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Opinión

20 de Marzo de 2013

Columna: La historia de Argentina contra el Vaticano

Por Hernán Brienza para Infonews Para bien y/o para mal Jorge Mario Bergoglio ya no es Jorge Mario Bergoglio. Ahora es Francisco, el primer Papa latinoamericano de la Iglesia Católica. Y desde un punto de vista futbolero, que sea argentino es motivo de orgullo para millones y millones de compatriotas –la mayoría de ellos católicos […]

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Por Hernán Brienza para Infonews

Para bien y/o para mal Jorge Mario Bergoglio ya no es Jorge Mario Bergoglio. Ahora es Francisco, el primer Papa latinoamericano de la Iglesia Católica. Y desde un punto de vista futbolero, que sea argentino es motivo de orgullo para millones y millones de compatriotas –la mayoría de ellos católicos muy humildes de las villas, del Conurbano Bonaerense y de la profundidad de las provincias–, es motivo de esperanza y de alegría. También lo es, claro, para aquellos que desfilaron su odio el 8 de noviembre pasado y forman lo que se conoce como la derecha de este país –no me refiero a todos los que marcharon ese día sino solamente a los que destilaron su desprecio contra el gobierno, contra los pobres que reciben planes sociales (pero ellos se sienten encantados de donar a Cáritas para poder ser cristianos piadosos)–.

La religiosidad –cosa difícil de entender para muchos– atraviesa todas las clases sociales y las identidades políticas, excepto para los marxistas y los hombres de negocios que tienen otras religiones. Puede haber socialistas católicos, liberales, radicales, nacionalistas de izquierda y de derecha, fascistas, indoamericanistas, militares, liberales prerorianos, peronistas de todos los colores. Pero, además, la Iglesia Católica destina para ellos un lugar de aceptación y contención. Porque absolutamente todos estamos atravesados por la ética cristiana. Cuando proclamamos la igualdad y la solidaridad, estamos proclamando valores cristianos, cuando nos casamos, cuando nos enamoramos, cuando nos sentamos a la mesa de nuestros padres, cuando realizamos los domingos la “misa” con toda la familia unida y compartimos el asado y el vino estamos siendo cristianos. La mayoría de los argentinos, el 76 por ciento según las últimas encuestas, es cristiano, de los cuales dos tercios no practican. Sin embargo, están atravesados por la ética cristiana. Incluso el 24 por ciento restante, simplemente por haber nacido en un país que sostiene el culto católico, está embebido por alguna u otra lógica cristiana.

Podrán decirme que no es lo mismo cristiandad que catolicismo, y es cierto en términos estrictos. Pero en términos simbólicos, la vieja dominación y la hegemonía actual de la Iglesia Católica nos hace relacionar al cristianismo con un tipo de sotana negra repartiendo ostiazos a siniestra y siniestra desde el púlpito y ostias en la boca delante del altar, allí sí a diestra y siniestra (la foto de Jorge Rafael Videla comulgando lo demuestra).

Contrariamente al pensamiento del tradicionalismo argentino que afirma que la construcción de la nación ha ido siempre emparentada a la religión católica, lo cierto es que el contenido republicano de la Revolución de Mayo ha iniciado un arduo combate entre la tradición secular y los intentos de confesionalizar el Estado argentino.

Bernardino Rivadavia, por ejemplo, fue uno de los primeros en enfrentarse a la curia. Una de sus principales medidas fue la Reforma Eclesiástica, que le trajo más de un dolor de cabeza al gobierno. Sancionada el 21 de diciembre de 1822, establecía la libertad de conciencia –exigencia de los ciudadanos ingleses–, la secularización de las órdenes monásticas y declaró bienes del Estado los que pertenecían a los conventos suprimidos de los Betlehemitas, Mercedarios y Recoletos, entre otros: al mismo tiempo, abolió los diezmos y primicias a la Iglesia, y los fueros y privilegios otorgados por la Corona española, y secularizó los cementerios. Rivadavia se convirtió de inmediato en “el hereje” y era anatematizado por los sacerdotes de todas las parroquias. El padre Francisco de Paula Castañeda, capellán durante las Invasiones Inglesas, hacía rezar en plena misa los fieles la siguiente oración: “De la trompa marina, libera nos Domine. Del sapo del diluvio, libera nos Domine. Del ombú empapado en aguardiente, libera nos Domine. Del armado de la lengua, libera nos Domine. Del anglo-gálico, libera nos Domine. Del barrenador de la tierra, libera nos Domine. Del que manda de frente contra el Papa, libera nos Domine. De Rivadavia, libera nos Domine. De Bernardino Rivadavia, libera nos domine.” Claro que no todas las reacciones fueron tan ingeniosas: la más dura fue la llamada Revolución de los Apostólicos, surgida el 20 de marzo de 1823, al grito de “¡Viva la Religión!” y “¡Mueran los herejes!,” y fue brutalmente reprimida por el gobierno.

