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Opinión

30 de Mayo de 2012

Por qué la revolución no será tuiteada

Por Malcolm Gladwell para Revista Malpensante A las 4:30 de la tarde del lunes 1º de febrero de 1960, cuatro universitarios se sentaron en la cafetería Woolworth en el centro de Greensboro, en Carolina del Norte. Cursaban su primer año en la Universidad Estatal de Agricultura y Tecnología de Carolina del Norte, una universidad de […]

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Por Malcolm Gladwell para Revista Malpensante

A las 4:30 de la tarde del lunes 1º de febrero de 1960, cuatro universitarios se sentaron en la cafetería Woolworth en el centro de Greensboro, en Carolina del Norte. Cursaban su primer año en la Universidad Estatal de Agricultura y Tecnología de Carolina del Norte, una universidad de negros, a un kilómetro y medio de distancia.

–Quisiera una taza de café, por favor –le dijo uno de los cuatro, Ezell Blair, a la camarera.
–Aquí no atendemos negros –contestó ella.

El mostrador de la cafetería Woolworth era una barra en forma de L en la que podían sentarse 66 personas; había además una barra de pasabocas ubicada al extremo, donde solo se podía estar de pie. Los asientos eran para blancos. La barra del extremo para negros.

Otra empleada, una mujer negra que trabajaba en la cocina, se acercó a los estudiantes y trató de advertirles que se fueran. “Se están comportando como idiotas, ignorantes”, dijo. No se movieron. Alrededor de las 5:30 de la tarde las puertas de la tienda se cerraron. Ninguno de los cuatro se movió. Finalmente salieron por una puerta lateral. Afuera, una pequeña muchedumbre se había reunido, incluido un fotógrafo del Greensboro Record. “Volveré mañana con toda la universidad”, dijo uno de los estudiantes.

A la mañana siguiente, la protesta había crecido a veintisiete hombres y cuatro mujeres, la mayor parte perteneciente a la misma residencia estudiantil de los cuatro iniciales. Los hombres llevaban traje y corbata. Los estudiantes habían ido con sus tareas y estudiaban sentados en la barra. El miércoles se sumaron alumnos de Dudley High, la escuela secundaria negra de Greensboro, y el número de manifestantes aumentó a ochenta. Al llegar el jueves, ya eran trescientos, incluidas tres mujeres blancas de la universidad. El sábado, la multitud sentada había llegado a seiscientos y se había extendido hasta la calle. Adolescentes blancos hacían ondear banderas confederadas. Alguien tiró un petardo. Al mediodía, llegó el equipo de fútbol americano de la universidad: “Ahí viene el equipo de demolición”, gritó uno de los estudiantes blancos.

El lunes siguiente, las sentadas se habían extendido a Winston-Salem, a 45 kilómetros de distancia, y Durham, a 90 kilómetros. El martes, estudiantes del Fayetteville State Teachers College y del Johnson C. Smith College, se les unieron, seguidos el miércoles por estudiantes del St. Augustine’s College y la Universidad de Shaw. El jueves y el viernes, la protesta cruzó las fronteras del estado, emergiendo en Virginia, en Carolina del Sur y Tennessee. A fin de mes, había sentadas en todo el sur, incluso en lugares tan al oeste como Texas.

“A cada estudiante que me crucé le pregunté cómo había sido el primer día de sentadas en su campus”, escribió en la revista Dissent el politólogo Michael Walzer. “La respuesta era siempre la misma: ‘Fue como una fiebre. Todo el mundo quería ir’ ”. Finalmente, acabaron participando alrededor de 70.000 estudiantes. Miles fueron arrestados e incontables más judicializados. Estos hechos ocurridos a principios de los sesenta se convirtieron en una guerra por los derechos civiles que arrastró al sur durante el resto de la década –y sucedieron sin email, mensajes de texto, Facebook, ni Twitter–.

