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Opinión

25 de Mayo de 2011

Inferno

Juan Alberto Alegría Mundaca, 41 años, casado, carpintero, fue asesinado por agentes de la CNI, quienes entre el 9 y el 10 de septiembre de 1983 llegaron a su domicilio en la población Miramar de Valparaíso con el objetivo de hacerlo aparecer como autor del homicidio de Tucapel Jiménez, ocurrido un año y medio antes […]

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Juan Alberto Alegría Mundaca, 41 años, casado, carpintero, fue asesinado por agentes de la CNI, quienes entre el 9 y el 10 de septiembre de 1983 llegaron a su domicilio en la población Miramar de Valparaíso con el objetivo de hacerlo aparecer como autor del homicidio de Tucapel Jiménez, ocurrido un año y medio antes en un camino vecinal próximo a Santiago.

Luego de obligar al carpintero Alegría a escribir una carta donde se culpaba de ese asesinato, le cortaron las venas para que su muerte pareciera un suicidio. Como lo consigna el certificado de defunción, falleció en la mañana del 11 de septiembre debido a una anemia aguda por hemorragia provocada por heridas cortantes de las muñecas con sección vascular.

Todo crimen es abominable pero no todos los crímenes significan lo mismo y en esa ecuación terrible e injusta ambas muertes ratifican el horror pero difieren en sus silencios.

Presidente de la Asociación Nacional de los Empleados Fiscales y protagonista de la lucha contra la dictadura, el suplicio de Tucapel Jiménez se levanta frente al futuro, de su asesinato nace parte del sedimento sobre el que nos hemos construido. De la muerte de Juan Alegría Mundaca no nace sino la muerte. Vaciado de futuro su asesinato ocurre en un tiempo inmóvil en el cual el crimen continúa perpetrándose.

Su martirio es más secreto y a la vez evidente; en un orden en el que incesantemente vuelven a morir en miles y miles de seres condenados de antemano en nuestras cárceles, en nuestras escuelas levantadas bajo el imperio de una estructura social avergonzante, en nuestras ciudades segregadas hasta la demencia, en nuestras comisarías expertas en patear hasta la agonía a delincuentes siempre que sean delincuentes pobres, el homicidio de un carpintero semicesante, alcohólico, no toma la forma ensangrentada y brillante de los emblemas sino el tono opaco de las reiteraciones.

Su asesinato es imprescriptible, pero no porque eso sea la consecuencia de algo que aconteció en el pasado, lo es porque se perpetúa en el presente.

No es que haya acaecido, es que está acaeciendo.

En el certificado de defunción se lee también que tenía los tendones de las muñecas cortados, lo que requería de una fuerza extrema que ningún suicida puede aplicarse si tiene los tendones de ambas muñecas cortados.

El autor material de ese homicidio, el mayor Carlos Herrera Jiménez, aplicó esa fuerza extrema. Condenado a cadena perpetua pasa gran parte de su tiempo leyendo en voz alta obras literarias que graba para la Biblioteca de Ciegos ubicada en Rafael Cañas 165.

Aquejado de un cáncer terminal, en los últimos años ha pedido perdón por sus crímenes y es difícil no recordar el Evangelio: el ladrón bueno a quien Cristo le dice que mañana estará con él en el Paraíso. Pero no, no existen más paraísos que los paraísos perdidos y el mismo Borges, autor de esa sentencia memorable, no podría tampoco explicarnos el por qué hay actos que no tienen redención posible.

No es que no se pueda perdonar, lo que sucede es que el castigo como el perdón se ejercen siempre sobre otro, no se perdona o se condena a alguien que ha matado, se perdona o se condena una sombra. Matar a otro o ser muerto por otro está para siempre fuera del lenguaje, no pertenece a la esfera de lo decible, carecemos de palabras para imaginarnos exactamente el instante en que a alguien le cortan los tendones de los brazos, en que un desaparecido pasa a ser un cuerpo muerto.

Esa carencia desorbitada, monstruosa de palabras es exactamente lo que se denomina Inferno. La literatura constituye el intento más desesperado y extremo por suplantar ese silencio. Por eso un asesino puede leer en voz alta, para otros, la Divina Comedia.

Escucho la grabación. La voz marcada por el indisimulable acento cuartelario es monocorde y sin matices y la lectura, interrumpida permanentemente por notas y por los titubeos en la pronunciación de los nombres en italiano, es deficiente.

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