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LA CALLE

13 de Agosto de 2012

Mis dos casamientos: primero con Juan, con Olga después

Texto de Patricia Kolesnicov para Clarin.com En octubre 1989 me puse un vestidito blanco, cosido por una modista, y me fui a casar. Aunque mi novio y yo éramos ateos convencidos, insistí en hacerlo bajo la jupá, según el ritual judío. Gorritos, cantos, rabino, copa rota, Mazl tov (buena suerte), todo. Para mí casarse era […]

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Texto de Patricia Kolesnicov para Clarin.com

En octubre 1989 me puse un vestidito blanco, cosido por una modista, y me fui a casar. Aunque mi novio y yo éramos ateos convencidos, insistí en hacerlo bajo la jupá, según el ritual judío. Gorritos, cantos, rabino, copa rota, Mazl tov (buena suerte), todo. Para mí casarse era eso, esos eran los gestos necesarios. El registro civil, un trámite sólo relevante si, como ocurrió, llegaba el día de divorciarse.

En marzo de 2011 me puse un vestido negro de diseño y me fui a casar. Aunque mi novia y yo habíamos sostenido durante años que la libreta –es decir, el Estado– era irrelevante en nuestra vida real , insistí en que firmáramos los papeles y nos sacáramos la foto llovidas de arroz. No era una cuestión práctica: algo de la reafirmación de nuestro amor y de la lucha que ese amor había implicado se desquitaba en el Registro Civil. Pedí que fuera en el central, el imponente edificio de la calle Uruguay. Quería los fastos de una ceremonia.

Así fue que me casé con un varón y, casi 22 años después, con una mujer. No esperen un cuento de descubrimiento sexual : yo no era virgen cuando conocí a mi novio y no he hecho ningún juramento homosexual hoy, sólo que en los 80 no me entraba en la cabeza una pareja mujer para mí. Soy clara: en la cama sí; en el living, en la cocina, no.

Así que en el principio fue Juan Pablo, que me llegó directo desde el cielo . No podíamos ser más parecidos. No podíamos coincidir más, divertirnos más. La familia (la mía) lo miraba un poco incrédula: mi mamá me había enseñado que para seducir a un hombre había que tomar una azucarera, preguntar: “¿qué hay acá?” y aplaudir la sabiduría masculina . Esa escuela me había hecho secretar desprecio: si había que engañar a un hombre para que te quisiera, ¿cuánto tiempo se podía sostener esa farsa? Y si el hombre era tan tarado como para creerse el engaño, ¿por qué lo querría yo?

Este desprecio y la famita de mi carácter habían hecho difícil pensar en vestido y libreta. Pero ahí estaba Juan Pablo, al que no hubo que tirarle ninguna azucarera por la cabeza: yo le enseñé a manejar , él preparaba tartas y dejaba lista la mesa antes de irse porque venían mis amigas. O lo miraba instalar enchufes y él comía mis hamburguesas caseras. O nos encontrábamos con la bolsa del almacén: cada uno había hecho las compras y eran prácticamente iguales. O se olvidaba el registro en unas vacaciones y yo manejaba sola por la montaña, por el camino de cornisa que va de Salta a Jujuy, y él se ocupaba del mate y de los casettes y de los mimos cuando por fin se terminó la puta huella y a mí no me sostenían las piernas. En la reunión previa con el rabino, Juan Pablo dijo que en realidad éramos “un dúo cómico musical”. Eramos un dúo cómico-musical.

No hay familias normales. Así que tampoco este casamiento había sido fácil: yo quería el templo y la familia de Juan Pablo integraba ese entrañable segmento de la tradición judía que no pasa por el templo, la de l os judíos comunistas , más comunistas que judíos. Y para casarte como judío, hace falta serlo. El rabino desconfió: ni un abuelo en un cementerio judío, ni un tío que hubiera hecho el bar mitzvá. Nada de nada. Ni qué hablar del cortecito. Eso no te lo puedo preguntar, dijo –¡preguntó!– el rabino. Y Juan Pablo, que iba decidido a mentir que sí, dijo que no. “Me casa o no me casa, pero si me casa, me casa a mí ”. Después de algunas vueltas fue que sí, y a comprar vestido.