El mundo, nos dicen, está en medio de una revolución. Las nuevas herramientas de los medios de comunicación social han reinventado el activismo. Con Facebook, Twitter y similares, la relación tradicional entre la autoridad política y la voluntad popular ha sido alterada. Gracias a estas herramientas los que no tienen poder cuentan con la facilidad de colaborar, coordinar y expresar sus preocupaciones. Durante la primavera de 2009, cuando 10.000 manifestantes se tomaron las calles de Moldavia para protestar contra el gobierno comunista de su país, la acción fue llamada “revolución Twitter”, por el medio que había reunido a los manifestantes.

Unos meses después, cuando las protestas estudiantiles estremecieron a Teherán, el Departamento de Estado iraní dio el inusual paso de pedir a los directivos de Twitter que suspendieran las reparaciones que tenían previstas para su sitio web, porque el gobierno de Irán no quería que esa herramienta crítica quedara fuera de servicio en el momento álgido de las manifestaciones. “Sin Twitter el pueblo de Irán no se habría sentido con suficiente poder o confianza como para alzarse por la libertad y la democracia”, escribió Mark Pfeifle, un antiguo asesor de seguridad nacional, después de que se nominara a Twitter para el Premio Nobel de la Paz.

Si antes los activistas se definían por sus causas, ahora se definen por sus instrumentos. Los guerreros de Facebook se ponen en línea para promover el cambio. “Ustedes son la mayor esperanza para todos nosotros”, declaró James K. Glassman, un antiguo alto funcionario del Departamento de Estado norteamericano, a un grupo de ciberactivistas en una conferencia reciente patrocinada por Facebook, AT&T, Howcast, mtv y Google. “Sitios como Facebook”, declaró Glassman, “le dan a Estados Unidos una ventaja significativa sobre los terroristas. Hace tiempo dije que Al Qaeda estaba comiéndonos en internet. Ya no es así. Al Qaeda se ha quedado en la Web 1.0. Internet ahora es interactividad y diálogo”.

Ésas son afirmaciones tajantes pero confusas. ¿Qué importa quién se come a quién en internet? ¿Es la gente que ingresa a su página de Facebook la gran esperanza para nosotros? En lo que respecta a Moldavia y su llamada “revolución Twitter”, Evgeny Morozov, un académico de Stanford que ha sido el más persistente de los críticos del evangelismo digital, señala que Twitter tuvo una importancia interna marginal en un país en que existen pocas cuentas de esta red social. Tampoco parece haber sido una revolución en sentido estricto, al menos porque las protestas –como sugirió Anne Appelbaum en The Washington Post– bien podrían haber sido un montaje preparado por el gobierno. (En un país temeroso del revanchismo rumano, los manifestantes izaron una bandera de Rumania en lo alto del edificio del Parlamento.) Mientras en el caso iraní, la gente que tuiteaba sobre las manifestaciones estaba casi toda en Occidente.

“Es hora de aclarar el papel de Twitter en los sucesos de Irán”, escribió Golnaz Esfandiari el verano pasado en Foreign Policy. “No hubo una revolución Twitter en Irán”. Según Esfandiari, todos los prominentes blogueros –con la estrella de las redes sociales, Andrew Sullivan, a la cabeza– malinterpretaron la situación. “Los periodistas occidentales que no podían –o que ni siquiera intentaban– tener contacto directo con la gente en Irán simplemente buscaron entre los tuits publicados bajo la etiqueta #iranelection. A nadie pareció interesarle saber por qué la gente que trataba de organizar protestas en Irán escribía en cualquier otro idioma que no fuera el persa”.

Parte de esa rimbombancia era de esperarse. Los innovadores tienden al solipsismo. A menudo quieren embutir cada hecho y experiencia dentro de su nuevo modelo. Como escribió el historiador Robert Darnton: “Las maravillas de la tecnología de la comunicación en el presente han producido una falsa conciencia con respecto al pasado; incluso la idea de que la comunicación carece de historia, o no tiene nada importante que considerar antes de los días de la televisión e internet”. Pero hay algo más ahí, en el sobredimensionado entusiasmo hacia las redes sociales. Cincuenta años después de uno de los más extraordinarios episodios de cambio social en la historia de Estados Unidos, parecemos haber olvidado la esencia del activismo.

