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Opinión

25 de Marzo de 2013

Un espejo empañado

La novela es un espejo frente al que un lector moderno se pasea, y mirando de reojo mide el valor de su reflejo con la imagen del pasado. La novela histórica convencional con algún grado de ambición es ese tipo de espejo. El pasado, entonces, como la llave a un cofre donde el espejo es […]

Tal Pinto
Tal Pinto
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La novela es un espejo frente al que un lector moderno se pasea, y mirando de reojo mide el valor de su reflejo con la imagen del pasado. La novela histórica convencional con algún grado de ambición es ese tipo de espejo. El pasado, entonces, como la llave a un cofre donde el espejo es el tesoro.

Antonio Gil en sus novelas mantiene el espejo y se deshace del cofre. Intenta minar la forma convencional de la novela histórica: lo extenso se hace breve, lo claro, opaco. Se acerca a los hechos de la historia sin temor a deformarlos, desafiarlos y, eventualmente, rechazar aquellos hechos negativos a su cosmovisión personal. En “Cielo de serpientes”, una de sus anteriores novelas, la relación de los hechos es apenas un ejercicio mecánico para transmitir una visión de un Chile moderno sin alma. Su prosa –poética o lírica dirían algunos- no es suficientemente interesante, y mal oculta el vehemente deseo del autor de proporcionar una didáctica moral al lector.

Los hombres no suelen cambiar de piel y los novelistas no son excepción. “Retrato del diablo” es un eslabón más en la cadena de críticas antropológicamente superficiales que Gil hace al mundo moderno. Por medio de una serie de relatos breves enyuntados, Gil pone en circulación discursos críticos sobre la sociedad. Rui Faleiro, el personaje central de la novela, es un conspirativo Bustos Domecq sin sentido del humor que escupe hechos y más hechos históricos a su impávido e impermeable interlocutor, Gil, o las variaciones de Gil, en un manicomio en Lisboa. Supuesto cosmógrafo de Magallanes, en su delirio se arroga el conocimiento del mundo, del diseño y movimiento del mundo. Mientras tanto, en otras viñetas, un cura y un halconero botados en el fin del mundo, animados por el poder creativo del daimon, la soledad y un tibio optimismo, deambulan en busca de su fortuna y destino.

“Quiero que sepan que no apruebo los desbordes del habla, las complicaciones innecesarias ni los decorados retóricos”, afirma Mateo Ketzner, otro de los tantos narradores que aparecen en la novela. Esta declaración es una parodia de “Retrato del diablo”. La prosa de Gil es alambicada, ornada, pavimentada de trucos. Escribe con un “Gradus” en el regazo. Hay prosas en la narrativa chilenas nacaradas y barrocas, como la de Lemebel, que funcionan por la fuerza de su sentimiento romántico y moral. La prosa de Gil, sin embargo, tiene tufo a artilugio: un vaivén mecánico, trinos, para caer en el juego, de un pájaro de fierro. En sus mejores momentos, y son muy pocos, el gorjeo sobreadjetivado es soportable; en los peores, que son muchos, es un inconveniente ácido. Existen muy pocas novelas que pueden sobrevivir a un novelista que cambió el lápiz por un martillo. El proyecto de Gil, ambicioso, moralista, pide con urgencia matices.

Retrato del diablo
Antonio Gil
Sangría Editora, 2012, 196 páginas

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