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Planeta

1 de Junio de 2013

Entrevista con un hombre muerto

El raro caso de un hombre con síndrome Cotard (o de cuando hacemos fantasmas de nuestro sí mismo)

Por



Vía PijamaSurf

El miedo devora el alma

Estar muerto en vida es la más radical expresión de la depresión humana. Movernos indolentemente en lóbregos espacios crepusculares de incontables gamas de grises cuya riqueza matizada nos es insignificante e indiferente –no ya el dolor abismal que inyecta un vibrante veneno en el corazón, sino la anestesia y la analgesia lánguida e interminable, cotidianamente extendida para abrazar al mundo con sus guantes de seda somnífera. Y es que el sufrimiento y el dolor encarnizado no son los síntomas de la depresión más profunda y paralizante –son las señas de una herida abierta en movimiento, posiblemente en proceso de sanación, especialmente en el encaramiento. Tan sólo sentir –aunque dolor y sufrimiento– es en muchos casos una buena señal, un grito de vida, una estado de agudeza y quizás de coraje. Aquellas depresiones que se caracterizan por la ausencia de sensación –y no deseo de lo ausente– son más preocupantes ya que hablan de una pulsión de muerte (un conjuro psíquico que envuelve como una capa todas las terminaciones nerviosas).

La muerte avanza por el organismo en la forma de una voz sinuosa que nos repetimos, un rito que el miedo utiliza como medio de comunicación interna: “Estoy muerto”, nos decimos o “Quiero morirme”. La neuroprogramación entra en la sombra, en los espacios dubitativos de la sinapsis y se erige en default. La neurodegeneración de la depresión más álgida es una posesión de la muerte que apaga “la caja de luces” y tejidos (terminales de pulpo o niño excitado) que se vuelcan al mundo, hacia afuera, hacia la luz para sentir y compartir. Es a la vez un mecanismo de defensa -ejecución del trauma– para evitar enfrentar la sombra del miedo al amor. De manera misteriosa y con sorprendente poder psíquico que actúa en su entorno –como si fuera su propio pequeño y aciágo dios de la fortuna– el ser humano llega a sabotear toda posibilidad de sentir (amor) para evitarse la posibilidad de perder o ser rechazado por lo que quiere. Somos nuestro único y más cruel verdugo. El miedo es la enfermedad degenerativa por excelencia, la inacción –parafraseando a William Blake– engendra pestilencia.

De la metáfora zombie al caso clínico del hombre que vive muerto

Este sentimiento de estar muerto en vida que generalmente usamos como una metáfora de la depresión profunda o de la desdicha más corrosiva, en ocasiones puede cruzar la frontera de lo real y experimentarse como una condición psicofísica. De manera extrañas podemos recordar lo que decía Charles Manson: “la muerte es psicosomática”. Generalmente consideramos que nuestro sí mismo está dado por nuestro cerebro, el socorrido aspecto material de la conciencia, que integra y unifica todas nuestras percepciones. Pero para algunas personas, que padecen del síndrome Cotard, es posible rondar por la penumbra de la vida con la certidumbre de que han muerto y de que su cerebro ha desaparecido.

La revista New Scientist publica una nueva serie de entrevistas y perfiles de personas que padecen las condiciones neurológicas más extrañas del mundo. Entre ellas “Graham”, un hombre que un día despertó convencido de que estaba muerto. Esta oscura e irremovible realización es producto del síndrome Cotard (o delirio de negación), que se caracteriza por la firme creencia entre los que lo padecen de que ellos o alguna parte de su cuerpo ya no existen. Un nihilismo hipocondríaco que se opone al síndrome del miembro fantasma –en el que se tiene la sensación de que un miembro amputado (o incluso una persona extrañada) está todavía conectada al cuerpo. Aquí uno hace fantasma su propio cuerpo, negando incluso la conexión más inmediata: aquella con lo que nos hace integrar el mundo. Ser sólo una colección macilenta de hueso y trapo.

Sufriendo de una severa depresión, Graham intentó cometer suicidio llevando un electrodoméstico a la tina. Ocho meses después le dijo a su doctor que su cerebro estaba muerto. En la más profunda oquedad del neurofantasma: “Sentía que mi cerebro ya no existía y le decía a los doctores que las pastillas no iban a servirme porque no tenía cerebro. Me lo había quemado en la tina”.

Algunos pacientes con este raro síndrome mueren de inanición, creyendo que ya no necesitan comer. Otros han intentado deshacerse de su cuerpo utilizando ácido –una especie de resabio cerebral usado para liberarse de la fijación de que son “muertos vivientes”.

“Perdí el sentido del gusto y del olfato. No necesitaba comer, ni hablar, ni hacer nada. Acabe pasando todo el tiempo que podía cerca del cementerio porque eso era lo más que podía acercarme a la muerte”, dice Graham, quien era alimentado forzosamente por su familia.

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#entrevista#Hombre#Muerto

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