No abolimos el patriarcado. Adentro nos peleamos por chiquiteces como cualquiera. Y afuera recibí el trato con que el mundo pone en su lugar a las mujeres. Todos los días, sopita de municiones de pavadas . A mí me vendían detergente, alimento para chicos y yogurt para aligerar el tránsito (amenaza: panzona él no te quiere) y a él, autos, cerveza, tarjetas de crédito para que ahorrara algo de la plata “suya” que yo “le” iba a gastar. Los roles con sangre entran y una los naturaliza o aprende a sonreír y fingir demencia, o se pelea con el mundo.

Hice todo: me levanté de la mesa y eché al amigo (de él) que hizo tres chistes misóginos al hilo; corté cebolla y lechuga con las mujeres de los amigos (de él) pensando cuál de los tramontina sería mejor para suicidarme mientras los muchachos tomaban vino y hablaban de política al lado de la parrilla; privé de su merecido botellazo a la pelotuda del Laverap que se burló de él porque llevaba una bolsas de ropa en la que también había ropa de mujer; contesté sin que nadie me preguntara cuando le hablaban (a él, obvio) en el banco, en la inmobiliaria, su ruta.

No abolimos el patriarcado y aunque estoy segura de que estas cosas ayudaron –una vez que algo así te crispa, difícil vivir crispada–no nos separamos por eso.

Un año después empecé a estar con Olga. Fui un domingo a su casa en Pompeya y me quedé a dormir y volví la noche siguiente y fui a buscar una muda de ropa a casa y me quedé con ella.

No podíamos ser más distintas. Yo escuchaba la radio en continuado, Olga no había prendido semejante aparato desde la radionovela de la infancia ; yo me metía entre sus manos si ella lavaba los platos, para enjuagar una cuchara, por ejemplo; Olga decía que la corría como un frasco (decía “distintas concepciones del desplazamiento de los cuerpos en el espacio”); Olga venía de una familia correntina; yo de judíos que nunca fueron gauchos; Olga había vivido la dictadura ; yo festejé el Mundial 78 con mi papá, en 7º grado. Ella decía que después de esa clandestinidad no se avenía a otra. A mí me costaba que me besara en el supermercado.

Y, más que nada: yo tenía un juramento de adolescencia eterna y ella, oh, tenía dos hijos.

Cuando yo todavía usaba pantalones nevados y acababa de aprender a emborracharme, me sentaba a la mesa del domingo con una chica de 14 y un chico de 17 que simulaban sobriedad .

Sin ninguna experiencia previa, estaba del otro lado de varios mostradores. Había que resignar el cine o las amigas y meterse el sábado a la noche en un sótano intoxicado porque tocaba Ropi con su banda, había que dejar la milanesa con las papas fritas brillando cuando Valentina llamaba porque un perro le había masticado una pantorrilla, había que estar para la cena, no vivir del delivery, pensar la vida cotidiana.

La vida lésbica me arrojó a la familia .

Y me dejé besar en el supermercado.

Tardé dos años en contarles a mis padres que estaba con Olga. Lo dejaba ver, hablaba de ella, estaba siempre en su casa, todo, pero decir con palabras que no habría familia Ingalls moishe, no me salía y nadie me la iba a hacer fácil . Somos el proyecto de nuestros padres y ellos no van a permitir que lo arruinemos. Hacer la vida, la única vida de uno, con una persona del mismo sexo parece algo que les hacemos a ellos.

Me rateé de la norma heterosexual, que se impone desde la primera batita, con la sensación de que me iba a topar a la preceptora en cada esquina.

Hasta que tuve cáncer . Olga y yo llevábamos cinco años juntas cuando apareció el alien para poner las cosas en su sitio: la muerte con la muerte, la vida con el amor. Ya lo dije antes: el cáncer me hizo mortal y cuando uno va a morir no tiene miedo de cosas como los rumores. Por esa época desatornillamos las puertas del closet.

No abolimos la homofobia : en el peor momento, cuando estaba internada, la doctora desconoció el vínculo que le habíamos explicado –“ella es mi pareja, hacé de cuenta que es mi marido”– y reportó a mis padres. Les dijo que me estaba muriendo.

