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Opinión

28 de Diciembre de 2010

Editorial: Fe Cruel

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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De pronto acontecen discusiones que encubren otras discusiones. La del aborto terapéutico y de los fetos inviables, intuyo que es una de esas. Cuesta creer que alguien sea capaz, sinceramente, de obsesionarse con mantener, por el tiempo que dure, el desarrollo de un fenómeno que con un futuro ser humano sólo comparte el origen.

Vivir el embarazo, forzado por la ley, de un feto que no podrá vivir fuera de su madre, debe ser espantoso. Experimentar la preñez de una muerte no es para deseárselo a nadie. Si existiera la posibilidad de que los hombres la padecieran, hace rato que se llamaría “enfermedad” y no habría espacio para estar discutiendo tonteras, porque los médicos, como obviamente debiera suceder, evitarían de motu propio que la molécula evolucionara.

El alcalde Ossandón, por twitter, sostuvo que la mujer tenía una mucho mayor resistencia al dolor que los hombres; algo -según argumentaba- científicamente comprobado. De ser cierto, convengamos que no justifica el sadismo del Estado. ¿Y esto de elegir entre la madre y el feto? ¡Por favor!, es una verdadera falta de respeto. ¡¿Cómo alguien que quiera a una mujer podría llegar a plantearse semejante barbaridad?!

La mujer tiene historia, quizás más hijos, afectos tejidos a lo largo de años con otros de su especie, ha experimentado el amor, el dolor y tiene por delante la posibilidad de muchas vidas reales, o sea, no tiene nada que ver con un proyecto de persona, porque habrán de reconocer hasta los más duros, que a un feto algunos le podrán dar la categoría de humano, pero persona sería una franca exageración. Las personas conocen el mundo de los vivos. Pero hay grupos, gente muy rara, para quienes, por motivos que no alcanzo a comprender, el embrión tiene un valor sagrado, muy superior al de un hombre maduro con problemas de digestión.

Son muchísimos los pro vida fetal partidarios de la pena de muerte. En su mayoría militan en la derecha, y nunca se les vio defendiendo la vida de los torturados ni de los desaparecidos. Lo suyo es un caso particular, medio alucinado, producto de una religión que tiene poco que ver con Cristo, en quien se sintetiza el sufrimiento del mundo. Para los miembros de este credo, el centro es la pureza, o la idea de pureza, mejor dicho, una idea que de pronto excita turbiamente. Mucha virgen María, blanca y fría como el mármol, haciendo de biombo para nada de inocentes travesuras.

El cura Karadima pertenecía a las legiones de los adoradores del embrión, y se llenaba la boca día y noche con la madre inmaculada. La señora de la JUNJI, hermana del alcalde y sacerdotisa del culto a la concepción, llamó al abusador cura del Bosque “prócer de la Iglesia Católica Chilena”, al tiempo que daba a entender que quien interrumpe un embarazo, del tipo que sea, es un criminal.

Para mí que la discusión es otra. Esta carece de sentido moral y lógico. Hasta la mayoría de los curas están de acuerdo en que un feto sin cerebro no constituye precisamente vida humana. Así lo dijo el capellán del Hogar de Cristo y también otros varios. La verdadera discusión es mucho más compleja: hasta dónde la mujer tiene derecho sobre su cuerpo, ante determinados principios en conflicto cuál impera, cuánto pesan las creencias religiosas en la ley, hasta dónde es lícito que el Estado se inmiscuya.

Los católicos conservadores no quieren enfrentar esta controversia de manera democrática. Saben que cada centímetro cedido al libre albedrío es tanto una conquista enemiga como el comienzo de una nueva batalla en que arriesgan continuar perdiendo su poder. Y los demás, los que debieran atreverse a plantear estas disputas acontecidas hace décadas en el occidente desarrollado, por razones estratégicas, y a veces simplemente por temor, la esconden.

Nadie quiere pronunciar la palabra “aborto” y todos niegan, a la hora de los discursos públicos, pensar siquiera la posibilidad de legalizarlo más allá de estos casos simples y caricaturescos, frente a los cuales ciertas convicciones manifiestan su crueldad. A las finales, son disputas de poder. El asunto es quién manda aquí: la verdad revelada a unos pocos o los hombres y mujeres que deambulan, sin saber muy bien a dónde van, cargados de ilusiones y tropiezos, y eventos para nada imaginarios. Los primeros vociferan desde la trinchera, mientras los demás caminan inermes en busca de refugio y comprensión.

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