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Opinión

23 de Enero de 2012

“Los frailes también se metían con las putas, mijita”

Cuando era joven, el poeta Gonzalo Rojas conoció burdeles del norte y del sur de Chile. Allí, aprendió “la vida torrencial”, en casas de remolienda donde no existía el Sida y todos eran iguales. De esos años salió su poema “Perdí mi juventud”, en que narra el día en que llegó a buscar a su “máquina del placer” a un prostíbulo y la encontró muerta, velada por sus compañeras. Revivimos una de sus mejores entrevistas, publicada en 2006.

Archivo The Clinic
Archivo The Clinic
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Por Catalina May
Cuénteme cómo fue que usted perdió su juventud en los burdeles.
-Tú sabes que la literatura tiene mucho de ficción, por eso en inglés se dice fiction. Por otra parte responde a alguna semi experiencia o realidad.

Hablemos de esa semi realidad, entonces. Usted en su juventud andaba por el norte, por Valparaíso…
-En general fui un vagamundo, que es una palabra muy hermosa, no vagabundo. Allá por los 17 efectivamente fui al norte y viví un año entero en la zona de las pampas salitreras, en Iquique y todo ese lado. Y claro, en esos años los muchachillos dialogamos con las putidoncellas. Pero no solamente habré visto algunas chiquitas en los nortes, sino en el mismísimo Concepción. Ahí empezó la mocedad mía se podría decir.

¿Cómo era ese mundo?
-No tenía la suciedad ni la vulgaridad que la gente presume. Era claro un riesgo entrar en juego con estas muchachitas, que a veces eran mujeres crecidas también, porque por ahí andaban las posibilidades de un contagio. No había Sida, ese asco actual que sobreabunda y que tienen los pitucos y no pitucos de este mundo. En ese momento había sífilis, que venía de lejos. También había otras suciedades que dicen relación con la piel. Palabras feas, ble-no-rra-gia, ¡qué asco! Hacía siglos que no me acordaba de esa palabra. En torno de los veinte años, en los nortes o en los sures, es lo mismo, uno concurría a estas casas de remolienda, -qué palabra fea-, no solamente por la línea de lo carnal. También había diversión en grande. Era gracioso ver como allí se juntaban lo mismo los ricachos que los que no tenían nada. Porque las niñas tenían gracia, o no tanta algunas veces, pero la fiesta era fiesta. Iluminada un poquito por el alcohol, no excesivo tampoco, no eran borracherías. Se bailaba y había un jolgorio, una especie de encanto en esa diversión que no tenía nada que ver con lo cultural. Era lo que se llama placer, mijita.

¿Cómo eran las “putidoncellas” con que usted se encontró?
-Yo me acuerdo de unas pobres cabras que me habré encontrado por ahí y ellas siempre le contaban a uno sus percances, sus pequeños episodios, sus situaciones personales, que las llevaron a esa condición prostibularia. Casi todas contaban el mismo cuento: desdichas familiares y pobreza, mijita, si esa es la madre del cordero, ¡la pobreza! También le relataban a uno a qué iban los hombres, sobre todo los mayores: a contar también sus desencuentros con sus hembras mujeres, con sus señoras casadas por las siete cuerdas de la sociedad.

¿Qué le enseñaron las putidoncellas, don Gonzalo?
-¡La vida torrencial pues, mijita querida!

¿Qué se conversaba en esas noches de burdeles?
-Se bailaba, se decían vulgaridades, no tanta procacidad, se hablaba como se habla hoy día: las mismas tonterías que usan los chicos y las niñas del día de hoy, del año 2006 de la era de Cristo, cuando van a tomar sus tragos o cuando, drogadícticos como son, se arrejuntan y dialogan sus porquerías. El mismo juego.

Pero hoy no existen esos burdeles…
-Supongo que hoy día no tiene vigencia esa especie de orden monástico. Y digo monástico porque había cierta religiosidad en esa concupiscencia que era muy divertida. Y los frailes también se metían con las putas mijita, así que no nos hagamos ilusiones. Los frailecitos se sacaban su sotanita, no llegaban con ella, pero lo más bien que entraban en diálogo y en un juego ¡fuerte! con las putidoncellas en sus catres. Yo me acuerdo de eso. Y nadie se escandalizaba. Esa era la parte hermosa del baile, que no había escándalo.

Pero si le hubiera contado a su familia que iba a estos lugares ¿no se habrían escandalizado?
Bueno, si uno contaba de cuna de ratas que frecuentaba, sin duda se indignaban con el ¡pobre muchacho descarriado! Qué iba a ser descarrilamiento, si era una costumbre que venía de lejos y no del siglo XX, donde yo viví mi juventud, sino en el 19, en el 18, en el 15, en el 14 y en todos los siglos.

¿Qué hay de literario en ese mundo que hace a los poetas, a usted, recurrir a él?

-A mí no se me daba jamás aquello como un sitio pecaminoso. Ese asco que se llama pecado, esa conciencia equívoca de la culpa, esa no me funcionó nunca, aunque yo no era un gran frecuentador de burdeles. Cuando yo digo “Perdí mi juventud en los burdeles”, es una frase muy dura y muy fuerte. Y luego se le dice a la putilla: “Pero no te he perdido ni un instante, mi bestia”. Decirle a una muchacha bonita de la que uno aparentemente está prendado o encantado por lo menos en el momento del fornicio, decirle bestia, era muy duro, pero es a la vez muy fresco y muy sano y muy lozano. Esa lozanía de Gonzalo Rojas fue la que le dio gracia a un juego poético mío, en el que se combina y dialogan lo sagrado con lo carnal. A mí se me dio siempre eso.

¿Qué pasajes literarios recuerda cuando hablamos de este tema?
-Baudelaire, que es un padre mayor, un fundamento de la lírica del siglo XIX. En su libro “Las flores del mal”, te encuentras con un muchacho que escribió sobre aquello. Y no era ningún pecado, ¡esa palabra hay que abolirla! Toda esa conciencia de culpa era una auto trampa, porque, como te digo, incluso los llamados “no pecadores”, los oficiantes de las iglesias, iban a parar a las casas de putas igual. Charles Baudelaire es un hombre mayor en el gran juego de la poesía erótica. Una eroticidad que no es mera sensualidad sensoria, aburrida, de piel. En él también se daba el animal agazapado, pero religioso. Si este jueguito de las putas tiene que ver con lo sagrado y si no, con lo oscuro, secreto y precioso del inconsciente.

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