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Opinión

12 de Noviembre de 2010

Editorial: Está la pelotera

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

    Foto: Alejandro Olivares

No está quieta la cosa política. Los bloques se están desplazando. Como ocurre con los hielos en el extremo sur, se escuchan los crujidos previos a los desprendimientos. La elección de Segovia en la ANFP, por ejemplo, despertó en muchos una molestia soterrada. La poca valoración de lo colectivo quedó manifiesta. El fútbol, “pasión de multitudes”, no era sino otro negocio de unos pocos, donde las mayorías son clientes, y ese equipo por el que algunos están dispuestos a dar la vida, una sociedad anónima como cualquier otra, con el lucro como motor central. Nada nuevo, en realidad; los chilenos nos hemos allanado durante las últimas décadas a considerar como natural, como verdad revelada, el hecho de que la generación de riqueza no acepta cuestionamientos mayores. Los sindicatos cayeron en desprestigio, y de las organizaciones de trabajadores que defendían sus derechos en conjunto se pasó a la lucha por mejores condiciones en el crédito, donde cada cual se rasca con sus uñas, así sea un pobre diablo, a imagen y semejanza de los magnates. En lugar de una matriz energética coherente, dispuesta por una lógica de país y licitada a privados si es necesario, reina la oferta y la demanda. Los impuestos son vistos como un abuso y una intromisión insoportable, y sus posibles alzas se discuten como si se tratara de un pecado inevitable. Hay países en que el royalty petrolero alcanza el 90%, mientras acá por llevarse el cobre le mendigamos a sus explotadores unas migajas. Los ejemplos son cuantiosos. “Intervención”, “planificación”, etc., son palabras que se rodearon de un aura repugnante. Como si lo nuestro fuera la sensatez absoluta, nos acostumbramos a ver ciertas medidas del Estado argentino, por nombrar uno cercano, con las mismas muecas con que se mira a un loco. ¿Estatizar la transmisión del fútbol? ¡Simplemente ridículo! ¿Regular la concentración de los medios? Una intromisión perturbadora. Confieso que hasta hace poco me desagradaba escuchar en las argumentaciones izquierdistas la palabra “neoliberalismo”. Me parecía demasiado rimbombante y no conseguía entender del todo a qué se refería. Quizás se debiera a que durante el período de transición, en el más lato sentido del término, o sea, el que abarca desde comienzo a fin los gobiernos concertacionistas, esta filosofía imperante y jamás cuestionada en profundidad, avanzaba en medio de una música social demócrata. Durante el gobierno de Frei ni siquiera sonó esa melodía y lució desfachatada. Chile crecía al 9% y éramos los jaguares de América Latina, mientras los pehuenches del Alto Biobío, la comunidad aborigen más cordillerana de Chile, veían sus tierras inundadas y los huesos de sus antepasados flotando sobre los cementerios. La plata, el crecimiento económico, la potencia productiva convertida en valor moral, le pasaba por encima a una cultura entera, sin mayores remordimientos. Lagos revistió de republicanismo la misma tendencia, y Bachelet la abrazó y abrigó con una dulzura que, si bien la humanizaba, no llegó a amenazarla. El chorreo prometido terminó con la indigencia, pero no con la indignidad, y Piñera vino a consumar el camino trazado. El discurso de la eficiencia, tan ensalzado por el actual gobierno, en cierto modo esconde la falta de disposición de exigirle un esfuerzo mayor a los que tienen más; es cierto, bien cocinado un hueso puede rendir el doble que si se cocina mal, pero esa sopa cansa. Dicen los que saben, que durante los últimos meses las grandes fortunas nacionales han multiplicado por dos, si no por tres o más sus millones de dólares. ¿Se hará cargo de esto la recién promulgada “nueva derecha”? ¿Será capaz el mundo “progresista” de revisar este camino que recorrió, tal vez incluso justificadamente, a la hora de buscar su nueva razón de ser? Todo indica que Segovia caerá por su propio peso, porque no hay abuso de poder que resista mil años, ni dinero capaz de acallar el murmullo de un pueblo. “Pueblo”, qué palabra más vieja. De pronto la creímos muerta, pero todo indica que andaba de parranda.

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