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Opinión

5 de Mayo de 2013

El objeto perdido de la homosexualidad chilena

No fue hasta que surgieron Larraínes, Simonettis y Paradas que la homosexualidad alcanzó un espacio destacado en Santiago de Chile. Antes de ellos ésta fue considerada un trastorno, un objeto escondido bajo el mantel de la mesa familiar chilena, un síntoma caracterizado hasta el ridículo en la pantalla chica, y lo peor de todo, un […]

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No fue hasta que surgieron Larraínes, Simonettis y Paradas que la homosexualidad alcanzó un espacio destacado en Santiago de Chile. Antes de ellos ésta fue considerada un trastorno, un objeto escondido bajo el mantel de la mesa familiar chilena, un síntoma caracterizado hasta el ridículo en la pantalla chica, y lo peor de todo, un arrebato muchas veces reprimido. Por mucho tiempo asistimos a abiertas exclamaciones como: “¡Qué depravación esa que los homosexuales y lesbianas demanden sus derechos!, ¿por qué la sodomía habría de tenerlos?” Sin embargo, tras la aparición de estas figuras públicas, la homosexualidad se manifestó públicamente más allá de los límites del hito mental marcado entre el Parque Bustamante y la cordillera.

La moral burguesa chilena del siglo XIX y XX está repleta de ejemplos cínicos donde homosexuales debieron exiliarse en Europa o Estados Unidos para dar rienda a su fervor “raro”. Es cosa de echar una mirada al libro con el mismo nombre de Oscar Contardo para hacernos una idea general de lo que aquí digo. El exilio homosexual tiene cara de excusa histórica, una negación del individuo con forma de beca de estudios a Europa, o simplemente una autoimpuesta convicción de que “—vivir en Chile definitivamente no es lo mío”. Sin embargo, avanzado el siglo XXI, mucha ideología de liberalismo económico, de libre consumo, de iniciativa privada sin restricciones, añadido al culto al exitismo individual sobre cualquier otro valor, han hecho del mundo homosexual un interesante mercado y una ineludible realidad. A su vez, este conjunto de reacciones del modelo económico ha concentrado sobre la imagen del hombre homosexual un nuevo perfil chileno, una alegoría del cliente ideal para el mercado: consumista, individualista y con dosis suficientes de “blanquitud”.
Así, los hijos homosexuales de la clase privilegiada chilena de este siglo se negaron a expatriarse, y de la misma forma como en el Barrio de Chueca en Madrid o en el Greenwich Village de Nueva York, este nuevo modelo social sueña pasear con su pareja por los adoquines de José Miguel de la Barra, beber una copa de espumante en el Barrio Lastarria escuchando “My favorite thing”, o hacer el amor teniendo en frente la romántica postal del Parque Forestal. ¿Acaso habría que culparlos por ello? ¡Absolutamente no! Lo que no significa que no existan zonas erróneas en la crónica de reivindicaciones tras la bandera del arcoíris chilensis.

Y es que en la contienda por los derechos de las minorías sexuales tanto emoción y razón se funden arrastrando consigo un ideal de futuro, o mejor dicho, si invertimos las palabras, un futuro ideal. Futuro que por cierto está muy lejos de concretarse si no es condicionado por las asperezas que nos impone el presente. Dicho de otra manera, si el futuro no es más que el pasado perfeccionado, refinado y aumentado, la zona errónea a la que aludo se concentraría en querer perfeccionar nuestro pasado homosexual optando por estas voces cool, pletóricas de razón y agradables a la escrupulosa pantalla. Una aparente versión genuina de la homosexualidad, pero que sólo es aparente, ya que muchas veces hemos visto su autocomplacencia con el establishment político de derechas —sin ir más lejos, en la última campaña presidencial de Sebastian Piñera. Tampoco quiero hacer con esto un elogio a los valores de la izquierda chilena, para quién aún suspiran sus reliquias románticas altamente cargadas de testosterona, como el nombre de Luis Emilio Recabarren o los poemas de Pablo Neruda, todo un arsenal del imaginario heterosexista chileno del siglo XX.