Greensboro a principios de los sesenta era el tipo de lugar en el que la insubordinación racial se enfrentaba a diario con la violencia. Los cuatro primeros estudiantes que se sentaron en el mostrador estaban aterrorizados. “Supongo que si alguien hubiera llegado por detrás y gritado ‘¡Buuu!’ me hubiera caído del asiento”, declaró uno de ellos más tarde. El primer día, el administrador de la tienda avisó al jefe de policía y éste envió de inmediato a dos agentes. El tercer día, un grupo de matones blancos se presentó en el mostrador y se ubicó detrás de los manifestantes, murmurando epítetos ominosos como “negros cabeciquemados”. Un líder del Ku Klux Klan apareció. El sábado, a medida que crecían las tensiones, alguien llamó con una amenaza de bomba, y toda la tienda tuvo que ser evacuada.

Los peligros eran aún más claros en el Proyecto del Verano de la Libertad de Mississippi de 1964, otra de las campañas del Movimiento por los Derechos Civiles. El Comité Coordinador Estudiantil No Violento reclutó a cientos de voluntarios blancos del norte para administrar las “escuelas de la libertad”, registrar votantes negros y promover la preocupación sobre los derechos civiles en el Profundo Sur. Se les instruyó: “Nadie debe ir a ninguna parte solo, sobre todo no en automóvil y desde luego nunca de noche”. Pocos días después de llegar a Mississippi, tres voluntarios –Michael Schwerner, James Chaney y Andrew Goodman– fueron secuestrados y asesinados. Durante el resto del verano, 37 iglesias negras fueron quemadas y docenas de casas francas bombardeadas; los voluntarios fueron golpeados, tiroteados, arrestados o perseguidos por camionetas llenas de gente armada. Una cuarta parte de los que estaban en el programa lo abandonaron. El activismo que desafía el statu quo –que ataca problemas profundamente enraizados– no es para los ánimos vacilantes.

¿Qué hace que la gente sea capaz de ejercer este tipo de activismo? El sociólogo de Stanford, Doug McAdam, comparó a los que abandonaron y los que se quedaron en el Verano de la Libertad, y descubrió que la diferencia clave no era, como cabría esperar, el fervor ideológico. “Todos los voluntarios –participantes y retirados por igual– resultaron estar sumamente comprometidos, educados en los objetivos y valores del programa”. Lo que más importaba era el grado de conexión personal del voluntario con el Movimiento por los Derechos Civiles. Todos los voluntarios tenían que dar una lista de contactos personales –la gente que querían mantener informada sobre sus actividades–, y los que participaron, a diferencia de los que abandonaron, eran más dados a tener amigos que también iban a Mississippi. El activismo de alto riesgo, concluye McAdam, es un fenómeno que supone fuertes lazos personales.

Esta constante reaparece una y otra vez. Un estudio de las Brigadas Rojas, el grupo terrorista italiano de los setenta, encontró que el 70% de los reclutas tenía por lo menos un buen amigo que ya hacía parte de la organización. Lo mismo vale para los hombres que se unieron a los mujaidines en Afganistán. Incluso acciones revolucionarias que parecen espontáneas, como las manifestaciones de Alemania Oriental que condujeron a la caída del Muro de Berlín, eran en su núcleo un fenómeno de fuertes lazos personales. El movimiento opositor de Alemania Oriental consistía en varios cientos de grupos, cada uno de ellos con alrededor de una docena de miembros. Cada grupo tenía un contacto limitado con los otros; en aquel momento solo el 13% de los alemanes orientales tenía un teléfono. Lo único que sabían era que los lunes por la noche, fuera de la Iglesia de San Nicolás en el centro de Leipzig, la gente se reunía para expresar su cólera contra el Estado. Y para discriminar entre quienes se presentaban, el elemento determinante eran los “amigos críticos”: cuantos más amigos tenías que criticaban el régimen, más fácil era que te unieses a la protesta.

