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LA CALLE

19 de Abril de 2012

“Hola mi nombre es Oscar Lucero i les tengo una pregunta”

Por

Fotos: Alejandro Olivares

Por Santa Rosa, entre acererías y fábricas de extintores, entre locales de tornos y hojalaterías, se pueden encontrar las señales de ruta de un sujeto que se hace llamar, sin más, Oscar Lucero. “Hola mi nombre es Oscar Lucero” es lo que se puede encontrar en una gran cantidad de postes de luz, muros y bermas por todo el cordón industrial de Santa Rosa, entre el segmento de lo que comprende la Avenida Salvador Allende por el sur y la Municipalidad de San Joaquín por el norte, en donde La Legua Emergencia es el punto en el que concéntricamente se expanden como abandonos cada uno de estos escritos, los cuales, con arcaica caligrafía y valiéndose de pintura al agua o sencillos plumones, invaden los sectores donde las fábricas abandonadas se oxidan:

“Hola mi nombre es Oscar Lucero
ebisto auna pelsona que murió
ase un año 3 mese atra
la ebisto viva en el año 2002
opor lomeno se paresia
que creen ustede
que era ono?”

Así, ajustando su escritura al habla, Lucero sorprende en las calles menos transitadas, en porosos muros que difícilmente servirían para un grafiti de AISLAP o AGOTOK, predominantes grafiteros de la zona, y en donde sus escritos entablan un diálogo estrecho con la arquitectura tosca de galpones abandonados, de autos sin ruedas sostenidos por ladrillos, donde hombres en triciclos abandonan colchones y cachureos invendibles:

“Hola mi nombre es oscar lucero
i les tengo una pregunta
ustedes an vivio algo como esto
mepaso ene laño1993
cuando llo estaba durmiendo
en la abenia Isabel riquelme
icomo ala hora
delas cuatro de lama ñana
enpese aoil una vos
i esta vos menombro
5 veces el nombre
ilas beses esta vos
menombraba el nombre
era como que sime
estuviera prebiniendo
de algo iala bes tan bien
era como que mintindome desil
llapoo lebantate
tenis auno inbitao
cuando llo me lebante
para bel quien era
el que me nombraba el nombre
llano vi a nadie
nide selca nide lejos…”

Hay un algo que se conjuga entre estas calles y la escritura de Lucero. Algo más allá de la escritura esquizoide de un nuevo Divino Antricristo rodeado de hipsters que le ayudan a sobrevivir comprándole sus fotocopias por Lastarria. El circuito por donde Lucero escribe, por donde se abandona con textos que apelan directamente a un lector callejero, estremece. Encandila de una manera enfermiza, haciendo pensar quizá en una especie de profeta en el desierto, un Antonio Conselheiro convenciendo a los más desesperados de emprender la Guerra Santa contra todo.

“Hola mi nombre es oscar lucero
iles tengo una pregunta
ustedes saben loque significa
una marca belbal
numero de ombre
supueltamente esta marca belbal
la polta el demonio
el ilos sullo señora
oquen sea queme escuche
estas palabras escrita
auque ustedes nolo crean
nosotros tan bien poltamo
con una marca belbal numero de ombre
si ustedes me preguntaran
ami lucero icual creis tu
que sea la marca que poltamo
supuelta mente nosotros
llo les respoderia nose cual sea
la marca del demonio
ide los sullo nila de ustedes
pero la mia es 10612345-4
pero con la diferencia
dela marca del demonio
ilos sullo ila de ustedes
quello tengo una sicatris
en el pies derecho
tengo dos operaciones
enla rodilla del mismo pies
una de 5 punto
y la otra de 11 punto”.

