo a sus filas y él se terminó vendiendo por un par de zapatos de fútbol nuevos y la promesa de un trabajo estable. Y ahí estaban ahora. Sin él. Contra él. Peleando su primer título.

El partido había terminado con dos expulsados, siete amarillas, un puñetazo no advertido por el réferi, tres golpes en el palo, un gol anulado por fuera de juego, varios borrachos en las barras y un rotundo cero a cero. Cinco penales por lado y la gloria para donde la caprichosa pelota se fuera. Respiró hondo y sintió el peso de su propio sudor, mojando una camiseta blanca, extraña, pero ahora suya. Miró al costado derecho de la cancha y vio a toda la gente de su barrio, hablando, riendo, tomando. Algunas banderas verdes y sucias marcaban su territorio. Ahí estaban la señora del negocio, el viejo de los diarios, los jubilados de la plaza… Su abuelo. Nadie lo miraba, pero le dio la sensación de que todos lo detestaban lentamente, aunque cuando llegaba a su casa por las tardes lo saludaran como siempre. Al otro costado, la otra gente, la que le celebró los goles de ese año y lo abraza ahora después de los partidos. Aunque a casi nadie le conociera el nombre.

El primer penal para el “Olegario” lo tiró el Rodrigo Santana. La pelota la fueron a buscar a la calle. Nunca fue bueno para la pelota, pero era el capitán. El primero para el “Bella” fue bien tirado, abajo y a la esquina. Pero ahí estaba el Loco Carmona, con su pelo largo y sus brazos largos, que llegaron a ese rincón a acariciar la redonda y echarla afuera. El segundo, del “Cañón” Salinas, fue al medio y gol. El segundo del “Bella” también. Goles fueron el tercero y el cuarto para ambos colores. El quinto del “Olegario” lo tiró el Flaco Subiabre, a media altura y a un lado, justo para que le sacaran la foto al meta del Bellavista estirándose en su mejor atajada. Y ahí estaba él, en la mitad de la cancha, listo para patear el quinto, con el campeonato en sus botines nuevos.

Y ahí fue cuando le vino el tiritón y el vacío en el estómago. Cuando sintió la palmada en la espalda, el “vamos cabrito” al caminar hacia el área. Ahí, cuando escuchó las pifias de su propia gente, de la señora, de los abuelos y del viejo de los diarios. Cuando tomó la pelota, mojada y barrosa, y la puso en el punto penal. Cuando miró al frente y vio al Loco Carmona, con su pelo largo y sus brazos largos, agachándose en la línea del arco, mirándolo a los ojos. El mismo con el que siempre se agarró a combos desde niño por cualquier cosa. El que finalmente conquistó a la niña que él siempre quiso, incluso después de que se fue a hacer su Servicio Militar. El que fue el primero en emborracharse con los grandes y comprar cigarros sueltos. El que lo abrazó cuando hizo goles para el “Olegario”. Con el que se juntaba de vez en cuando en las esquinas a compartir una cerveza junto a los demás cabros. El que le prestó una vez un disco de Víctor Jara. Ahí estaban ahora, frente a frente, vistiendo distinto, viviendo distinto. Retrocedió cuatro pasos y esperó la orden. Pitazo y corrió hacia el balón, con sus zapatos nuevos y su camiseta blanca empapada con su vendida transpiración. Y tiró.

Un manotazo lo devolvió a la realidad y al frío de esta mañana de domingo.

-¡Soldado! ¿Qué no me escuchó?… ¡Fusile a este comunista de mierda!

– ¡Firme mi teniente!

Y ahí estaban de nuevo, frente a frente con el Loco Carmona. Aunque ahora el Loco estaba de rodillas, maniatado, y con una capucha negra en la cabeza. Cuando tiró la vez anterior, finalmente, no metió el gol. Ahora sí dio en el blanco. El tiro anterior se le olvidará con los años. Este no. Este lo vendrá a buscar todas las noches, al cerrar los ojos, una y otra vez. Hasta que de viejo se lo lleve el Diablo.

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