Así, un dato crucial sobre los cuatro estudiantes del mostrador de Greensboro –David Richmond, Franklin McCain, Ezell Blair y Joseph McNeil– era la relación que tenían. McNeil compartía cuarto con Blair en la residen-cia Scott Hall. Richmond compartía cuarto con McCain una planta más arriba, y Blair, Richmond y McCain habían ido todos a la misma escuela. Los cuatro metían cerveza de contrabando en el dormitorio y hablaban hasta tarde en la habitación de Blair y McNeil. Los cuatro recordaban el asesinato de Emmett Till en 1955, el boicot de autobuses en Montgomery ese mismo año y el enfrentamiento de Little Rock en 1957. Fue McNeil quien propuso la idea de sentarse en Woolworth. Lo discutieron durante casi un mes. Entonces McNeil se presentó en el cuarto y preguntó a los otros si estaban listos. Hubo una pausa y McCain dijo, de esa manera que solo funciona entre quienes hablan hasta altas horas de la noche: “¿Qué, les da culillo o qué?”. Al día siguiente, Ezell Blair consiguió el valor necesario para pedir una taza de café porque estaba flanqueado por su compañero de cuarto y dos buenos amigos de la secundaria.

El tipo de activismo asociado con las redes sociales no es tal. Las plataformas de relaciones sociales están construidas en torno a lazos informales. Twitter es una forma de seguir a (o de ser seguido por) gente que tal vez nunca hayas visto. Facebook es una herramienta para administrar a tus conocidos, para mantenerte al día con gente con la que de otra manera no estarías en contacto. Es por eso que puedes tener mil “amigos” en Facebook, cantidad que nunca tendrías en el mundo real.

En muchos sentidos se trata de algo maravilloso. Hay fuerza en los lazos débiles, como ha observado el sociólogo Mark Granovetter. Nuestros conocidos –no nuestros amigos– son nuestra mayor fuente de ideas nuevas e información. Internet nos permite sacar provecho de esas conexiones distantes con maravillosa eficiencia. Es magnífico para la difusión de la innovación, la colaboración interdisciplinaria, para relacionar continuamente a compradores y vendedores, y para las funciones logísticas del mundo de las citas. Pero los lazos informales rara vez conducen a un activismo de alto riesgo.

En un libro reciente titulado The Dragonfly Effect: Quick, Effective, and Powerful Ways to Use Social Media to Drive Social Change, el asesor comercial Andy Smith y la profesora de la Escuela de Negocios de Stanford, Jennifer Aaker, cuentan la historia de Sameer Bhatia, un joven empresario de Silicon Valley que enfermó de una grave leucemia. Es el ejemplo perfecto de las fortalezas de las redes sociales. Bhatia necesitaba un trasplante de médula, pero no pudo encontrar un donante compatible entre sus parientes y amigos. Las posibilidades de compatibilidad eran mayores con un donante de su propia etnia, pero había poca gente del sudeste asiático en la base nacional de datos sobre donantes de médula. Así que el socio de Bhatia mandó un email explicando su problema a más de cuatrocientos conocidos, que a su vez reenviaron el email a sus contactos personales; se crearon páginas en Facebook y videos en YouTube para la campaña de ayuda a Sameer. Finalmente, cerca de 25.000 personas más se inscribieron en el registro de donantes de médula, y Bhatia encontró un donante compatible.

¿Pero cómo consiguió esta campaña que tanta gente firmase? Sin pedir demasiado de ellos. Es la única manera de conseguir que alguien que no te conoce en realidad haga algo por ti. Puedes conseguir que miles de personas firmen en el registro de donantes, porque hacerlo es muy fácil. Tienes que mandar una muestra de saliva de la parte interior de la mejilla y –en el improbable caso de que tu médula sea compatible con la de alguien que necesita el trasplante– pasar algunas horas en el hospital. Donar médula espinal no es una cuestión trivial. Pero no implica riesgo financiero o personal; no significa pasar un verano perseguido por gente armada en camionetas. No requiere que te enfrentes a normas sociales ni a prácticas de atrincheramiento. En realidad, es el tipo de compromiso que tan solo puede acarrear reconocimiento social y elogio.