AL ENCUENTRO DEL LUCERO
La primera tarde que me decidí a recorrer en bicicleta todas las calles adyacentes a Santa Rosa en busca de más textos de Lucero, para así transcribirlos y hacer una especie de antología, me encontré con uno que indicaba una dirección que decía ser el hogar del escritor. Al acercarme a la calle señalada me encontré con “Juanito”, el vagabundo que el año pasado se hizo famoso al conocerse el video donde al interior de un furgón policial era golpeado y amenazado de muerte por los policías. A él le pregunté por Óscar Lucero. “Lo conozco, está loco ese gueón, mejor entrevístame a mí”, dijo, y me señaló la casa donde vivía su mamá. Ella estaba sentada junto a su hijo menor afuera de su casa, en aquellos estrechos pasajes de La Legua Emergencia. Les dije quién era y lo que buscaba. “Pero el Oscar no está ahora, él viene todos los días para acá a venderme cosas, cachureos, pero desde hace muchos años que vive en la calle”, dijo ella y, sentados ahí afuera, compartiendo tazas de agua con hielo, escuché fragmentos de la historia: Lucero vive en la calle desde los 16 años, ahora tiene 41. Es el hijo mayor de 6 y antes de nacer su madre perdió tres guaguas.

Desde adolescente comenzó a escribir a marejadas, primero rayando toda su pieza (donde dormía él y todos sus hermanos juntos) con interpretaciones de la biblia, y en donde llegó a rayar hasta el mismo techo. Después comenzó a escribirse en los pantalones, en sus camisas, provocando el enojo y los retos de su madre: “la poca ropa que tenía más encima se la rayaba”. Su hermano menor cuenta que una de las rutinas de Oscar es sentarse en las plazas a mirar a la gente, lo que hacen, cómo se comportan y que nunca ha tomado micro o ingresado a un auto para ir a algún lugar, que siempre ha estado caminando. Ha tenido una sola polola, pero ésta le quemó la pieza donde vivían y hasta allí llegó la relación. “A veces, cuando está lúcido, llega y me cuenta sus historias, que escucha perros que le hablan, que le advierten cosas, yo lo escucho no más, después de todo es mi hijo, qué le voy hacer”, me dice su madre.

Al caer la tarde se escuchan unos balazos y me hacen entrar al living, “es que de repente rebotan las balas”, me advierten. Es en este momento cuando aparece Oscar Lucero, que entra a la casa mirando el suelo, como buscando algo. Su hermano le dice que yo quiero hablar con él, hacerle algunas preguntas. No responde. Mira el suelo, recoge una colilla de cigarro. “Pero responde po culiao, el socio viene de lejoh pa hablar con voh”. Me mira, vacío. “Es que estoy muy ocupao, tengo que hacer muchas cosas”, nos dice, y se va. Su hermano me señala que no insista, que cuando anda con la “gueá” ni su madre lo puede hacer hablar. “Yo amo caleta a mi hermano, ahora soy el que lo cuida, el que le da comida, pero una vez, de puro loco, de la nada, le pegó tres puñaladas a mi viejo, ahí fue la primera vez que le saqué la chucha”, me dice, apoyado en un bastón debido a tres balazos en sus piernas, el hermano menor de Lucero. “Creo que todo lo que escribe mi hermano es lo que pasa de verdad en la población, porque igual es difícil de entender todo lo que él ha vivido, yo creo que escribe porque no entiende muchas cosas”.

Me voy de La Legua pensando que en la postura de Lucero hay un jugar en las sombras, de lanzar una pregunta que quizá raya en la nobleza de la más ingenua postura poética, la del intento de crear en el abandono urbano un lazo intangible, con el lector casi imposible: “¿Ustede an vivio algo como esto?” Quizá los vecinos de La Legua, por donde más abundantemente habitan los abandonos (¿dirías los poemas?) de Lucero, cuya militarización, instaurada día y noche por parte de carabineros armados con cascos de guerra y metrallas, puedan responder. Y responder de la manera que puedan y quieran, aprovechando los medios más a mano con los que puedan atacar, ya que “un atentado contra la sintaxis puede ser visto por los censores de turno como una transgresión a la moral establecida y con razón, aunque existan, naturalmente, censores, analfabetos, indiferentes a los desórdenes gramaticales, pero, en general, celosos celadores que prohíben a los oprimidos escribir palabras feas”, como escribió Enrique Lihn hace más de 20 años en una crónica recopilada en “El circo en llamas”, quizá en un posible prólogo a los Luceros abandonados en cada muro de la ciudad.

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