Los constituyentes de 1853 encontraron una fórmula mixta para zanjar un problema irresuelto desde 1810: sostenimiento del culto católico pero, al mismo tiempo, libertad religiosa absoluta para los demás cultos. Además, muchos de ellos influenciados por el espíritu de la masonería, sujetaron a la Iglesia Católica al Estado por medio del patronato, una figura legal heredada de los tiempos de la colonia y que consistía en que el presidente argentino elegía las ternas de candidatos a obispos para que el Papa finalmente diera el visto bueno.

El sistema de patronato fue anulado en 1966 tras un acuerdo entre la Santa Sede y la dictadura de Juan Carlos Onganía donde se creó la figura del concordato, que otorga al Vaticano la facultad de nombrar y remover a los obispos sin necesidad de acuerdo con el presidente de la Nación, que sólo se reserva el derecho de objetar las designaciones. Es decir que todo el cuerpo eclesiástico depende desde esa fecha de una autoridad extranjera y el Estado argentino no tiene ningún derecho sobre él. Con la reforma de 1994, el concordato alcanzó rango de tratado internacional y fue colocado por encima de las leyes nacionales, aunque según la misma Carta Magna el Congreso puede reformularlo. En otras palabras, se trata de un Estado dentro de otro Estado.

Los conflictos del siglo XIX marcarían una tendencia a lo largo de la historia. De allí en más, Estado e Iglesia se enfrentaron siempre para delimitar e interferir en las distintas áreas de incumbencia. Es decir, la Iglesia pugnó por influenciar en las decisiones políticas de los gobiernos de turno. Y lo hará casi siempre con un espíritu retrógrado. Obviamente que las participaciones menos felices fueron aquellas en las que las jerarquías eclesiásticas apoyaron a las dictaduras de turno, dentro de las cuales la complicidad con la de 1976-1983, debido a la represión ilegal y asesinato de 30 mil personas, abrió una brecha con la sociedad civil muy difícil de cerrar.

El primer gran conflicto se produjo en 1884, cuando el por entonces presidente Julio Argentino Roca impulsó las leyes de educación laica y matrimonio civil, y la Iglesia se opuso terminantemente. Como respuesta, Roca expulsó al nuncio y rompió con el Vaticano. Las relaciones se restablecieron durante la segunda presidencia del tucumano.

Setenta años después un nuevo enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia tendría otra vez como origen el intento de un gobierno –esta vez de Juan Domingo Perón– de sancionar leyes de neto corte progresista, como fueron la fallida ley de divorcio, la supresión de la educación religiosa en los colegios y el proyecto de reforma constitucional para separar la Iglesia del Estado. Más allá de las verdaderas intenciones del por entonces presidente, quien llevaba adelante un conflicto de intereses con el catolicismo, lo cierto es que una vez más la Iglesia optó por el peor camino. Un año después, el 14 de junio de 1955, los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa atacaron al gobierno en la procesión de Corpus Christi. Al día siguiente, Perón le exigió al Vaticano la remoción de los obispos. El 16, los aviones de la Marina bombardearon la Plaza de Mayo y asesinaron a medio millar de personas. El lema de los militares golpistas era más que significativo: “Cristo vence”.

Por último, el antecedente más inmediato fue el enfrentamiento que el ex presidente Raúl Alfonsín mantuvo con la Iglesia a mediados de la década del ochenta con la sanción definitiva de la Ley de Divorcio Vincular, el Congreso Pedagógico y la política de juzgamiento a las juntas militares por la conculcación de los Derechos Humanos durante la última dictadura militar. Y justamente el momento más pintoresco de esa pelea se dio en la capilla Stella Maris, sede del obispado castrense, cuando el ex mandatario subió al púlpito para responder los cuestionamientos políticos que le hacía un capellán militar, quien exigía la impunidad de los represores.