Los predicadores de las redes sociales no comprenden esta diferencia; parecen creer que un amigo de Facebook es lo mismo que un amigo de verdad, y que firmar en el registro de donantes de Silicon Valley es activismo en el mismo sentido que haberse sentado en un mostrador segregado en Greensboro en 1960. “Las redes sociales son particularmente efectivas para aumentar la motivación”, escriben Aaker y Smith. Pero no es cierto. Las redes sociales son efectivas para aumentar la participación, porque rebajan el nivel de motivación que esa participación requiere. La página de Facebook de la Save Darfur Coalition tiene 1.282.339 miembros, que han donado una media de nueve centavos de dólar cada uno. La institución de caridad con Darfur que le sigue en número de miembros en Faceboook tiene 22.073, donantes de una media de 35 centavos de dólar. Help Save Darfur tiene 2.797 miembros, con una media de quince centavos. Un portavoz de la Save Darfur Coalition declaró a Newsweek: “No juzgamos el valor que tiene cada persona para el movimiento con base en sus aportes económicos. Se trata de un poderoso mecanismo para comprometer a esa población crítica. Los miembros informan a su comunidad, participan en eventos, son voluntarios. Es algo que no puede medirse mirando un libro de cuentas”. En otras palabras, el activismo de Facebook triunfa no por motivar a la gente a hacer sacrificios reales sino por impulsarla a hacer pequeñas acciones que no requieren mayor compromiso. Estamos muy pero muy lejos del mostrador de Greensboro.

Los estudiantes que se unieron a las sentadas a todo lo largo del sur durante el verano de 1960 describieron el proceso como una “fiebre”. Pero el Movimiento por los Derechos Civiles fue más una campaña militar que un contagio masivo. A finales de los cincuenta, hubo dieciséis sentadas en varias ciudades del sur, quince de las cuales fueron formalmente lideradas por organizaciones como la Asociación Nacional para el Avance de la Gente de Color (NAACP) y el Congreso para la Igualdad Social (CORE). Se exploraban posibles lugares para las manifestaciones. Se trazaban planes. Los activistas tenían sesiones de entrenamiento y retiros para posibles manifestantes. Los Cuatro de Greensboro eran producto de ese trabajo sobre el terreno: todos eran miembros del Consejo de la Juventud de la NAACP. Tenían lazos cercanos con el responsable local de la organización. Conocían bien todo lo relacionado con la ola anterior de sentadas en Durham, y habían participado en reuniones del movimiento en iglesias activistas. Cuando la protesta se extendió desde Greensboro a través del sur, no lo hizo de forma indiscriminada. Se extendió a aquellas ciudades que tenían “centros del movimiento” preexistentes –un núcleo de activistas dedicado y entrenado, listo para transformar la “fiebre” en acción.

El Movimiento por los Derechos Civiles fue un activismo de alto riesgo. Fue también, fundamentalmente, un activismo estratégico; un reto a las autoridades, organizado con precisión y disciplina. La NAACP era una organización centralizada, dirigida desde Nueva York de acuerdo a unos procedimientos de trabajo rigurosamente formalizados. En la Conferencia Sur de Liderazgo Cristiano, Martin Luther King era la autoridad incuestionable. En el centro del movimiento estaba la Iglesia negra que tenía, como señala Aldon D. Morris en su soberbio estudio de 1984, The Origins of the Civil Rights Movement, una división de funciones cuidadosamente establecidas, con varios comités y grupos disciplinados. “Cada grupo tenía designada una labor específica y coordinaba sus actividades a través de estructuras de autoridad”, escribe Morris. “Cada uno debía responder por sus tareas individualmente, y los conflictos importantes eran resueltos por el ministro, que usualmente ejercía la máxima autoridad sobre la congregación”.

Ésta es la segunda distinción fundamental entre el activismo tradicional y su variante online: los medios de comunicación no son organizaciones jerárquicas. Facebook y sus similares constituyen herramientas para construir redes, que son lo contrario, en estructura y carácter, de las jerarquías. De modo opuesto a las jerarquías, con sus reglas y procedimientos, las redes no son controladas por una autoridad única. Las decisiones se toman a través del consenso, y los lazos que unen a la gente son informales.

Esta estructura hace a las redes sumamente elásticas y adaptables en situaciones de bajo riesgo. Wikipedia es un ejemplo perfecto. No tiene un editor, sentado en Nueva York, que dirija y corrija cada entrada. El esfuerzo de articular el contenido es autoorganizado. Si cada entrada de Wikipedia se borrase mañana, el contenido sería rápidamente restaurado, porque eso es lo que pasa cuando una red de miles consagra espontáneamente su tiempo a una tarea.

