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Opinión

8 de Noviembre de 2011

Los pescadores y el hombre invisible

Si uno se hace invisible, la ciudad se hace visible. Y uno comienza a ver cosas que antes no había visto, a leer la ciudad. Uno recuerda donde había una cancha de patinaje, una piscina fiscal como la que había en el Estadio Santa Laura o en Recreo, en Viña. Y uno advierte lo residual y […]

Germán Carrasco
Germán Carrasco
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Si uno se hace invisible, la ciudad se hace visible. Y uno comienza a ver cosas que antes no había visto, a leer la ciudad. Uno recuerda donde había una cancha de patinaje, una piscina fiscal como la que había en el Estadio Santa Laura o en Recreo, en Viña. Y uno advierte lo residual y obsolescente que es esa especie de huella de oruga que dejan sobre la ciudad las marcas de la compra y la venta.  Se ve la historia y las microhistorias en carteles: se arrienda pieza a persona, de preferencia dama que trabaje afuera, que llegue de noche y que no tenga hijos, que ojalá sea invisible. Invisible como esa persona, se lee la ciudad.

Los edificios de caracol de los años ochenta eran el equivalente a lo que hoy son los malls. ¿Qué va a ocurrir en algunos años con esos galpones que hoy se llaman malls? Quizás van a ser fantasmas en los que sólo se va a sentir el golpe y eco de las tablas de skate sobre el suelo; quizás alguno sea ocupado por alguna iglesia protestante o se convierta en sede del Hogar de Cristo. Alguno va a ser ocupado por karatekas y basketbolistas en un programa de rehabilitación de las hordas de adictos y marginados que van a constituir un porcentaje peligrosamente importante de la población. Puedo sentir el sonido del deporte resonando, con acústica de baño, el sonido de los balones de basket en el piso o cómo cuentan en japonés hasta diez. O tal vez sean simplemente desarmados, cuando toda transacción se realice vía Internet. En “Chain” de Jem Cohen se ve a una joven mendiga durmiendo en uno de esos asientos de esos juegos bulliciosos que simulan un auto de carrera.

Uno repara en esas rejas de metro que dan a espacios vacíos. A veces uno camina por sobre esos espacios para disfrutar un poco el vértigo, o preguntándose si es absolutamente seguro pisar eso. Pero también preguntándose por las cosas que caen ahí abajo, haciendo un catálogo mental de ellas. En el exacto cortometraje de Jem Cohen, quien alguna vez nos visitara en el Sanfic, se muestra cómo en Nueva York hay pescadores de cosas en esas rejillas. Indigentes que usan un hilo de pescar con un imán a un extremo y “pescan” metales y cosas que caen ahí abajo.

Luego, junto a otras cosas rescatadas de la basura,  las ordenan en un paño o en un cartón, como los “coleros” de las ferias de frutas y verduras en Chile. “Lost book found” de Jem Cohen es una gema que encontré en la web hurgando como los pescadores en esas rejillas. En alguna ocasión, a mi ex mujer y a mí se nos pasó por la cabeza llevarnos a un niño huérfano a la casa. Él jugaba con un cordel y un gancho a rescatar cosas de una alcantarilla muy profunda o de lugares ciegos del Metro. Le preguntamos al niño si había tenido éxito en su hazaña de recuperar no sé qué tesorillo absurdo, como decía Lihn, como esos detonadores de granada por ejemplo que traen las cervezas en lata. Luego nos referíamos a ese recuerdo como El Martín Pescador.

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