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11 de Marzo de 2010

Un terremoto fuera de Chile

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Por Juan Claudio Álvarez

Hace casi seis años que salí de Chile. Con los pasajes pagados y sólo cien euros en el bolsillo, me vine sin papeles a intentar establecerme en Barcelona. Me separaba así de gente a la que siempre llevaré en el alma, yendo completamente a la aventura; tenía que salir a buscarme la vida, y la oportunidad era esa y sólo esa. Cansado de no encontrar un trabajo que me permitiese acabar la carrera y titularme, y que diese para pagar al mismo tiempo el pan y el alquiler, y bastante asqueado de lo que un amigo inglés llamaba “chilean formalities”, salí por la puerta del aeropuerto con la sensación de quien deja atrás un gran amor porque éste le ha defraudado. Fue un quiebre en toda regla.
He vivido mil historias. Pero así es, al fin y al cabo, el destino de todos los que hemos elegido la vida del viajero. En los trabajos fui conociendo a otros que, también como yo, son inmigrantes. Algunos de ellos, chilenos. Debo decir que, en mi experiencia, no puedo afirmar que tendamos a juntarnos tanto entre nosotros, o al menos no tanto como otros colectivos – tomando como referente, por ejemplo, a la comunidad china o marroquí en España, que tienden a ser, para bien o para mal, comunidades muy cerradas y muy aglutinadas entre sí. Antes somos, quizás, un poco esquivos, pero existen algunos grupos bien cohesionados que se dedican al cultivo de expresiones culturales, como el canto y el baile folclórico. Por otro lado, ya sea por gusto u obligación, en lo personal siempre he terminado siendo un poco apátrida, y esa es la manera en que acabé haciendo mi vida por aquí, pasando de nostalgias, saludos a la bandera y de otros rituales anudados a los más singulares patriotismos. Pero no quisiera dar a entender que reniego de mi tierra. En lo absoluto. En realidad, a medida que han pasado los años he ido cultivando un cierto orgullo de venir de donde vengo, especialmente por el nivel educativo al que pude acceder. Puedo acreditar formación universitaria y de esta manera, atestiguar que el nivel de la educación superior chilena es bastante alto si lo comparo con el nivel español. A la distancia, es destacable el desarrollo económico y la estabilidad social, con mucha diferencia por sobre el resto de países de la comunidad Latinoamericana, incluso considerando muchos de los problemas sociales que aún nos queda por resolver – entre ellos, una redistribución más justa de la riqueza y una mayor movilidad social. En general, no es muy común oír hablar de Chile en la sección de noticias internacionales, excepto por situaciones tales como las elecciones presidenciales, o cumbres de jefes de estado, o por nuestros escritores, o por catástrofes políticas como el golpe de estado contra Salvador Allende y la dictadura de Pinochet. Por eso, la noticia del terremoto del 27 de febrero y posterior maremoto, ha sido una especie de sorpresa trágica en medio de una nebulosa de silencio informativo, espacio ya bastante copado por otros casos, más cercanos o más lejanos, y más o menos urgentes o más o menos escandalosos. Yo mismo, que nunca he presumido de furibundo nacionalista, me vi en el Facebook alentando al país, pasando mensajes de alguno que aparecía intentando saber algo de su familia; en fin, me propuse saber de primera mano qué había ocurrido, muy en la posición de quien, tal como se lo contara a un buen amigo aquí en Mataró, a pesar de no tener desgracias cercanas que lamentar, no dejaba de condolerse por todo lo ocurrido: esta vez se trataba de mi país y no de otro lugar. Todo parecía terrible. Además, la imagen de los chilenos como pueblo más o menos sensato en medio de la región, se venía al suelo de la mano de otras imágenes que mostraban la desesperación del hambre mezclada con las miserias del pillaje. Sin querer, hice memoria de más de algún episodio nauseabundo en donde fui testigo de la chulería patética de los “flaites”, algo que no puede achacarse directa y ramplonamente a la sola pobreza como causa directa, sino a otro tipo de hechos sociales que no por más enrevesados son menos importantes a la hora de explicar tan delictual insensatez. Un amigo, desde Osorno, intentaba coordinar un equipo de intervención psicosocial en situación de crisis, poniéndome de lleno a ayudar e intentando crear una red con mis amigos ex compañeros de Universidad, contactando los unos con los otros a sabiendas de que se podrían darse ayuda mutua y juntarse a trabajar en la emergencia. En Barcelona, al mismo tiempo, se me invitaba a leer poesía en un acto en solidaridad. Por supuesto, acepté. Al principio, busqué entre mis poemas ya escritos, pero finalmente preferí preguntarme cómo podría ayudar, desde la poesía, a resignificar una cosa tan traumática como perder padres, pareja o hijos, o toda una vida de trabajo, literalmente de la noche a la mañana.
Lo único que encontré para contestar a esta urgencia fue el recuerdo de las personas entrañables que dejé atrás y que, en mi caso, debo confesar tener la suerte de que sean muchas. Todos, invariablemente, trabajadores, esforzados, leales. Escribí un poema intentando mostrar este lado de las cosas, y hasta me pude ver en la reiteración de lugares comunes como la sopaipilla o los héroes mapuches – algo que en Chile puede llegar a sonar a chabacano o demasiado repetido pero que, después de seis años de haber salido y no haber vuelto, pone la carne de gallina de sólo mencionarlo. Así, me di permiso para citar estos buñuelos suculentos, con sus cuatro puntos al centro como si de botones gigantes se tratara pero, eso sí, hechos con zapallo chileno y no con calabaza española – que por cierto, también está muy buena.
