Opinión
24 de Septiembre de 2012En defensa del lector fascinado
Me acaban de prestar un libro escrito por el académico alemán Hans Ulrich Gumbrecht, titulado “Elogio de la belleza atlética”, donde se defiende la idea que el deporte suministra al espectador una innegable fuente de estímulos estéticos. Más allá de las argumentaciones del autor, lo interesante de su análisis reside en llevar al paroxismo del […]
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Me acaban de prestar un libro escrito por el académico alemán Hans Ulrich Gumbrecht, titulado “Elogio de la belleza atlética”, donde se defiende la idea que el deporte suministra al espectador una innegable fuente de estímulos estéticos. Más allá de las argumentaciones del autor, lo interesante de su análisis reside en llevar al paroxismo del placer -que comparto con entusiasmo- las potestades del observador o receptor del espectáculo deportivo. Se trata, en este caso, de defender los derechos del espectador, el estado de fascinación del aficionado.
Sin embargo, las gratificaciones y placeres conseguidos al observar las diferentes disciplinas deportivas no son producto necesario de la excelencia técnica o la belleza física; a veces prima el dolor, el esfuerzo, el sufrimiento e incluso lo grotesco y lo amorfo terminan posicionándose como signos relevantes (como en el arte). Un ejemplo: el sumo japonés. Citemos al pensador germano: «No hay nada más contrario al canon de belleza occidental que esas decenas de kilos extra acumulados bajo la piel y orgullosamente exhibidos por los luchadores japoneses de sumo (…). Es un gusto que se adquiere, tanto, que algunas personas lo confunden con el mal gusto, y, en cierta medida, esto es válido para el hockey y sus peleas». (Unos años antes Roland Barthes decía del sumo: «El combate dura lo que dura un destello: el tiempo de derribar a la otra masa. Nada de crisis, nada de drama, nada de cansancio, nada de deporte: el signo del empuje, no la exaltación del conflicto»).
Este atentado al canon de belleza occidental me fue insistentemente remarcado por diversas personas que habían visto las últimas Olimpiadas o Juegos Olímpicos (como sea que se llamen) respecto a la halterofilia: cuerpos grotescos, rostros estíticos y de ojos vidriosos debido al esfuerzo de levantar kilos de pesas, féminas con cara y cuerpo de rasgos marcadamente masculinos, primacía ostensible de ciertos atletas provenientes de remotos países aparecidos luego del desmembramiento de la Unión Soviética.
Pero la belleza del deporte consiste justamente en esto. El tránsito entre el esfuerzo y el dolor corporal (la cara amoratada del perdedor de una pelea de box) hasta la sublime levedad de una gimnasta púber, la poshumana y divina velocidad de un Jesse Owens o un Usain Bolt en su gatuna liviandad. El problema es cuando los espectadores son los intelectuales. O tratan de comprenderlo y declarar sus placeres culpables al respecto o tratan el asunto de modo que devele los síntomas de espurias anomalías sociales. «Cuando los intelectuales -insiste Gumbrecht-, incluso aquellos que aman el deporte, escriben sobre atletas y eventos atléticos, se sienten en general obligados a interpretar los deportes como un síntoma de tendencias y funciones muy poco deseables. Hay autores académicos que se sienten a la moda cuando denuncian que los deportes son una conspiración “biopolítica” que delega el poder del Estado en “micropoderes” autorreflexivos».
Por supuesto que los intelectuales no son nunca espectadores desinteresados. Son lectores críticos o emancipados. Pueden separar concientemente el goce de la enajenación del espectáculo; incluso la mayoría práctica deportes y ha reemplazado las desventajas del carrete de antaño por las bondades de un cuerpo sano para el futuro. Otro caso corresponde a los epígonos de la praxis deportiva; aquellos que defienden y se enorgullecen de hacer deporte (incluyamos a los ciclistas urbanos, quienes pueden cometer cualquier infracción ya que contribuyen a la defensa del medio ambiente). Nos abruman con su ilimitada defensa de la necesaria experiencia que se debe tener a la hora de hablar o escribir sobre determinado tema. Si no practicas el fútbol, el boxeo o el tenis, no puedes hablar de ellos.
Esta moral del activista se parece a lo que sucede en la escena artística. Siempre es posible escuchar estupideces como esta: «El crítico es un artista frustrado». Frente a esto, se hace necesario defender los derechos del receptor, del aficionado, del mirón, del voyeur. Bienvenido un ejemplo. El caso del blondo ingeniero y ex jugador del chuncho, actualmente entrenador del Málaga: un regular y peligroso (para su propio equipo) ex defensa azul (célebre por su recordado autogolazo en un partido con el Colo en 1977) que con el paso del tiempo devino en un cerebral y más que respetable entrenador de fútbol internacional. Se puede ser un mal artista y un buen crítico a la vez.
El lenguaje artístico no es distinto a lo anteriormente señalado. Pero a diferencia del deporte, parte importante del arte de hoy se solventa en una falta alarmante de empatía emocional con el espectador (parecido a ciertos mozos de restaurantes que odian de entrada al cliente). Se le exige una paciencia infinita o una galería infame de imposturas corporales y faciales que no ofendan la demanda de entretenimiento. En este caso, aburrirse es un signo de tontera. En lo personal he padecido esta descortesía en ciertas experiencias artísticas vinculadas a la performance. Entonces, lo que queda es observar al espectador o al público (la obra en cuestión da lo mismo). Cuerpos dominados por el tedio, no por la fascinación. Simulación de espectadores ultraconcentrados, con las piernas semiabiertas y el puño en el mentón. ¿El resultado de toda esta farsa? Escaso erotismo, nada de violencia y de fealdad, nada parecido a la divina velocidad de Owens o la gatuna liviandad de Bolt; nada -en definitiva- de catarsis. Harta afectación y nula fascinación.