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Opinión

5 de Abril de 2012

Un ejército anti “rarezas”

Cuando joven, digamos, durante los años 80, conocí una iglesia católica tan pero tan distinta de la actual, que me cuesta incluso dar con sus puntos de encuentro. Creen, dirán, en el mismo Dios, pero eso no vale nada, porque todo quien crea en un Dios, necesariamente cree en el mismo. Allá él las características […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Cuando joven, digamos, durante los años 80, conocí una iglesia católica tan pero tan distinta de la actual, que me cuesta incluso dar con sus puntos de encuentro. Creen, dirán, en el mismo Dios, pero eso no vale nada, porque todo quien crea en un Dios, necesariamente cree en el mismo. Allá él las características que le adjudique. Para muchos de esos cristianos que conocí, lo central de su credo era que Dios se había hecho hombre, y si alguien lo quería buscar, era en el prójimo donde más vivamente se le podía ver. Poquísimos de ellos se conmovían de verdad con la naturaleza. En medio de un bosque de alerces y lengas, se encandilaban con el campesino. Dios era el hombre. Un hombre sufriendo significaba una herida en la humanidad. Probablemente acontecieran turbiedades que mis ojos adolescentes nunca descubrieron, pero no parecían obsesionados con el sexo. Una pareja podía besarse con entusiasmo delante de ellos. No tuve ocasión de experimentar qué sucedía si pasaban a mayores. Quiero pensar, en todo caso, que no hubiera habido escandalera. Por esos años los militares allanaban las poblaciones. Se hacían ollas comunes. Las capillas servían como centros de reunión a la hora de organizar la resistencia.

El tema no era la discriminación, sino los perseguidos. Entonces, el equivalente a los neonazis que mataron a Zamudio, trabajaban para el Estado. Los curas eran los grandes protectores de los despreciados por el poder. Se suponía que Jesús había sido pobre y estaba siempre junto a los que sufren. No tenía nada de juez. El Vaticano y los dogmas morales o teológicos quedaban muy lejos. El amor (“Amor, amor, ¿dónde oí esa palabra antes?”) era su embrujo. Mariano Puga, si mal no recuerdo, fue vecino de unas prostitutas. América Latina, tenía, en el fondo, una iglesia propia. Su catedral: la pobreza, los marginados, los entumidos. Pero llegó el polaco Wojtyla, decapitó la Teología de la Liberación con el derrumbe del comunismo como música ambiental, mientras en Chile recuperábamos la democracia.

El triunfo del NO fue también una victoria cristiana, por mucho que a otros cristianos les moleste. Pero de pronto se llenó de obispos momios, lechosos, aparentemente muy preocupados del aseo personal. Se habló de crisis moral y se constituyeron en un ejército anti divorcio, anti tetas, anti condón, anti píldoras, anti derechos homosexuales, anti aborto, anti “rarezas”. Los curas de las poblaciones dejaron de ser las estrellas y se perdieron en la noche oscura. Tanta pasión por la pureza terminó convirtiendo a la iglesia en un mierdal. Quizás siempre lo había sido, pero en esa de la que yo hablo primaba la comprensión. Los curas como Karadima ya entonces pertenecían a otro bando: mucho sobajeo de rosario, mucha verborrea, mucho colegio caro, mucho pecado de la carne y pocaza conciencia social.

Algunos de ellos, seguramente, se calentaban predicando contra el sexo natural, para luego aprovecharse de sus investiduras y darle curso a sus perversiones en las sacristías y los confesionarios. Más allá de lo que diga la doctrina, y del hecho indiscutible de que el Cristianismo, como institución, ha sido a lo largo de su historia un protector de prejuicios discriminatorios (¿habrá que recordar a la Santa Inquisición?), nunca han faltado en sus huestes los que superponen la divinidad de la dignidad humana a cualquier principio de la ortodoxia. Esos hoy padecen y pasan vergüenza. Como laten junto a la comunidad, saben lo que la comunidad piensa. Me cuentan que el Domingo de Ramos, no fueron pocos los que abuchearon una procesión céntrica.

El arzobispo Ezzati -al que Rolando Jiménez, cabeza del MOVILH, trató de mentiroso-, ha manifestado sus temores de que bajo el sombrero de la ley antidiscriminación, se esconda el trazado de conquistas mayores e igualdades insoportables. Esto, mientras la población reclama a boca de jarro que a cualquiera se le reconozca el derecho a ser feliz.

La gloriosa iglesia católica pasa por un pésimo momento: anda buscando pajas en el ojo ajeno, mientras la ciega una viga del porte de un buque. ¿Cómo se atreven a joder tanto, si saben perfectamente que son muchísimos los sacerdotes homosexuales? Mis amigos curas de antaño, estarían cuidando las heridas de los golpeados y gritando a los cuatro vientos que, siendo sinceros, no puede haber beso malo. ¿Por qué no se atreven hoy a proclamarlo? Los defensores del amor (qué palabra más difícil de pronunciar), han sucumbido ante la fuerza de sus policías. Los compadezco.

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