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Opinión

21 de Octubre de 2011

El rostro y la máscara

Foto: Archivo The Clinic Hay algo aún más cobarde que cubrir la cara para lanzar piedras y bombas molotov a hijos de obreros o campesinos que usan el uniforme contrario al tuyo: Usar esos rostros sin cara para sobre ponerle la tuya. Ocupar la voz de los que no hablan para que tu discurso tenga […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Foto: Archivo The Clinic

Hay algo aún más cobarde que cubrir la cara para lanzar piedras y bombas molotov a hijos de obreros o campesinos que usan el uniforme contrario al tuyo: Usar esos rostros sin cara para sobre ponerle la tuya. Ocupar la voz de los que no hablan para que tu discurso tenga la apariencia de un clamor objetivo cuando no es más que una conjetura propia, la expresión de un deseo que no te atreves a firmar con tu nombre y apellido. Atribuirle hambre, marginación, o maldad, pintarlos como demonios, o ángeles perdidos, como hacen tanto el Mercurio como, en sentido inverso Gabriel Salazar, es abusar de un poder de clarividencia dudoso. Este último, el historiador Salazar, que se ha encargado de cumplir en esta tragedia chilena el triste papel de Yago. El intrigante que llena de celos a Otelo para que otro cumpla por él su venganza. Los jóvenes que lanzan piedra y arriesgan a veces palos y patadas para permitirle al historiador reflotar su brumosa nostalgia por una revolución a la Gaddafi.

Los encapuchados dicen lo que dicen. Ponerle palabras es faltarle al mínimo respeto que merecen. Justamente lo que caracteriza a los encapuchados es el gestos mismo de negarse a dialogar de igual a igual, es decir desde una identidad propia, desde un yo que puede convertirse en un nosotros.

El encapuchado niega su individualidad para negar desde ese yo indeterminado la idea misma del colectivo. No hay cara entonces no hay nosotros. Esta la máquina represiva sin rostro, luchando contra la fauna sin rostro tampoco que tranca con las ruedas de la maquinaria. Tan individualista que niegan la individualidad misma, los encapuchados dispersan la marcha, atomizan el combate, hasta quedar solo frente al guanaco, en un gesto de valor inútil, bello en razón mismo de su esterilidad. Prestarle ética a ese gesto es deformar su sentido, porque el encapuchamiento es justamente una forma de sobreponer a lo ético un gesto estético, vestimentario incluso, una apariencia sobre un fondo, un uniforme que se niega a cualquier jerarquía, a cualquier plan, a cualquier estrategia.

Un soldado que no pelea ni para ganar ni para perder, sino por el puro placer infinito de verse pelear, correr, saltar, lanzar piedras, esconderse y volver a luchar. Como diría Walter Benjamin, el encapuchado estétiza lo político, que es lo propio de todo fascismo que se respeta. Lo contrario de lo propiamente revolucionario que sería politizar lo estético. Se trata de escenificar el caos para que sobre el se imponga el orden, ambos violentos, ambos absolutos, ambos armados.

Es por lo demás—y es curioso que el historiador Salazar lo olvide—lo que históricamente han logrado siempre las insurrecciones callejeras cuando no van acompañadas de una dirección política clara, con una interlocución con la odiada burguesía, adorar el ídolo del orden, preparar la llegada de un general todo poderoso, el retorno de la autoridad en mano no de lo desheredado de la tierra sino de los hijos bastardos, de los desheredado de la tía abuela de la misma oligarquía.

Ni la reforma agraria, ni la universitaria, la hicieron encapuchados, ni el Lautaro, ni el MIR, ni el Frente Patriótico Manuel Rodríguez acabaron con la dictadura. Habría que ser ciego para no comprender que esa violencia ayudó a terminar con la dictadura (como ayudó a darle visibilidad y urgencia al movimiento estudiantil), pero sólo lo hizo cuando fue enmarcada—o sea traicionada para ocupar el lenguaje de la ultra—por partidos y movimientos políticos.

Esa rebelión popular sólo logró cambiar cosas cuando se convirtió también en burguesa. Categoría por lo demás tramposa porque entre los encapuchados o los armados ha habido tantos o más burgueses que proletarios entre los moderados. El MIR siempre menos popular que el Partido comunista, en la ultra de la CONFECH se junta el hambre auténtica con las ganas de comer de un amplio estamento de niños bien que quieren exprimir hasta el fondo mismo el limón de la experiencia rebelde. No es un azar que sea así porque justamente esa estetización de la rebelión es un instinto burgués, o para ser aún más preciso aristocrático.

Los puros, los que se quedaron en la lucha armada frenaron los cambios con tanto o más efectividad que los Boeninger o Correas de turno. El asesinato de Guzmán, el secuestro de Cristián Edwards hicieron tanto como el binominal o la cobardía de Aylwin y Frei antes los boinazos y caras pintados. Pinochet demostró que controlaba todas las armas en Chile, la de su ejército y la del contrario que fue su mayor aliado.

En la práctica lo que separaba a Oscar Guillermo Garretón integrado al sistema y sus pupilos del Lautaro, desintegrado de él era mucho menos de lo que parecía. En la violencia y en la resignación latía y late la misma desesperación, la de que las cosas en el fondo no pueden ni deben cambiar, que sólo se vive una vez, que se puede solo hacer lo posible, estallar o sobrevivir. ¿No mira con horror Salazar la posibilidad de que cambie de verdad el sistema donde puede cómodamente hablar desde un “otro” que nunca es él? ¿No defiende, como la oligarquía defiende sus posesiones, el uso y el abuso de la “Historia”, el uso y el abuso de una rebelión que prefiere perder antes el temor terrible de hacerse responsable de los pactos en lo que deberá incurrir de vencer?

Rafael Sánchez Ferlosio, como en tantas otras cosas lo entendió mejor que nadie. En el terrorismo el medio es el fin. Las reivindicaciones pueden ser justas o injustas, la lucha puede ser por Palestina o un club de fútbol, el que se encapucha o lanza una bomba lo hace en gran parte por el arte mismo, por el placer, por el dolor mismo de enmascararse, por el vértigo en si de la violencia. La violencia ritual de los encapuchados es eso, un rito de expiación o de juego, una bomba que desnuda pero no destruye nada, un gesto que confirma el vacío, que de alguna forma parece tener como único mensaje su propia inutilidad.

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