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Opinión

11 de Noviembre de 2012

El control de la prostitución

En poblaciones cercanas a Bogotá, como La Mesa, el retorno de los puentes es escenario de enormes trancones. Hasta la fecha, ningún Goyeneche local ha propuesto imponer el pico y placa que ya lleva varios años soportando la capital. En el centro de Amberes, Bélgica, también había un atasco que duraba hasta la madrugada: el […]

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En poblaciones cercanas a Bogotá, como La Mesa, el retorno de los puentes es escenario de enormes trancones. Hasta la fecha, ningún Goyeneche local ha propuesto imponer el pico y placa que ya lleva varios años soportando la capital.

En el centro de Amberes, Bélgica, también había un atasco que duraba hasta la madrugada: el peculiar tour d’amour. Como lo describe un vecino: “A las 4 a.m., el lugar seguía lleno de vehículos circulando lentamente, con tipos gritándoles a las mujeres que bailaban en las vitrinas”. En el siglo XVI, la congestión en Roma era causada por las cortesanas que salían a exhibirse en sus carruajes. “Ellas bajan las calles, vestidas con esplendor y atraviesan el Ponte Sisto con insolente gloria”.

Es de Perogrullo anotar que controlar el tráfico en cualquier lugar exige un diagnóstico certero de su dinámica. El remedio apresurado, la arbitrariedad, la evaluación amañada de los costos, agravan la dolencia, como nos consta a los bogotanos.

Para entrometerse en el comercio sexual no han faltado Goyeneches. El entusiasmo con los eventuales logros de leyes escandinavas les ha llevado a proponer la penalización, sancionando a los clientes. Pretenden que se controlen fenómenos locales con una herramienta en apariencia universal. Ignoran que la prostitución en distintos lugares y épocas es tan disímil como las causas de los trancones en Bogotá, La Mesa, Amberes o la Roma renacentista.

Hace una década, a la congestión de Amberes se sumaron las mafias que traían mujeres del este para las vitrinas. Nada hubiera favorecido más al crimen organizado que la penalización. La administración municipal decidió regular y resolvió algo más que el lío del tráfico.

Como en muchas ciudades, la zona roja de Amberes se consolidó alrededor de la actividad portuaria. En Ámsterdam, cuando se autorizó el comercio sexual en 1413, se justificó porque se trataba de algo “necesario en las grandes ciudades comerciales como la nuestra”.

Las guerras dejan monumentales desbalances demográficos que desde siempre han alimentado la prostitución. En 1189, la Tercera Cruzada zarpó con un barco lleno de prostitutas. El establecimiento del servicio militar obligatorio en Francia, en 1872, tuvo un impacto notorio sobre la actividad. Durante la Primera Guerra Mundial, en ciudades pequeñas había burdeles con lámpara azul para los oficiales y roja para los soldados. Con la llegada de tropas norteamericanas a Tailandia después de la Segunda Guerra y, posteriormente, con el conflicto de Vietnam, la venta de sexo se disparó. En Saigón, el número estimado de meretrices pasó de diez mil en 1968 a casi cien mil en seis años. Incluso en España, las “actividades de los soldados del Tío Sam se materializaban en un extenso florecimiento de lupanares allí donde ponían su delicada bota”. Algo similar debe estar ocurriendo por Tolemaida.

No siempre la demanda masiva de servicios sexuales ha sido castrense. Durante el siglo XIII, en París, convivían en el mismo edificio alumnos en los salones y prostitutas en los locales que daban a la calle. Actualmente, la preferencia por hijos varones y los abortos selectivos en Asia han llevado a un inmenso superávit masculino, que constituye el principal combustible del mayor mercado de sexo del planeta.

