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Opinión

20 de Junio de 2013

Sin miedo

Sin miedo, sin odio, sin violencia, decía el eslogan del NO. No había una fórmula que podía resumir mejor lo que necesitábamos creer los que cumplimos 18 años para esa fecha. No había tampoco un llamado más complicado, más arriesgado para los que tenían, como mis padres, 40 años por entonces, o los que andaban, […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Sin miedo, sin odio, sin violencia, decía el eslogan del NO. No había una fórmula que podía resumir mejor lo que necesitábamos creer los que cumplimos 18 años para esa fecha. No había tampoco un llamado más complicado, más arriesgado para los que tenían, como mis padres, 40 años por entonces, o los que andaban, como los responsables de la franja del NO, en los treinta. Para ellos este no era un eslogan, sino un desafío, una prueba de fuerza. ¿Cómo no tener miedo cuando los vecinos, los amigos, o tú mismo fuiste torturado, perdiste un pariente, sobreviviste a duras penas a una represión que tenía como objeto crear y alimentar el odio? ¿Cómo evitar que ese odio, cuando no se convertía en resignación, no se hiciera violencia?

La campaña del NO llamaba a los militantes y los simpatizantes, mucho más que a los indecisos a los que se supone estaba orientada, a ejercer una verdadera catarsis. Operar un tumor que se había mezclado con la fibra misma de su cuerpo, sus vidas, recuerdos, pasiones. El miedo que era también amor, el odio que era también recuerdo, la violencia que era también consecuencia. Este lema no hubiese tenido nunca el éxito que tuvo sin la disciplina espartana a la que se sometieron militantes y dirigentes, capaces de ponerse por encima de sus emociones, sobreponerse a sus instintos para obedecer a una estrategia que los obligaba a ser más adultos aún que ellos mismos.

La campaña del NO fue un spot, una franja, un momento televisivo pero también, y sobre todo, un debate interno en cada militante que decidió, como un actor en el escenario, asumir la máscara, y luego internalizar el rol que el momento le pedía. Tuvieron, como los actores del método Stanivalsky, que recurrir en gran parte a la memoria emotiva. Buscar en el repertorio de sus vidas, marcadas algunas veces desde la adolescencia por la violencia y el odio, la alegría, la paz, la familia, el país inventado en que necesitaban creer. A falta de recuerdos propios usaron los de los comerciales, los de las películas; los de esa otra memoria emotiva que había ido de a poco substituyendo la nuestra.

El NO fue la invención también de una paz, de un campo, de una ciudad feliz que nunca existió. Incapaces de escapar a la realidad del miedo, nos inventamos una fantasía de confianza, de tranquilidad, de normalidad que nos ayudó a pasar sobre el miedo sin recurrir al heroísmo que siempre es violento. Le dijimos No al miedo, apretamos los párpados, no caímos ante la provocaciones de Pinochet y sus secuaces, pensamos habernos salvado; haber salvado algo más que nosotros mismos, un país, una idea, una historia en común que volver a inventar desde cero.

En la década de los noventa vivimos esa confianza, esa infancia, esa felicidad que nos inventamos para sobrevivir al miedo. Como los niños que controlan sus pesadillas pegoteando pedazos de dibujos animados, el invento nos ayudó a sobrevivir mientras los militares se maquillaban la cara y nosotros jalábamos (yo no) cocaína para mantenernos despiertos de noche y dormidos de día. Nos inventamos un país de todos que era un poco de nadie. La Unidad Popular dejó de tener programa para tener ante todo excesos; la dictadura también se convirtió en una exageración de la historia que había vuelto a un cauce de negocios, amigos, matrimonios, divorcios, historias personales.

Crecimos a toda velocidad, miramos al Pacífico para no mirar esa terrible cordillera con forma de paredón. Vendimos y compramos una imagen de país en eterna vendimia, cabalgata, mingas chilotas, en perpetua inauguración de una casa como la que se nos mostraba en la campaña de Aylwin que se parecía a la de Laura Ingalls en “la Casita de la Pradera”. En un país sin pradera, y sin puritanos, adherimos a ese sueño limpio, intensamente cristiano pero nada católico de una casa construida por todos. Esta se convirtió luego en el símbolo del Techo para Chile, la mediagua que sobrevuela el paseo Ahumada. La imagen del consenso de su época, acabar con la pobreza, construir entre todos casas, que el padre Berríos empezó a relacionar con ideas más problemáticas: segregación urbana, segregación escolar, clasismo, el discurso de los curas de izquierda que tanto hicieron para acabar con el equilibrio de los tres tercios, pero agazapado en la estética de la campaña del NO y su ética de efectividad y fiesta.

Nadie puede predecir el destino de un eslogan. El Sin Miedo del 1988 era un ejercicio de voluntad que nos hizo empezar a temer tener miedo. Para los jóvenes del Techo para Chile, y los de la FECH y la CONES y la ACES, vivir sin miedo empezó a resultar la cosa más natural del mundo. ¿Cuál era el peor castigo que podían recibir? Trombas de agua, lacrimógenas, malas notas, castigos de padres tan asustados que los perdonaban de entrada, que los entusiasmaban a romper el círculo del miedo del que nunca pudieron salir ellos.

Venezuela, Ecuador, o Argentina, presentadas por la prensa chilena como el infierno en la tierra, eran aún la televisión, el show, la fiesta, la demencia, la ruina, la demagogia pero no la mazmorra, no la tortura, el gulag, los fusilamientos, ni siquiera las colas infinitas y el racionamiento. El miedo a tener miedo ya no fue una barrera de entrada, el peso de la noche no fue ni siquiera una prueba de historia. El horror fue un recuerdo de sus padres, una deuda que les parecía justo pagar, un tiempo perdido que les parecía no sólo posible sino urgente recuperar. ¿Por qué no se hizo más? ¿Por qué no se hizo todo? Porque teníamos miedo. ¿Miedo a que? A los militares, la revolución, la bomba atómica, la expropiación. Películas, ideas, canciones tristes de los Inti y la Violeta que escuchan e imitan los que no conocen el dolor de lo que hablan pero aprecian la belleza más cercana que la falsa fiesta ruidosa de los noventa.

La franja del NO prometía un Chile sin miedo, sin pensar seriamente que era posible, en una historia marcada una y otra vez por el látigo del encomendero, el horror al Malón, el rugido de los volcanes, que esto fuera simplemente posible. No sabíamos, no sabemos los que votamos el 88, vivir sin miedo; pero vemos con alegría algunos, con espanto, que nuestros hijos, nuestros hermanos pequeños, no saben en cambio vivir con miedo.
Ya aprenderán, se consuelan los cínicos. Ya es demasiado tarde, pienso yo, el miedo que les tocará vivir no será nunca más el nuestro, el que Pinochet sentía y hacía sentir, el que convertía hasta en castigo los premios. Sin miedo, sin odio, sin violencia. Con ese astuto y necesario, con ese sano y al mismo tiempo imposible eslogan echamos al dictador del poder. Esperamos 20 años y un poco más para que con ese mismo lema, convertido en carne, en sangre, en destino, lográramos acabar con la dictadura.

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