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Opinión

20 de Agosto de 2011

Fascismo Romo

Al que le gusten las leyes y las salchichas, mejor que no vea cómo se hacen”, sostuvo irónicamente el canciller germano Otto Von Bismarck el siglo antepasado. Efectivamente, las leyes la mayoría de las veces se hacen entre cuatro paredes y los embutidos en lugares parecidos a las cárceles y los campos de concentración y […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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Al que le gusten las leyes y las salchichas, mejor que no vea cómo se hacen”, sostuvo irónicamente el canciller germano Otto Von Bismarck el siglo antepasado. Efectivamente, las leyes la mayoría de las veces se hacen entre cuatro paredes y los embutidos en lugares parecidos a las cárceles y los campos de concentración y exterminio, a conveniente resguardo de las sensibilidades estomacales y civiles de los ciudadanos y consumidores.

Expandiendo históricamente la sentencia del militar teutón, habría que decir que la ficción estética suele mantener una inquietante e inconsciente relación con esta reflexión de carácter legal y culinaria; su placer y necesidad deriva en mostrar sin anestesia –en lo posible, más allá de bien y del mal y de los prejuicios y deformaciones morales– no sólo aquellas zonas sublimes de la historia sino también sus aspectos catastróficos, macabros, menos conspicuos.

¿A qué viene todo esto? A las recientes críticas de Carlos Larraín y Alberto Cardemil a la serie “Los archivos del cardenal” transmitida por TVN, las que revelan algo típico de quienes confunden la ficción con la realidad. Pero no sólo eso: evidencian también las confusiones –la clase política en esto es pródiga– que algunos tienen entre el discurso artístico y el ideológico, entre el lenguaje estético y el moral, en particular cuando se profundiza en la memoria histórica del país.

Hay que ser, en este punto, insistente, enfático, incluso majadero: la serie aludida es una ficción que se sirve de determinadas formas propias del “documental” como fondo narrativo. Así de simple. En términos de su presunta objetividad histórica, su narrativa no pretende equipararse con el trabajo de los historiadores profesionales o académicos, los que también se sirven de documentos, hechos y testimonios la mayoría dudosos en términos científicos. Este carácter ficcional de la historia lo reconocen la mayoría de los historiadores importantes. También el que no existen hechos objetivos, menos los morales: “No existen fenómenos morales –escribió Nietzsche– sino sólo interpretaciones morales de los fenómenos”.

El lenguaje estético o artístico (la serie en cuestión ofrece innegables logros formales y temáticos en esta línea) no debe y no puede ser objetivo; debe y puede ser, en cambio, verosímil. Hacer de la ficción una verdad más radical que la realidad que cita (en términos aristotélicos, presentar la mentira como si fuese verdad).

¿Acaso no se torturó, vigiló y persiguió a muchos de nuestros compatriotas durante la dictadura? ¿Era o no una dictadura? Pareciera que para Cardemil y Larraín estos aspectos macabros de la historia no estarían en condiciones de satisfacer lo que ellos llaman “verdad histórica”. Apenas serían la mirada de un solo sector, sesgado por el resentimiento; faltaría, pues, la versión de la contraparte. O sea: la de ellos mismos.

¿Y cuál sería esa versión? La que también muestre las causas que incidieron en el quiebre institucional de 1973. Faltaría señalar a los responsables. Entonces, que no se quejen; las cachetadas y palizas y todas las sesiones de torturas se encontrarían justificadas. Total, querían convertir a Chile en un satélite soviético y en una nueva Cuba. ¡No faltaba más!

Pero démosles a los defensores de esta mirada un mínimo coeficiente de verosimilitud. La trama sería esta: los revolucionarios de izquierda fueron los responsables del necesario “pronunciamiento militar” encabezado por el libertador Augusto Pinochet Ugarte. En términos ficcionales, no sería necesariamente un mal guión (la izquierda seguramente podría realizarlo desde una postura autocrítica a nivel global).

Después de todo, el fascismo –por un respeto democrático– no tendría por qué quedar moralmente excluido del relato estético (nos gusten o no, Céline, Speer, D’Annunzio, Pound y Mishima merecen ser leídos y considerados a nivel estético). Lo que olvidan Larraín y Cardemil es que dicha posibilidad fue abordada por la propaganda anticomunista diseñada por los creativos del régimen militar. Se hizo por casi dos décadas (Chacarillas es un ejemplo). El régimen tuvo su oportunidad, pero con pobres resultados estéticos. Un ejemplo: la campaña presidencial de Hernán Büchi, donde se mostraba la imagen aérea de la majestuosa cordillera de los Andes. En síntesis, un fascismo ramplón, provinciano y romo.

Larraín y Cardemil no sólo pecan de confusión entre ficción y realidad, sino también incurren en una mezquindad al oponerse a la pluralidad de versiones de la historia patria. Quieren que la historia se escriba de una sola vez y para siempre: como un relato fundado de la omisión del triunfo de las balas, los soplones, la prepotencia y crueldad de los agentes de inteligencia y de la incipiente farándula televisiva compuesta por vedettes y bataclanas prostibularias, henchidas de una estética de opereta (desfile de protagonistas que constituyen, a la larga, la materia más inquietante de la cual están hechas las ficciones y pesadillas del llamado fascinante fascismo: lo banal, lo horroroso y lo aberrante).

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#Cardemil#carlos larraín#TN

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