Hay que poner mucho la cara si se aspira a una cuota modesta de normalidad clasemediera desde una pareja homosexual. Hay que empezar las vacaciones insistiendo en que le den una cama doble en el hotel . Hay que jugar con la verdulera boliviana que un día pregunta: “Son hermanas?” y al otro “¿Amigas?”, “¿Primas?” Frío, frío…

Yo puse la cara ante el titular de la Obra Social. Una tarde presenté los papeles para anotar a toda la familia. En el rectangulito de “Cónyuge” puse “Olga”. Dejé la solicitud, me tomé el 118, viajé 10 minutos a casa y desde afuera oí el teléfono: el capo me quería hablar . Así que tomé el 118, pasé a Dirección. El capo –año 2001– entendía la situación y le iba a dar curso hacia la Superintendencia de Seguro de Salud. Apoyaba, pero no garantizaba éxito. Tres meses después nos aceptaron.

La Obra Social tenía convenio con una prepaga a la que se entraba automáticamente. Pero no recibía nuestra inscripción. No la denegaba, no la aceptaba; la ignoraba. Nos mataban con la indiferencia. Un año de indiferencia que sólo quebró la prosa contundente de un abogado. “Esto lo hacemos entre nosotros , sin que lo sepa tu empresa”, dijeron en la mediación, proponiéndome ocultar la negociación en mi trabajo, lo que me obligaba a pagar una cuota más alta. Por suerte, a esa altura no había nada que ocultar.

Un día Valentina dijo en una entrevista que yo era su mamá. Yo estaba en el Tigre, no había visto los diarios. Había salido al muelle para ver si el arroyo estaba alto como para cargar agua cuando sonó el teléfono y era Libe, amiga desde que salimos del cascarón. Me leyó el párrafo y le corté. Subí la escalera a la casa, volví al muelle, di una vuelta por el cuarto. Valentina elegía un nombre para ese vínculo y no necesitaba adjetivarlo. No ponía “putativa”, que suena simpático pero marca distancia, ni el meloso “del corazón”, ni nada. “Mamá” quería decir, entonces decía “mamá” borrando el camino que me había llevado hasta ahí. Mucho después le dijimos a una mujer que éramos madre e hija y nos miró incrédula: no cerraban ni la edad ni la estatura ni la tez. “Salí de la otra”, desafió mi hija.

Rodrigo lo dijo en un cumpleaños suyo. Ya vivía solo, la casa estaba llena, en la cocina los amigos preparaban fernet. Saliendo con un vaso al patio me encontré con una señora: la madre de su novia. “Fulana, la madre de Menganita”, presentó él. Y señalándonos: “Mi mamá, Olga. Y Pato, que también es mi mamá ”. Yo tragué todo el fernet y él pasó de largo, a sacar las empanadas del horno. Desde entonces, lo dijo muchas veces. Algunas –es músico– desde el escenario. Como una declaración. Porque si algo sabemos a esta altura es que lo familiar es político.

No abolimos el patriarcado. Todo lo que lleva milenios más o menos reglado en una pareja heterosexual –quién paga las cuentas, quién hace la sopa, quién define cuándo lavar los platos– se dirime a facón en una pareja homosexual. El resultado dio una mezcla en la que yo me ocupo de las cuentas, los tarugos y los enchufes, de la comida cuando hay invitados y del coche y ella, de que no falten naranjas, de que tengamos efectivo, de la selva que avanza sobre nuestro patio , de levantar cosas pesadas y de que, cada tanto, pintemos la casa. El supermercado, juntas o cualquiera de las dos.

A los 16 años de vivir juntas nos casamos, porque yo quería. Al civil vinieron las familias, los amigos, los vecinos Poroto y Vázquez, los vecinos del Tigre, compañeros de las redacciones, relaciones de trabajo y hasta contactos de Facebook. Mi amiga Paula mandó mariachis a casa , terminamos bailando y haciendo trencito en el patio. En la fiesta grande, ese sábado, los chicos –nuestros hijos– dirigieron la ceremonia. Mi suegra, mi cuñado y mis padres sostenían el manto que, en la tradición judía, se pone como techo bajo el que se hace el casamiento. El amparo.

Tocó la banda de Rodrigo; Valentina hizo la torta de bodas.

“Es un matrimonio igualitario”, me dice una conocida. “Es un matrimonio”, dirá un día.

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