Vía El País por Antonio Caño En menos de un mes, Barack Obama ha expresado su voluntad de poner fin a la guerra contra el terrorismo —“esa guerra, como todas las guerras, tiene que acabar”—, ha completado un equipo de política exterior situado bastante a la izquierda del establecimiento político y ha justificado la vigilancia de […]
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Vía El País por Antonio Caño
En menos de un mes, Barack Obama ha expresado su voluntad de poner fin a la guerra contra el terrorismo —“esa guerra, como todas las guerras, tiene que acabar”—, ha completado un equipo de política exterior situado bastante a la izquierda del establecimiento político y ha justificado la vigilancia de millones de comunicaciones telefónicas y de Internet sobre la base de que hay que sacrificar cierta privacidad a favor de más seguridad.
En realidad, nada nuevo, el mismo Obama de siempre, en esa lucha contante entre el compromiso con la leyenda del Yes, we can y la realidad del gobierno. Probablemente, esa es la esencia misma del poder: los límites entre lo que se quiere hacer y se puede hacer.
En el caso de Obama, el episodio de los registros telefónicos y el rastreo de correos electrónicos, chats o fotos en todo el mundo, ha acabado de decepcionar a algunos de sus más entusiastas seguidores. The New York Times decía rotundamente en un editorial que ya “no se puede confiar” en él. En las televisiones y redes sociales, las críticas, tanto de la izquierda como de la derecha, han sido dominantes, y, con ese capacidad de síntesis que caracteriza a los periodistas, algunos titulares lo expresaban así: “George W. Obama”.
La idea de que Obama es una repetición de Bush es fácil de entender, mucho más fácil de transmitir y cuenta con muchos adeptos, tanto entre quienes intentan exonerar a Bush como entre quienes siempre tuvieron sospechas sobre Obama. Pero el asunto es algo más complejo.
Obama heredó la estrategia completa de guerra contra el terrorismo elaborada por el Gobierno de Bush, incluidos los dos programas de vigilancia de las comunicaciones que ahora se han conocido, y la verdad es que no ha hecho gran cosa para sustituirla por otra. Quizá lo intentó, pero le convencieron de que no se podía. Como confesó inocentemente el viernes, él era inicialmente escéptico sobre el valor de esos programas, pero sus asesores le recomendaron mantenerlos.
Una buena dirección exige, por supuesto, escuchar a los colaboradores. Pero el liderazgo se forja en el riesgo personal que un presidente asume a solas en determinadas ocasiones. Se cumplen ahora 50 años del asesinato de John F. Kennedy, de quien se recuerda cómo se mantuvo solo, frente a la opinión de todos sus asesores militares, en su posición de no atacar Cuba durante la crisis de los misiles, lo que probablemente evitó una guerra nuclear.
Obama no es la repetición de Bush por su concepción del mundo, del papel de Estados Unidos o del uso de los medios que tiene a su disposición. Pero se le parece, en el sentido de que ha sido incapaz hasta ahora de establecer su propia y diferenciada presidencia. El problema no es que Bush sea el modelo de Obama, que no lo es. El problema es que, en este momento, es imposible saber para qué quería Obama un segundo mandato y hacia donde conduce al país. No es que sea como Bush, es que la escasez de liderazgo ha hecho recordar a Bush.
Para ser justos, es preciso reconocer que el registro de llamadas telefónicas, sin escuchar su contenido, o el seguimiento de los movimientos en Internet en el mundo, ocasiona a los individuos un daño menor que las torturas, las cárceles secretas o los secuestros clandestinos. Obama ha eliminado los ingredientes más nocivos de la guerra contra el terrorismo y, en líneas generales, ha creado un entorno de cooperación y entendimiento internacional. Eso es mucho, cuando se valore en perspectiva.
Pero, de nuevo, el problema es que esos méritos no se corresponden con una línea de actuación coherente y constante. Ni siquiera hubiera sido tan difícil defender la vigilancia de las comunicaciones, que puede tener su lógica, dentro de un proyecto propio y razonado.