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Cultura

20 de Julio de 2012

Mein Kampf y el fantasma de Hitler aún acosan a Alemania

Por Antonio García Maldonado El pasado día 9 de julio, el diario El Mundo (España), publicaba un reportaje titulado “Mi lucha, ¿libre?”, en el que narraba la polémica surgida en Alemania por la próxima entrada en dominio público de los derechos de edición del libro de Adolf Hitler, en alemán “Mein Kampf”. El libro, que […]

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Por Antonio García Maldonado
El pasado día 9 de julio, el diario El Mundo (España), publicaba un reportaje titulado “Mi lucha, ¿libre?”, en el que narraba la polémica surgida en Alemania por la próxima entrada en dominio público de los derechos de edición del libro de Adolf Hitler, en alemán “Mein Kampf”.

El libro, que Hitler comenzó a escribir en la prisión de Landsberg en el verano de 1924 tras el fallido putsch de Munich de 1923 y que se publicaría en 1925, ha supuesto una de las mayores chinas en el zapato del Gobierno bávaro –que detenta los derechos al ser el domicilio de un autor fallecido sin descendencia–, y en gran medida de la conciencia alemana.

La situación legal del libro es compleja y distinta según países. Y confusa, pues no son pocos los que pensaban que era ilegal comprarlo por internet. Y sin embargo no es ilegal editarlo en España, Francia, Turquía, Egipto o Argentina y venderlo desde allí a cualquier país del mundo, y tampoco vender en Alemania las ediciones previas al final de la Segunda Guerra Mundial, aunque sí editar y vender nuevos ejemplares. El Gobierno de Baviera se ha convertido, de hecho, en un perro de presa contra las ediciones publicadas a lo largo y ancho del mundo, aunque sabe que lo inextricable y vago de las leyes internacionales de protección de derechos de autor hace difícil que se retiren las ediciones.

¿Por qué teme tanto Alemania la difusión de un libro que no es más que una torpe y burda compilación de barbaridades? Sencillamente porque hubo unos años en los que para los alemanes no fue “una torpe y burda compilación”, sino el libro de cabecera que no faltaba en los hogares, que se regalaba en las bodas, que se leía en las escuelas, que se exaltaba en los mítines de los jerarcas.

Según diferentes cálculos, en 1945 en Alemania había entre 12 y 15 millones de ejemplares de “Mein Kamp”, y en la Francia que abrió plácidamente sus brazos –por más que cada francés de más de ochenta años que muere se nos presente en las esquelas como un “destacado líder de la Resistencia” – no se vendieron menos de 300 mil ejemplares en distintas ediciones antes y durante la guerra. Incluso en EE.UU. y en el Reino Unido contaban con ediciones en prestigiosas editoriales que, antes y durante la guerra, vendían una media de entre 7.000 y 10.000 ejemplares. No menos de 1,2 millones de ejemplares se han vendido en el Reino Unido desde 1945.

Como recalca Antoine Vitkine en su Mein Kampf. Historia de un libro (Anagrama, 2011), los motivos para leer y llamar la atención sobre la obra varían. Desde la oda acrítica, rayana en la apología criminal, hasta el estudio político o la simple curiosidad. La interpretación también varía: si el primer ministro británico Neville Chamberlain insistió en su negacionismo apaciguador, dos de los líderes que derrotaron a Hitler se percataron pronto del peligro del nuevo canciller alemán al considerar que “Mein Kamp” no era el desahogo de un preso joven carcomido por su nacionalismo derrotado, sino el programa que aplicaría cuando hubiera rearmado al Ejército. “Con Hitler ya en el poder, pocos libros merecían ser estudiados con mayor atención por los gobernantes, los políticos y los militares de las potencias aliadas. Allí está todo”, declaró Winston Churchill. Con palabras similares alertó de Gaulle a las incipientes células de resistencia. Caso opuesto fue el de Eugenio Pacelli, entonces arzobispo de Munich, quien recomendó a su antecesor en el papado, Pio XI, que no incluyera “Mein Kamp” en el Índex de libros prohibidos “para no oponerse frontalmente al Führer y evitar de esa manera atizar la política anticatólica del Reich”.

La duda irresuelta, incluso hoy en día, es hasta qué punto la ideología criminal de “Mein Kampf” caló en los alemanes –o bien fue sólo un objeto más en sus casas, una obligación social irrelevante. Como relata Vitkine aportando los datos de numerosas encuestas, los alemanes de hoy se inclinan por la segunda opción, un eximición de culpa que confirma que el mejor amigo del hombre, más que el perro, es el chivo expiatorio. Todos tuvimos el libro, pero nadie lo leyó. Por las dudas, sin embargo, el Alto Mando Aliado decidió en su momento que en algunas unidades que liberaron pequeñas ciudades bávaras no hubiera un sólo negro.

Las razones del tabú son, pues, divergentes. “No se trata de respeto a las víctimas, sino de miedo a los alemanes”, afirma el historiador y escritor judío alemán Rafael Seligmann. Las autoridades alemanas se defienden y afirman que el deber de la memoria de las víctimas es algo que Alemania asumió como política de Estado tras la II Guerra Mundial, y que dicho respeto debe incluir la prohibición –o, al menos, la oposición– a la difusión del libro.

El argumento, no obstante, se ha quedado obsoleto. No es concebible ya un paternalismo tan burdo, un cordón sanitario tan ineficaz. No sólo porque en 2015 expira el control que Baviera ejerce sobre la obra, sino porque ésta ha seguido difundiéndose con el atractivo de la prohibición y el tabú. En Turquía ha sido, de hecho, uno de los libros más vendidos en los últimos años. Y su atractivo ha aumentado en países como Egipto o Francia.

Al final del libro, Vitkine resume siete lecciones que deben extraerse de la historia de “Mein Kampf” y que versan más sobre la necesidad de tomarse en serio a los movimientos de extrema derecha actuales que sobre los errores que Occidente cometió al juzgar a Hitler. En una de ellas, Vitkine recomienda (su libro se editó en Francia en 2009) que la obra se publique en una edición crítica comentada por expertos que la contextualicen.

Markus Soder, ministro de Finanzas del Estado bávaro, aceptó primero y rehusó en último minuto una entrevista con Vitkine sobre “Mein Kampf”, y envió en su nombre a un portavoz que resumió sus argumentos en una incómoda entrevista. Y sin embargo ha sido él quien, a finales de abril de este año, anunció que Alemania publicaría en 2015, al finalizar su potestad sobre los derechos de edición, una edición crítica del libro de Hitler.

Quizá teman los alemanes que, de haber un acceso generalizado del gran público, lo que quede en evidencia es que el país de Goethe y Schiller se rindió ante un libro y un personaje mediocre, pésimo escritor, bárbaro de vocación, nacionalista elemental. El juicio sobre el nazismo, además, está bien consolidado, y es complicado que mil notas al pie y varios prólogos de expertos convenzan al público de que los alemanes no tienen una responsabilidad colectiva en el peor drama del siglo XX.

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