Fui a Barcelona y leí mi poema. Salí, un poco aturdido por la extrañeza de ver tal multitud de compatriotas juntos después de tanto tiempo lejos y, como si fuera poco, en plena metrópoli catalana. Pulcramente distribuidas, había mesas para servirse completos (inmejorable sándwich tradicionalmente chileno, he de dar fe a quien no lo haya probado), pan amasado, empanadas, y otras delicias tantas veces recordadas – como el célebre pie de limón o los alfajores, y que me perdonen los extremadamente rudos o extremadamente finos. Llegaron tantos asistentes al acto, que hubo que hacer circular el público en tres tandas para que pudiesen entrar todos al teatro a ver, al menos por parte, lo que se presentaba; en el intertanto, algunos de los músicos que habían venido a colaborar ya tocaban espontáneamente entre la gente que esperaba, aglomerada, a la entrada del local. El evento estaba organizado por artistas de la comunidad chilena residente en Barcelona, y disponíamos de diez minutos cada uno para presentar nuestra colaboración. Yo iba después de un grupo de bailes pascuenses, y antes de otra banda musical. Una vez leído lo que venía a leer, y ya de vuelta a donde vendían los completos, revisé mis cuentas. No andaba con mucho dinero, y en el acto mismo sólo vendían Coca Cola, así que salí a por una cerveza antes de retornarme a mi rincón en el Maresme.
Preso de mis neurosis, he caído en el hábito de fumar pipa, así que suelo andar sin cigarrillos y con un paquete de Stanwell full aroma. Sin embargo, y por enésima vez, mi boquiabierta estupidez o mi inconsciente implacable me la habían jugado y había dejado las benditas pipas en casa, y tampoco tenía papel de liar. Me gastaría en los cigarrillos lo que me iba a costar la segunda cerveza pero, bueno: crucé la calle, y entré en un Frankfurt regentado por un joven negro, que por el acento pienso que debería ser africano. El lugar hacía esquina y estaba abierto a la calle, sin mamparas. Había un dominicano tomando cerveza en la barra, y luego una familia que podría haber sido del sur de España. Me senté, y refresqué los sesos, entre trago y trago, con lo que recuerdo haber visto en el terremoto del año ’85. Comenzó a llover. Se escuchaba a la distancia, entre el ruido de la Avinguda Paral.lel y las risas e historias que le contaba el dominicano al dependiente, la multitud que en el teatro daba gritos de Viva Chile. Acabé la cerveza y enfilé a la estación, atravesando la lluvia y de paso, dándome cuenta de que también me había olvidado el paraguas que tan presente tenía en traer.
Vagué un poco, perdido, cruzando el Raval con la lluvia chorreándome por la cara, hasta llegar a Las Ramblas, sin dejar de pensar que los terremotos son a Chile como el tictac a los relojes de péndulo. De alguna manera u otra habrá que seguir con la vida por allí de ahora en adelante, qué remedio queda si no, y habrá que prepararse para lo que venga. No dejo de preguntarme qué me encontraré cuando vaya nuevamente, después de tantos años, y en qué punto de sus vidas se habrán pillado mi madre o mi padre, ya mayores, junto al tictac de este reloj de piedra con estatuto de país; qué será de tíos, primos y familiares. Qué será del Raya, del Guatón Pablo, de don Bicho y su hijo recién nacido, del Aco que se quedó sin casa, del Flaco, de Reinaldo, de la Jenny que trabaja de enfermera, o de la Carolina, o de la Caro, o de la Maggy hace tan poco rencontrada, y así una buena lista. Supongo que cuando les vuelva a ver, les contaré que el día del terremoto del 2010 estaba en casa, en Mataró, y que al principio hasta gasté mis bromas con esto de que Piñera hubiese ganado las elecciones y justo, justo, en ese preciso instante, como si fuese cosa de brujería, se hubo de venir encima semejante catástrofe. Incluso me reí un buen rato al enterarme de la cancelación inmediata del Festival de Viña, celebrando la dudosa cualidad de oportuno que puede llegar a tener un terremoto a principios de febrero, si es que de clausurar festivales de la canción se trata. El paso de los minutos, sin embargo, acalló cualquier intento de chiste, y pude ver la desesperación de muchos buscando noticias de familiares que vivían en la zona del maremoto, y la desarticulada respuesta de la autoridad civil durante las primeras cuarenta y ocho horas siguientes, o los saqueos y la delincuencia desatada. Un buen amigo, de Renca, me contaba cómo una turba asaltaba la tienda de abarrotes que está junto a su edificio de departamentos – que por cierto, resultó con más de algún daño estructural – y se preguntaba si era buena idea seguir en casa o no, considerando sobre todo la seguridad de sus dos hijos pequeños.
Me quedé desde aquí pensando en cómo podría ser posible, en Chile, una acción más coordinada y ordenada en situaciones de emergencia como ésta, asumiendo que no es el primer terremoto ni el último, bien lo sabemos. Y en cómo la distancia transforma algo tan íntimamente tangible, como la tierra propia, en una especie de noticiero sobre ciertos acontecimientos que se suceden al otro lado del planeta, en otro lugar en donde las construcciones son más gruesas porque tiembla – y fuerte – un año sí y otro también, y en donde a los cocidos se les pone cilantro picado espolvoreado en vez de perejil, y en donde las patatas se llaman papas, y los tomates nevados se llaman ensalada chilena y se sirven acompañando un buen pescado frito.

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