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Opinión

2 de Diciembre de 2011

Retrato

A veces usa un gorro de lana boliviano con ponpón y orejeras. A veces un sombrero de lona verde con las alas chuecas, como de militar salvadoreño, por decir algo. A ese sombrero le cuelga un cordel de los que se ajustan a la barbilla. Casi todo su atuendo proviene de los locales de ropa […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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A veces usa un gorro de lana boliviano con ponpón y orejeras. A veces un sombrero de lona verde con las alas chuecas, como de militar salvadoreño, por decir algo. A ese sombrero le cuelga un cordel de los que se ajustan a la barbilla. Casi todo su atuendo proviene de los locales de ropa usada de San Antonio: los pantalones con bolsillos a la altura de las rodillas, la chaqueta de cuero gastado, no sé si las camisas y las camisetas que se le asoman por entre los botones. Últimamente se le ve con zapatones de caña alta, de esos que se amarran con kilómetros de cordones hasta bien entradas las pantorrillas. Los sweteres son de lana gruesa y cuellos gruesos. La lana natural da casi siempre como resultado unos chalecos parecidos. Los de él, eso sí, no son del tipo colorinche nortino, sino más bien de un sólo tono crudo.

Tiene el pelo desordenado, o planificadamente desordenado. Esta es una característica de Nicanor: ninguno de sus desórdenes se dan así como así. Imagino que si una mañana, por obra del diablo, amaneciera lustradito y bien peinado, sería capaz de pasar el tiempo que fuera necesario desarreglándose frente al espejo. En este sentido, como en otros muchos, es joven. Lo estático y fijo, lo que tiene su lugar demasiado claro, lo compuesto y acabado, lo establecido, lo que debe ser, lo incomoda. Por estos días de pronto me ha dado la impresión de que su mismo desparpajo comenzara a cansarlo, quizás porque ya lo siente un poco quieto, quizás porque ya jodió lo que tenía que joder a los señoritos y ahora le estuvieran viniendo unas ganas irreprimibles de mandar a freir monos a todos esos contestatarios que se lo tomaron demasiado en serio.Lo que afirma Nicanor no pretende ser definitivo, sino una historia que cambia siempre, un cuento sin final, un juego con reglas hechas para ser rotas unas vez que el código las ha petrificado.

Parra se actúa a sí mismo y como es tantos Parra como minutos pasen, su personaje es casi todos los personajes del gran teatro del mundo. Algunos, claro, le cuestan más (precisamente aquellos demasiado librescos), pero a fin de cuentas son todos posibles. De esto proviene su atracción por el lenguaje hablado.

Nadie representa tan bien un papel como aquel que es el papel mismo. Cada tipo que deambula es el personaje perfecto de sí. Y el antipoeta no es la voz del pueblo, sino la voz del individuo. “Me respondió una voz: / Yo soy el individuo”. Ultimamente a Nicanor le ha dado por invitar pájaros a su balcón. Les pone migas en la baranda y los espera sentado en una silla, por lo general junto a una taza de té y a un par de esos cuadernos de hojas blancas que va llenando mientras tanto con el recuerdo de frases escuchadas o por escuchar. Le encanta anotar lo que alguna princesa plebeya le dijo por ahí. Pero no llega cualquier pájaro.

