Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

1 de Abril de 2010

Jodan, pero no jodan

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

Por Patricio Fernández
Foto: Cristóbal Olivares

Desde muy antiguo, ascetas, monjes y anacoretas, y en general muchos de los que prefieren la contemplación y la renuncia al mundo como forma de vida, han optado por el celibato. Para quienes, como el monje budista, ven en el desapego un camino de perfección, la castidad asoma como un requisito importante. El alma no puede volar del cuerpo si el cuerpo ríe a carcajadas. Le dan ganas de quedarse. Y peor todavía si se enamora, porque entonces el alma no puede imaginar un dios mas importante que eso. Partir, entonces, es un desgarro enorme y, no obstante, hay sabios que parten. Siddartha -que significa “el camino de los perfectos”- abandonó a su esposa Yasodhara y a su hijo Rahula para seguir el camino de Buda. Según la filosofía oriental, a un cierto punto el hombre superior abandona a la familia y se prepara solo para la muerte.

Los judíos han visto el celibato como una maldición. La hija de Jefté, personaje del Libro de los Jueces, antes de encerrarse en una celda para siempre, cumpliendo así la promesa hecha por su padre a Jehová, le pide sólo una cosa: «Concédeme esto: deja que por dos meses me vaya a vagar por los montes y llore mi virginidad con mis compañeras.» Y Jefté, condoliéndose, accedió. “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra”, dice el Génesis.

El tema del celibato en la historia del cristianismo tiene sus bemoles. De una parte están los monjes y los santos que optaban, como decía fray Luis de León, por la vida retirada. Y para ellos, cualquier amor que no fuese Dios sobraba. Se trataba, como en el caso de los budistas, de un camino de perfección personal, pero no de un requisito ministerial, por llamarle de algún modo a la tarea de los predicadores o difusores de la fe. Eso vino mucho más tarde, hacia el siglo XVI, con el Concilio de Trento (1545 – 1563), donde se optó de manera definitiva por el celibato obligatorio para los curas, en respuesta a la Reforma protestante que permitía, e incluso promovía, el matrimonio de los sacerdotes. Hay quienes lo explican como un modo de poner orden en las desfachatadas filas del clero. Cuentan que durante el Concilio de Constanza (1414-1418), setecientas prostitutas llegaron para atender a los obispos participantes. Pocos siglos antes, San Luis, rey de Francia, se hizo acompañar a Las Cruzadas por un nada despreciable contingente de meretrices. Otros sostienen que fue para regular las herencias y evitar que las parroquias y los bienes de la iglesia pasaran a manos de seglares. Algo escribió al respecto, tiempo atrás, el periodista y escritor Eloy Martínez. Si los curas se hubieran casado, ¿por dónde rondarían hoy las riquezas de la iglesia?

De este modo, como el alcohol en los EE.UU durante la Ley Seca, como las drogas, como el juego donde está prohibido, el sexo entre los sacerdotes sin vocación ascética, se sumergió en territorios oscuros. Lejos de desaparecer, se abrió espacios paralelos. Siempre sucede así y no hay ningún motivo para pensar que esta vez no. Los datos, de hecho, así lo demuestran. No se trata de que todos los curas se vuelvan pedófilos, ni caben caricaturas al respecto. El asunto es mucho más simple: imaginémonos a cualquiera de nosotros puesto en esa situación, tipos o tipas sin más perversiones que las acostumbradas, privados por ley de tocar lo que quiere ser tocado o besar a quien nos invita, y obligados a satisfacer de manera secreta los llamados de un cuerpo más fuerte que las teorías. ¿Acaso no sabemos lo que ocurre en las cárceles, en los barcos, en las trincheras, en las islas? Nada contiene por mucho tiempo a la naturaleza, o quizás sí, si la dedicación es completa y exhaustiva, como ocurre en los jardines de Versalles, pero convengamos que no está lleno de jardines así. Si cada cura es un jardín, apuesto mi cabeza a que en muchos de ellos se desbordarán las ramas, los pastos crecerán chascones y las enredaderas treparán por lugares inesperados.

Desde el Concilio Vaticano II que suenan fuerte las voces al interior del catolicismo que reclaman un celibato opcional para los sacerdotes. Es inevitable, por mucho esfuerzo teológico que se haga, desligar este tema de los abusos a menores en que se ha visto envuelta la Iglesia. Cuando romper el celibato es un pecado inapelable, que nadie hable. La violación de los doscientos niños sordomudos en Irlanda, más acá del dolor real que provoca, se vuelve una metáfora brutal. Ya es hora de abordar el centro del problema y dejarse de pamplinas. Como la necesidad de prohibir los perros bravos, que por mucho que se los excuse y se culpe al descuido de sus dueños por las cabezas que muerden, parar este absurdo contra natura va volviéndose un problema de seguridad pública. Debiera hacerse por la dignidad de los curitas buenos, por la relevancia del mensaje cristiano y por la integridad de los niños puestos en sus manos. ¿Acaso es la castidad el centro del evangelio? Porque si es así, lo leí mal.

Notas relacionadas