Hay muchas cosas, sin embargo, que las redes no hacen bien. Las compañías automovilísticas usan una red para organizar a sus cientos de proveedores, pero no para diseñar los coches. Nadie cree que una filosofía coherente del diseño sea mejor administrada por un extenso sistema sin líderes. Como las redes no tienen una estructura centralizada de liderazgo ni líneas claras de autoridad, enfrentan problemas reales a la hora de alcanzar el consenso y fijar los objetivos. No pueden pensar estratégicamente; son propensas al conflicto y al error. ¿Cómo se pueden hacer elecciones difíciles sobre la estrategia o la orientación filosófica cuando todas las opiniones tienen el mismo valor?

La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) nació como una red, y los expertos en relaciones internaciones de Mette Eilstrup-Sangiovanni y Calvert Jones argumentan, en un ensayo reciente publicado en International Security, que fue por eso que tuvo tantos problemas al crecer. “Características estructurales típicas de las redes –la ausencia de una autoridad central, el desconocimiento de la autonomía de grupos rivales y la incapacidad para mediar conflictos a través de mecanismos formales– hicieron a la OLP excesivamente vulnerable frente a la manipulación externa y el conflicto interno”.

En la Alemania de los setenta, prosiguen los expertos, “los más unificados y exitosos terroristas de extrema izquierda tendieron a organizarse jerárquicamente, con una administración profesional y una marcada división de tareas. Estaban concentrados geográficamente en las universidades, donde podían establecer un liderazgo central, confianza y camaradería, a través de reuniones habituales cara a cara”. Rara vez traicionaron a sus camaradas durante los interrogatorios policiales. Su contraparte de la derecha estaba organizada como un conjunto de redes descentralizadas que carecían de esa disciplina. Esos grupos eran infiltrados con frecuencia, y sus miembros, una vez arrestados, entregaban sin mucha resistencia a sus copartidarios. De manera similar, Al Qaeda era más peligrosa cuando tenía una jerarquía unificada. Ahora que se ha difuminado en una red, ha demostrado ser mucho menos efectiva.

Los problemas de las redes apenas importan si no existe el proyecto de un cambio sistemático –si tan solo se quiere asustar, humillar o hacer ruido–. Pero si estás atacando a un sistema poderoso y organizado necesitas tener una jerarquía. El boicot de los autobuses en Montgomery requería la participación de decenas de miles de personas que dependían del transporte público para ir y volver del trabajo cada día. Tomó un año persuadir a esa gente de que permaneciera fiel a la causa; los organizadores del boicot encargaron a cada iglesia negra local que mantuviese la moral, y organizaron un servicio de transporte alternativo gratuito. Incluso el Consejo de Ciudadanos Blancos, dijo King más tarde, reconoció que el servicio funcionó con “precisión militar”. Cuando King llegó a Birmingham, para su enfrentamiento crucial con el comisionado de policía Eugene “el Toro” Connor, contaba con un presupuesto de un millón de dólares y un centenar de trabajadores a tiempo completo sobre el terreno, divididos en unidades de trabajo. La operación misma estaba dividida en varias fases preparadas de antemano. El apoyo se mantenía a través de reuniones consecutivas en masa, rotando de iglesia en iglesia a través de la ciudad.

Boicots, sentadas y enfrentamientos no violentos –las armas que escogió el Movimiento por los Derechos Civiles– son estrategias de alto riesgo. Dejan poco espacio para el error. En el momento en que un solo manifestante se desvía del guión y responde a la provocación, la legitimidad moral de toda la protesta queda comprometida. Los entusiastas de las redes sociales nos querrán hacer creer que el trabajo de King en Birmingham habría sido muchísimo más fácil si se hubiera podido comunicar con sus seguidores a través de Facebook, y se hubiera contentado con tuitear desde una cárcel de Birmingham. Pero las redes son confusas: piensen en lo constante e incesante de la corrección y la revisión, las enmiendas y el debate, que caracterizan a la Wikipedia. Si Martin Luther King hubiera intentado un wikiboicot en Montgomery, habría sido arrollado por las estructuras blancas de poder. ¿Y para qué hubiera servido una herramienta de comunicación digital en una ciudad en la que el 98% de la comunidad negra estaba todos los domingos por la mañana en la iglesia? Lo que King necesitaba en Birmingham –disciplina y estrategia– eran cosas que las redes sociales no podían darle.