No llegan canarios ni cuculies, ni siquiera llegan palomas. Sólo gorriones y tordos. Gorriones grises de mechas paradas que bien mirados recuerdan a los cumas del litoral, esos de polera sin mangas y equipo modular al hombro, abacanados, orgullosos, parados en la hilacha. Y se quedan mirando mutuamente. A continuación, el gorrión recoge las migas y parte, sin decir adios ni esperar que el otro se lo diga. Nicanor se lleva las manos a los ojos y exclama: “¡qué más se puede pedir! ¿lo viste?” Sir Nica se levanta harto tarde. Él dice que en esto, el ácido arcórbico y la dieta de agua y manzanas para el malestar estomacal son lo que lo mantienen en tan buen estado. No fuma, es más, es asmático. Pero come de todo. Hasta hace poco, en su casa de Las Cruces no faltaba nunca un arrollado en la mesa, uno que él aseguraba que era de los mejores de Chile y que se vendía casi a la vuelta de la esquina. La última vez que lo vi, sin embargo, no había arrollado. Algo poco claro me dijo al respecto, pero todo indica que con el tiempo cayó en la cuenta de que no era lo perfecto que creía. Todo indica que se intoxicó una tarde. Y él cambió de parecer. A Parra, y en ello radica buena parte de su filosofía, no le cuesta cambiar de parecer. Duda ya mientras convence, y si el otro se convence, tarea suya sera convencer a Nicanor de lo que él mismo lo convenció. Pero decía que se levanta harto tarde, de manera que sus mañanas duran hasta eso de las cuatro. El hambre arrecia en torno suyo, mientras él habla del logos, de cómo todo se arruinó con Homero, de las elecciones norteamericanas, de los candidatos de La Concertación, de Hamlet, de Lear, de lo que le dijo no recuerdo qué jardinero cuando lo acusaron de cornudo: “a mí solo me importa que mis cabros me digan papa”. Festeja el acierto y lleva el asunto a la Sagrada Familia, y entonces José el carpintero dialoga en su cabeza con el jardinero, al tiempo que él recita en voz alta unos versos de cristiano viejo: “José mira a María. María mira a José. Y el niño desde la cuna soríe mirando a los tres”. “¡Sonríe mirando a los tres!, exclama a continuación, ¡lo importante es la familiaaaa!”. En un poema de por ahí le recomienda al pre candidato Flores aplicar la “corrupción sustentable”, según él, el único proyecto político serio. Y no está chisteando. A Parra no le vienen con idealismos baratos. No le interesan los que dicen lo que tiene que decirse. La realidad parece fascinarlo. Lo complejo, lo sin respuesta, el vamos viendo antes de la contestación definitiva, eso es lo suyo. Es orgullosamente chillanejo, y hasta se preocupó de averiguar que el patronímico éste significa “mañoso”, o algo por el estilo. Los chillanejos, si se le hace caso, son jodidos. Se tiran tallas filudas, pero lo bastante graciosas como para que el atacado no pueda enojarse sin pasar por bobo. Nicanor no va de frente, va de lado, sorteando la realidad, sin perderse ni en los alardes fanáticos ni en la pedantería disfrazada de los que creen saber a ciencia cierta cómo deben ser las cosas. Tiempo atrás me preguntó lo siguiente: “¿Tú crees que el mundo es pensable?” Yo le contesté que no. “Yo tampoco”, me dijo él. Y a continuación me invitó a entrar por los laberintos de la física y otras melcochas, para terminar acordando que si todo lo que sube, baja, es únicamente porque todavía ninguna cosa con peso se ha quedado arriba. Pero vaya a saber uno. Se sorprende con los niños. Con los de menos de cinco años, porque después los amansan, les meten el Manual de Carreño en la mollera, ése que llevado a nivel cósmico señala todo lo que debe ser, todo lo que debe pensarse, lo que debe amarse y cómo, lo bueno y lo malo, y que hace añicos la espontaneidad de niños como su nieta Lina Paya, a la que jura que nunca le ha podido meter un gol. “Abuelo, le dice ella, dibújame un gato. Yo le pongo la cola.” Nicanor, baboso, se lo dibuja. Ella toma el lápiz y, a partir de la cola, raya todo el dibujo. “Ahora, abuelo, le dice, dibújame un perro”, y él se agarra la cabeza a dos manos, festejando el acierto de su nieta por encima de cualquier hallazgo cartesiano. El anti poeta es Chillán pasado por Oxford. Es todos los libros leídos a la sombra de un limonero, o de un pimiento, o de una cueca sin remilgos ni academias a la vista. En su mesa, y no en la de ellos, están Shakespeare, Newton, Kafka, Homero, Prigogine, Rimbaud. Más los vecinos del barrio. Más Neruda y Huidobro. Especulo que con Neruda se entendían finalmente mucho más de lo que se nos quiere convencer. Mal que mal, eran de la misma zona y tenían apenas diez años de diferencia. “¡Qué cosa más ridícula! Pensar que hay adultos que escriben libros para niños, cuando son los niños los que deberían escribir libros para adultos”. Y vuelve a contar una historia de la Lina Paya: “Un día le pregunté, queriendo por fin pillarla, si se acordaba del momento en que nació. Sí, me dijo ella. ¿Y cómo fue?, la contra interrogué, seguro de que ahí sí que la tenía en mis manos. No te digo” , le esputó ella, cerrando el interrogatorio para siempre. Dicho sea de paso, Nicanor tiene una inmensa obra sin publicar. No para nunca de escribir. Tiene cuadernos por todas partes y por ellos se pasea disimuladamente un mismo poema retocado mil veces, con cambios míseros, en ocasiones exactamente igual, como si lo estuviera rumiando, murmurándolo una y otra vez a la espera de que cuaje en un molde lo bastante blando como para encontrar su lugar en todas las épocas. ¿Y por qué no los publica? Porque al antipoeta no le vienen con cuentos. Porque para hacerlo cobra lo que sabe que cuestan. Una vez me aseguró: “Yo no soy poeta. Soy un businessman”. “ Si a Clinton le pagan 5 millones de los grandes por sus memorias, ¿por qué a mí menos?” Y de ahí no se mueve. Pero sólo aparentemente, porque a las finales se mueve. Nicanor sabe perfectamente de dónde es, quiénes son sus amigos reales e imaginarios, en qué minuto la tarifa ya no tiene nada que ver con pesos más o menos. Nicanor es de los nuestros. No lo hacen leso. Prefiere conversar con gorriones y tordos que con papagallos colorinches. Es vivaracho, habiloso, macuco. No da puntada sin hilo. Es poeta, pero no huevón.

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#antipoema#Parra#poeta

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