La historia muestra que las relaciones entre Estado e Iglesia siempre fueron incómodas. Con el gobierno de Néstor Kirchner esa característica se acentuó: el cambio de sede de las celebraciones del tradicional Te Deum del 25 de mayo, el enfrentamiento por el affaire Antonio Basseotto –quien pidió que el por entonces ministro de salud, Ginés González García, fuera arrojado al mar con una piedra atada al cuello–, las políticas reproductivas –educación sexual en los colegios, entrega de condones–, el matrimonio igualitario, la revisión del pasado y la complicidad con la última dictadura militar por parte de la jerarquía eclesiástica –Bergoglio, por ejemplo, soñaba con una mesa de la Reconciliación Nacional en la que se sentaran ex militantes revolucionarios y jerarcas militares a dialogar y cerrar “pacíficamente” esa etapa–. Con la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner esa pelea se aquietó un poco y hubo encuentros y diálogos con la jerarquía pero no se pudo resolver –porque es irresoluble– la cuestión de fondo: la soberanía de un Estado nacional frente a una corporación trasnacional.

Hoy, la Iglesia Católica maneja en la Argentina un verdadero ejército de 5236 sacerdotes y 10.823 monjas diseminados por todo el país y que le deben a la jerarquía una obediencia absoluta. La Conferencia Episcopal Argentina (CEA) nuclea un cuerpo de más de cien obispos o príncipes de la Iglesia, como les gusta hacerse llamar. Territorialmente está dividida en 13 arquidiócesis, 46 diócesis, tres prelaturas territoriales, una personal que es el poderosísimo Opus Dei, lo que sumados a eparquías y ordinariatos suma un total de 68 circunscripciones eclesiásticas. Internamente está dividida en 90 órdenes y congregaciones masculinas, y 231 femeninas. Su capital inmobiliario está representado por 60 monasterios, 30 institutos seculares, 30 seminarios diocesanos, diez universidades católicas, 75 santuarios, 2418 parroquias y 6549 iglesias y parroquias que estructuran una red de penetración en la sociedad que ninguna otra organización logró alcanzar. En cuanto a los medios de comunicación, posee dos diarios, una agencia informativa, 67 publicaciones periódicas, 100 radioemisoras, 32 editoriales y 82 librerías católicas. Como se ve, la Iglesia argentina es uno de los grupos económicos más fuertes del país. Todo esto sin contar el centenar de institutos primarios y secundarios que defienden a capa y espada. La relación con el Estado es un tanto ambigua. Las partidas presupuestarias que destina el Estado no superan los 20 millones de pesos (cifras extraoficiales para el pago de los obispos que no elije) pero además recibe muchas veces dinero contante y sonante a través de otras partidas. Lo demás proviene de un secreto entramado que incluye donaciones empresariales, colectas dominicales e inversiones dignas de una zaga de El Padrino. Además, se suman la recaudación de los millones de la colecta anual de Cáritas, más las donaciones constantes y particulares, y los de la colecta Más por menos, dinero destinado íntegramente a la ayuda social. En resumen, para que no queden dudas, la Iglesia Católica es un Estado dentro de otro Estado.

El problema no es de nombres, es estructural. No se trata de quién es el presidente de la CEA o del Vaticano. La Iglesia es y será siempre una institución conservadora. Hace 1500 años que viene conservando su poder sobre Occidente y más allá de la crisis que atraviesa nada indica que vaya a eclipsarse. Hace pocos días dije el ahora Papa Francisco “es un hombre conservador en materia doctrinaria pero con una gran preocupación social, heredada de viejas convicciones de su juventud. Sin embargo, nunca fue, ni siquiera, la derecha del Episcopado argentino. Siempre tuvo del otro lado a la derecha más dura: el sector encabezado por Héctor Aguer y, por ejemplo, Esteban Cacho Caselli, embajador menemista ante la Santa Sede y con fuertes contactos en la línea ultaconservadora del otrora poderoso secretario de Estado de Juan Pablo II, Angelo Sodano, y que apostaba por el cardenal milanés Angelo Scola. Ni siquiera es el más ortodoxo de los posibles latinoamericanos: está menos a la derecha que el brasileño Odilo Scherer o que Oscar Rodríguez Madariaga, por ejemplo.” Y que era “la menos mala de las opciones que había entre los cardenales del cónclave”.

También escribí que el Vaticano tiene problemas más urgentes que los gobiernos populares. A saber: el escándalo sexual de los sacerdotes pederastas, la falta de vocaciones en Occidente, la corrupción del Banco Ambrosiano, la abulia de los sacerdotes, el rol de la mujer, la complicidad de los obispos con el poder económico en todos los países, la crisis económica europea, las necesidades de reforma que provienen de África y América Latina, la competencia con el protestantismo anglosajón, con las telesectas, el Este milenario chino. En fin, la Iglesia Católica tiene que comenzar un nuevo diálogo con la modernidad, con el siglo XXI, y no simplemente modernizarse comunicacionalmente como lo hace el Opus Dei.

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