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Opinión

6 de Agosto de 2011

Laberinto de una puerta

Mauricio Brendix escribe una novela de espionaje que contiene un arma secreta de su propia imaginación que es demasiado específica, excesivamente real, para una agencia de contraespionaje. M. B. se ve atrapado en un laberinto burocrático donde la inocencia y la culpa son secundarias al proceso. “En mi laberinto” es una novela de tesis escrita […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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Mauricio Brendix escribe una novela de espionaje que contiene un arma secreta de su propia imaginación que es demasiado específica, excesivamente real, para una agencia de contraespionaje. M. B. se ve atrapado en un laberinto burocrático donde la inocencia y la culpa son secundarias al proceso.

“En mi laberinto” es una novela de tesis escrita al modo de una sátira. Brendix piensa en voz alta y es imputado por hacerlo. Su pueril y desmedida vanidad demanda reconocimiento, más lectores, más elogios, más premios. De alguna manera concibe su última novela para estos propósitos y consigue el lector más enorme que podría conseguir un escritor: el Estado. Faltos de imaginación, los agentes del Estado no pueden dimensionar que un novelista pueda inventar un “arma secreta” que ya existe. Lo acusan de traición a la patria y de “vender secretos confidenciales a una potencia enemiga a cambio de una gran suma de dinero”. La única defensa que puede argüir Brendix es que el arma es de su invención, que la sacó, y lo dice una y otra vez mientras se apunta la cabeza, “de aquí, aquí y sólo desde aquí”.

La metáfora es tan sencilla que no puede pasar desapercibida. Aquellas grandes cantidades de dinero refieren al éxito; y la invención de algo que ya existe, a la falta de originalidad. Lo que Morand pone en circulación en su novela, de forma bastante tosca, es el conflicto que mantiene un novelista entre el reconocimiento de los otros y la percepción que él mismo tiene de su obra. Sobre esa asimetría es desde donde se estructura “En mi laberinto”. Brendix, que piensa en voz alta, escribe en voz alta, es decir, escribe para que lo escuchen. Pero este escritor no cree que piensa en voz alta, cree que puede transmitir sus pensamientos, que los demás pueden “leer” sus intenciones más íntimas. Su mujer, Susana, con quien mantiene una relación absurda que es menos graciosa y ridícula que vulgar y violenta, le pide por favor que no piense en voz alta cerca de sus hijos. Los niños no están preparados para que su padre diga lo que piensa, o en el caso de Brendix piense lo que diga, sobre ellos. Es un evidente guiño a la escritura autobiográfica sin cortapisas, la que es incapaz de poner invención entre la experiencia y la escritura.

Si la tesis de “En mi laberinto” no era perfectamente obvia, una escena en la que el escritor se entrevista a sí mismo la delata, como a una vaca el sonido de un mugido. Autocomplaciente y deliberadamente opaco, el escritor quiere dar a conocer su genio. Pero donde “En mi laberinto” falla, y se puede discutir con más o menos argumentos el valor de su tesis, es en que no es divertida. Es una sátira exenta de risas. La relación entre esposos parece sacada literalmente de las páginas de Jarry o Ionesco, pero allí donde el absurdo era radical, y las palabras fluían y las risotadas eran muchas, “En mi laberinto” no es lo suficientemente absurda y derechamente es muy poco divertida. Y sin risas, no hay sátira.

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