La biblia del movimiento de las redes sociales es Here Comes Everybody, de Clay Shirky, profesor en la Universidad de Nueva York, un libro pensado para demostrar el poder organizativo de internet. Comienza con la historia de Evan, quien trabajaba en Wall Street, y su amiga Ivanna, después de que ésta dejase su celular, un caro Sidekick, en el asiento trasero de un taxi de Nueva York. La compañía telefónica transfirió los datos del teléfono perdido de Ivanna a un nuevo teléfono, con lo cual ella y Evan descubrieron que el Sidekick estaba ahora en manos de una adolescente de Queens, que lo usaba para tomarse fotos con sus amigos.

Cuando Evan mandó un email a la adolescente, llamada Sasha, pidiendo que le devolviera el teléfono, ella contestó que su “culo blanco” no merecía tenerlo de vuelta. Molesto, él creó una página web con la foto de Sasha y una descripción de lo que había sucedido. Mandó el link a sus amigos, y éstos se lo mandaron a sus amigos. Alguien encontró el MySpace del novio de Sasha y llegó hasta el sitio por un vínculo en la página. Alguien encontró su dirección en línea y mientras conducía grabó un video de su casa: Evan colocó el video en el sitio. La historia fue seleccionada por el filtro de noticias Digg. Evan recibía ahora diez emails por minuto. Creó un tablero de anuncios para que sus lectores compartiesen sus historias, pero éste se hundió por la cantidad abrumadora de respuestas. Evan e Ivanna acudieron a la policía, pero la policía archivó el informe como “perdido” y no como “robado”, con lo cual, en esencia, daba el caso por cerrado. “En aquel momento millones de lectores estaban mirando –escribe Shirky– y docenas de medios de prensa masiva habían cubierto la historia”. Cediendo ante la presión, la policía de Nueva York reclasificó el objeto como “robado”, Sasha fue detenida y Evan consiguió de vuelta el Sidekick de su amiga.

El argumento de Shirky es que éste es el tipo de cosas que nunca hubiera sucedido antes de la era de internet –y tiene razón. La historia del Sidekick nunca hubiera recibido publicidad. Un ejército de gente nunca se habría reunido para combatir en esta lucha. La policía no hubiera cedido ante la presión de una sola persona que reclamaba algo tan trivial como un teléfono móvil. La historia, según Shirky, ilustra la “facilidad y velocidad con que un grupo puede movilizarse por la causa justa” en la era de internet.

Shirky considera este modelo de activismo como un avance. Pero es simplemente una forma de organizarse que favorece los lazos informales a través de los que accedemos a la información, en contraposición a los lazos fuertes que nos ayudan a perseverar frente al peligro. Desvía nuestras energías de organizaciones que promueven cambios estratégicos y actividad disciplinada, hacia aquellos que promueven elasticidad y adaptabilidad. Hace más fácil que los activistas se expresen y más difícil que esa expresión tenga cualquier tipo de impacto. Las herramientas de comunicación social sirven para hacer que el orden social existente sea más eficiente. Si opinas que todo lo que el mundo necesita son algunos retoques en los bordes, esto no deberá preocuparte. Pero si piensas que siguen existiendo barras en los cafés que necesiten acabar con la discriminación, eso debería darte que pensar.

Shirky acaba la historia del Sidekick preguntando: “¿Ahora qué pasará?”, imaginando, sin duda, futuras olas de protestas digitales. Pero ya ha contestado la pregunta. Lo que pasa después es más de lo mismo. Un mundo de conexiones débiles sirve para que los ejecutivos de Wall Street recuperen sus celulares de las manos de muchachitas adolescentes. ¡Viva la revolución!

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