Grandes movimientos migratorios también han favorecido el comercio sexual. El boom paralelo a la industrialización europea estuvo precedido por una gran concentración urbana de jóvenes campesinos. La fiebre del oro atrajo a California hombres solteros de todo el mundo que llenaban los prostíbulos. Hacia 1870 los burdeles de San Francisco compraban jóvenes chinas por unos cien dólares para condenarlas a la esclavitud, con una esperanza de vida en la actividad de tan solo seis años. La expresión “trata de blancas” se acuñó para el flujo de mujeres, sobre todo polacas, que llegaban a Buenos Aires para atender inmigrantes europeos.

El tráfico de mujeres no ha sido exclusividad de las mafias. La reputación de Nueva Orleans como centro de prostitución de calidad surgió de los envíos que las autoridades francesas hacían con quienes caían en las redadas de la metrópoli. El savoir-faire llegaba al Nuevo Mundo. Australia se colonizó con una extraña mezcla de convictos y prostitutas deportados por la corona inglesa.

La tolerancia que existe en Las Vegas se debe a los mineros, el segmento más influyente de la población en sus primeros años. En Butte, Montana, la venta de sexo siempre fue ilegal, pero en los años treinta un oficial de policía admitía: “Tenemos que tolerar la zona roja. Butte está llena de mineros jóvenes, que no son casados y no pueden vivir sin mujeres”.
El comercio sexual bajo exceso de mujeres es diferente. El reverso de los soldados en las trincheras son novias o esposas solas en sus hogares. Algunas urbes concentran inmigración femenina. La prostitución se confunde entonces con oficios precarios como el de camarera o copera, y es el último eslabón de una cadena de arreglos informales de pareja con los que se compite por varones escasos. Los traficantes sobran. La reina del cabaret de sitios con alta masculinidad se convierte en la pobre empleada acosada sexualmente por patrones con ínfulas de sultán y despreciada por sus congéneres. Es el ambiente propicio para que sean perseguidas, tal como ocurrió después de los episodios bélicos en las ciudades europeas, en los inicios del feminismo en Inglaterra y durante los años cuarenta en Estados Unidos.

En Colombia han coexistido los dos tipos de comercio sexual, que se refuerzan. También hay una dinámica de exportación y más recientemente unos polos de atracción turística. A la situación típica de inmigrantes campesinas que se ofrecían en las urbes se han sumado zonas de frontera, explotación minera o conflicto, semejantes al lejano oeste. A principios del siglo XX, en algunos barrios de Bogotá se contabilizaba el doble de mujeres que de hombres; en Medellín el grueso de la fuerza de trabajo fabril era femenino. La vinculación al servicio doméstico o los internados en las fábricas fueron un escenario propicio para la entrada clásica al oficio: seducción y abandono. La demanda estaba garantizada.

Las prostitutas europeas y cuarentonas que llegaron a principios de siglo al país no encajan en la visión victimista contemporánea. La Violencia, luego las guerrillas y los paras, provocaron migraciones y desbalances demográficos regionales que mantuvieron ese legado. El narcotráfico, con su colosal riqueza, indujo a su alrededor una pujante industria de servicios sexuales.

La llegada a España y Holanda de colombianas de veinte añitos, muy independientes de chulos, antecedió en cerca de tres décadas el reciente flujo migratorio hacia Europa. Muchas de ellas se casaron con clientes y algunas con sus patrones, sentando las bases para reclutar en sus sitios de origen las nuevas generaciones de embajadoras colombianas en el oficio. Las supuestas mafias son en realidad redes de amigas, vecinas y familiares.

El panorama de la prostitución es complejo. En un país que ha pagado con sangre las prohibiciones moralistas, y tan proclive a las mafias, sería irresponsable tratar de emular lo que se hizo en Suecia. Ni siquiera algo tan sencillo de entender como el tráfico automotor es de fácil intervención. En los lugares aledaños a Bogotá los comerciantes se benefician con los trancones de fin de semana. Podría haber incluso alguna prepago pueblerina levantándose por fin al chofer que la sacará de allí para empezar una nueva vida.

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