Tampoco creo que haya mucho que achacar de manera particular a estos rostros de la clase privilegiada de la homosexualidad chilena, al contrario más de alguno de ellos me parece respetable. Más bien me interesa hurgar en el baúl del inconsciente lo que estas figuras detonan para la elaboración de nuestras fantasías políticas, pulsiones, valores y mitos colectivos. “La negación es un modo de tomar noticia de lo reprimido” señala Freud. En este sentido, en un modelo social en donde la homosexualidad busca un espacio de legitimización mimetizada con los valores del conservadurismo chileno y las condiciones establecidas por el mercado, la negación adquiere la forma de la propia alegoría del gay que se sueña a sí mismo como en la postal que describí más arriba. Me gustaría decir lo contrario, pero sigo pensando que en el imaginario popular “ser homosexual” en Santiago de Chile tiene más que ver con un deseo dibujado por las elites, que con el resultado de una lucha social consciente de que diferencia no es lo mismo que diferenciación.
Estas características han sido razón suficiente para mostrarme aprensivo ante estos arrebatos de liberalismo renovador en la política chilena. Si alguna vez miré con sospecha la campaña acartonada pro-derechos LGBT de Sebastián Piñera, no veo muchos elementos novedosos en la demanda por el derecho al matrimonio. ¡Créanme! He hecho un gran esfuerzo en pensar lo contrario, sobre todo luego de mi reciente estadía en Chile. Mi conclusión aquí es que el discurso de los derechos de igualdad se ha concentrado —al menos desde sus voces mediáticas— en el derecho al matrimonio, cuestión que encierra la inquietante paradoja de que la homosexualidad en nuestra moderna sociedad coquetea lascivamente con la ideología de la propiedad privada y el libre-mercado.
Mutatis mutandis, esta paradoja que vincula homosexualidad, mercado y democracia no es muy distinta de la que se puede observar en sociedades post-industriales como Estados Unidos o Canadá, con la única y gran salvedad que en estas sociedades aún persiste lo que en Chile casi desconocemos: la meritocracia. Tal como en los mitos y cuentos infantiles, en donde el protagonista busca incansablemente un objeto que le devuelva la felicidad: Heracles en la mitología griega, Dorothy en el “Mago de Oz”, o Ángel buscando la flor de siete colores, el sentido de ser homosexual en Chile se reparte entre quienes padecimos la opresión en dictadura, y las nuevas generaciones que con todo derecho cuestionan un país que heredó restricciones constitucionalmente amparadas. Cualquiera sea el caso, la búsqueda de la rutilante felicidad es un camino a la aceptación social que mezcla la comedia y la tragedia, y en esta búsqueda frenética el matrimonio resulta un fetiche inspirador. Sin embargo, en el frenesí de la contienda olvidamos que el matrimonio, en su versión convencional, ha sido una máquina para reproducir alianzas económicas, cuya base y defensa han sido la perpetuidad económica y los valores de la tradición heteronormativa.

Aceptémoslo, en la lucha por los derechos homosexuales en Chile nadie se ha aventado a las patas del caballo del rey, como lo hizo la activista feminista Emily Davison en el Derby de 1913 buscando el derecho a voto de las mujeres. No pretendo hacer un exhorto a que alguien lo haga. Mi observación apunta a los mecanismos que hacen que en Chile la demanda homosexual —acaso la de todas las minorías— sea aspirada por la máquina política y económica, regresándonos como resultado un reflejo combado y distorsionado de la misma demanda. He aquí pues que la máxima de Lampedusa en El Gatopardo, “cambiar todo para que nada cambie”, toma sentido. Esta vez no nos enfrentamos sólo contra poderes plutocráticos o sectores privilegiados de la sociedad, al contrario¸ nos enfrentamos contra nuestra propia sombra inconsciente que remplazó la imagen del homosexual decadente, pobre y marginal por la del blanco exitoso que ganó la lotería genética, conservando así los mismos efectos de la exclusión.

En el marco por captar el interés del esquivo votante durante un año de elecciones, las minorías sexuales nuevamente aparecemos como sinónimo de aquella tolerancia y diversidad tan ausente en la sociedad chilena. Sin embargo, existen suficientes preguntas en torno a cuanto se ha alcanzado en el difícil terreno de la justicia y la equidad de derechos durante estos veinte años. En este sentido, cuando he cuestionado el valor del matrimonio como vía para legitimar mi propia cultura como homosexual he recibido de diversos sectores la misma respuesta: “al menos el matrimonio de parejas de un mismo sexo es un modo de comenzar y de avanzar en la lucha por la igualdad”. Es cuando me surge la pregunta si bajo estas condiciones de autoexclusión es la igualdad lo que realmente quiero. En otras palabras, mientras sigamos acariciando con simpatía las estructuras de poder, sus iconos y su ortodoxia moral derivada del poder dominante heterosexual, seguiremos chocando con la pared de nuestros mecanismos de defensa y represiones del inconsciente, manteniendo ese sentimiento de objeto perdido en un país acostumbrado a cambiar todo para al final no cambiar nada.

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