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Opinión

26 de Enero de 2013

Vacaciones, esa pesadilla

Vía El puercoespin Por Alberto Salcedo Ramos A estas alturas del nuevo año, muchas personas están urgidas de un masaje reparador. Quedaron fatigadas tras las vacaciones y ahora sí que necesitan descansar. Pienso, por ejemplo, en esa señora que hoy por la mañana estaba en la playa con sus dos pequeños hijos. Le expurgaba el […]

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Vía El puercoespin

Por Alberto Salcedo Ramos

A estas alturas del nuevo año, muchas personas están urgidas de un masaje reparador. Quedaron fatigadas tras las vacaciones y ahora sí que necesitan descansar.

Pienso, por ejemplo, en esa señora que hoy por la mañana estaba en la playa con sus dos pequeños hijos. Le expurgaba el pescado al menor para evitar que se tragara una espina; le untaba crema bloqueadora al mayor para que no fuera a insolarse. Además correteaba de allá para acá, daba gritos de alerta, recogía desperdicios en el suelo.

Pienso también en las muchas personas que viajaron por tierra. Tuvieron que empacar, amarrar, cargar, trastear, desatar, descargar, desempacar, cuidar, reacomodar. Sufrieron frío, calor, tragaron polvo en la carretera, soportaron hacinamiento, desmontaron llantas pinchadas, gastaron dinero, volvieron a gastarlo, siguieron aguantando incomodidades, y ahora van de regreso a casa, endeudadas y molidas.

Por supuesto, pienso en quienes viajaron en avión. Afrontaron los consabidos abusos – sobreventa de vuelos, incumplimiento – más la arbitrariedad de moda en esta temporada: las maletas eran represadas en el punto de partida, sin aviso previo, y enviadas horas después a sus lugares de destino. Hubo casos en los cuales la entrega tardó varios días.

Todas esas personas se extenuaron en sus vacaciones tanto como se habrían extenuado si hubiesen permanecido trabajando. Pero el balance es peor ahora, porque no regresarán a cobrar sino a pagar.

Quienes viajan en vacaciones padecen el mismo síndrome de los alpinistas: se sacrifican para alcanzar una cumbre idealizada, y cuando lo logran no tienen más opción que descender con la mayor dignidad posible hacia el mismo hábitat de siempre.

El viajero abandona su casa, donde vive plácidamente, y sale a jugarse el pellejo en la búsqueda de un placer demasiado incierto. Después de recorrer miles de kilómetros, su único trofeo es retratarse en un museo artificioso o al lado de una estatua defecada por las palomas. Muchas veces el parque desconocido en el que se toma la foto no es tan bonito como el jardincito trillado de su barrio.

Definitivamente, las vacaciones están sobrevaloradas. O, por lo menos, la forma en que nosotros las usamos.
Para quedar en evidencia basta con acudir al diccionario etimológico: el vocablo “vacaciones” viene de “vacans”, que significa estar vacante, desocupado. Pero en vacaciones hacemos “turismo”, que deriva de “tour”. Es decir, damos vueltas, nos movemos. En una palabra, trabajamos.

Eso de apretujarse dentro de un autobús, someterse a itinerarios turísticos aburridos y participar en decenas de compromisos sociales, no produce relajamiento sino estrés.

Si viajamos a nuestro lugar de origen simplemente a encontrarnos con la familia, también acabamos agotados después de comer donde cada pariente, aguantar a un montón de borrachos que nos hablan en la cara, y sobrevivir al reguetón de moda.

Para reponernos de las vacaciones, nada como volver a casa y sentarnos otra vez en el mueble favorito. Preparar café, recuperar el control.

Atrevernos de vez en cuando a no hacer nada aunque el resto de la humanidad nos acuse de estar perdiendo el tiempo.

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#descanso#playa#vacaciones

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