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25 de Julio de 2013

El episodio más oscuro de la carrera de Matthei: el caso de espionaje telefónico conocido como Piñeragate

En este capítulo del libro de Cavallo, se relata la trama tras los pinchazos telefónicos que dejó a Renovación Nacional en el suelo y a Piñera y Matthei distanciados por largos años hasta que la actual candidata de la Alianza pasó a formar parte de su gobierno. Matthei, según el libro, llamaba “huachito” al capitán Fernando Diez, encargado de realizar las intercepciones telefónicas que afectaron al actual mandatario y que terminaron transmitiéndose en Megavisión el 23 de agosto de 1992 en el programa "A eso de...", donde el fallecido empresario Ricardo Claro y dueño de la estación puso play a su radio Kioto y destapó uno de los peores escándalos de la política chilena.

Por

El siguiente texto es parte del capítulo 17 del libro “La Historia Oculta de la Transición” (Editorial Uqbar editores) del periodista y columnista del diario La Tercera y Decano de la Escuela de Periodismo de la UAI, Ascanio Cavallo. El siguiente capítulo es “Un huachito y dos generales”, donde el autor relata la trama tras las escuchas telefónicas que sepultaron las carreras de Sebastián Piñera y Evelyn Matthei en 1992.

Lee también “El Picnic de la Segunda División”

***

Huachito —le dice Evelyn Matthei al capitán Fernando Diez, comandante de la Cuarta Compañía de Guerra Electrónica del Regimiento de Telecomunicaciones Nº 9 Soberanía, en las alturas precordilleranas de Peñalolén. Están en una sala privada del brigadier general Ricardo Contreras, Jefe del Comando de Telecomunicaciones, y el término le resulta tan chocante al capitán, que lo comentará con sus camaradas de armas y lo citará ante la justicia una y otra vez.

Pero la diputada de Renovación Nacional no repara en ese rechazo, porque su tarea de esa noche del domingo 8 de noviembre de 1992 está por sobre las formas.

—Huachito, ya todo se sabe, el ministro Rojas tiene tu nombre. Tienes que decir la verdad, no te va a pasar nada. Tenemos los mejores abogados, hasta trabajo si necesitas, lo que quieras.

—Yo a usted no la conozco —dice Diez, sintiéndose ante una trampa—, no sé por qué me mete en esto. Evelyn Matthei insiste, pero el capitán la niega como a una aparición: como si no creyera que le está pasando lo que temió desde la infausta noche del 23 agosto, cuando vio en Megavisión al propio presidente del canal, Ricardo Claro, apretar el botón de una radiograbadora corriente y emitir, para millones de oídos, dos voces que lo torturan semana tras semana.

Hasta salen a pasear por el patio: numerosos oficiales los ven en ese trámite, Diez vive el drama de la mentira penal. Tal vez imagina que sin confesión no habrá nunca prueba, pero sabe que cuando entregó a la diputada la grabación subrepticia de una conversación de telefonía celular entre el senador Sebastián Piñera y su amigo, el ejecutivo de Coca Cola Pedro Pablo Díaz, era parte de un engranaje más amplio. De eso se defiende. No es culpable, piensa, porque nadie es culpable de una denuncia patriótica. Al revés, es víctima de una traición, otra de las traiciones de la política.

Cuando esa ciega rabia hace que el capitán se exalte frente a la diputada, el brigadier general Carlos Krumm, el primer comandante que tuvo Diez (en el Regimiento de Telecomunicaciones N” 6 Tarapacá, de lquique), que ha venido para ayudar al brigadier general Contreras, saca a Evelyn Matthei de la sala y se encierra a solas con él.

La larga conversación, que casi sobrepasa la medianoche, no tiene resultados. Para entonces ya se ha instalado en el Regimiento un equipo del Batallón de Inteligencia (BIE), el brazo operativo de la DINE, premunido de un detector de mentiras.

En la tarde del día siguiente, el lunes 9, el capitán se quebranta y reconoce su autovía ante Krumm. A partir de ese instante, según el propio Diez, sus declaraciones son fabricadas en conjunto con el BIPE, y mecanografiadas por su esposa, Marianela Díaz, que también es secretaria de la Academia de Guerra, ocultando detalles y circunstancias agravantes.

La sensación de triunfo de Renovación Nacional tras las elecciones municipales duró efímeros 56 días. Quizá menos: la disputa entre los precandidatos Sebastian Piñera y Evelyn Matthei había devenido en conflagración ya antes de los comicios, y tenía al partido quebrantado y crispado.

Era una situación inesperada. Piñera había iniciado los sondeos para su candidatura apenas una semana después de ser elegido senador, a fines de 1989, siguiendo un diseño que unificaba a la recién triunfante Patrulla Juvenil, la candidatura para Piñera, la presidencia de RN para Andrés Allamand, el liderazgo de los diputados para Alberto Espina y una senaturía futura para Evelyn Matthei. Tal diseño suponía desplazar al principal líder de RN, el senador Sergio Onofre Jarpa. Paradójicamente, el caudillo parecía aceptarlo. En agosto de 1990 cedió la presidencia a Allamand y en el verano del 91, durante un almuerzo en el Congreso respaldó a Piñera.

A ambos les puso limitaciones.

Con Allamand, vetó el ingreso a la mesa directiva de Piñera y Evelyn Matthei No por objeciones personales, sino como freno al ancho dominio que el joven presidente intentaba extender.

Allamand debió aceptar una mesa integrada por cinco figuras cercanas a Jarpa y sólo tres a él mismo. Luego asistió, en la noche del 6 de agosto de 1990, al Consejo General que en Valparaíso proclamó presidente a Allamand con una lucida fiesta de estilo americano. Volaron sombreros de cartón, serpentinas y cintas tricolores, y hubo multitud de mujeres preciosas, algunas parlamentarias que hicieron el deleite de una derecha de historial masculino.

En ese firmamento casi californiano brillaron Evelyn Matthei y su principal asesora, Lily Pérez, el fichaje estelar más joven de aquellos días. Allamand anunció que en esa carpa se hallaba el próximo Presidente de Chile y, con excepción de los otros interesados de entonces —que también aplaudieron a rabiar—, todos entendieron que se refería a Sebastián Piñera.

Cuando se reunió con Piñera, en enero del 91, Jarpa le dio tres consejos: no atacar al régimen militar, defender la agricultura y no actuar con tanta precipitación. Piñera entendió que el cacique le sugería que se pusiera bajo su tutela. Jarpa entendió que su mensaje era una prevención contra la prepotencia del dinero.

Pero ni Allamand ni mucho menos Piñera respetaron los consejos ni los deseos del vicio líder.

Allamand se dedicó a subrayar el “cambio de estilo” y crea un shadow cabinet en el que relegó al caudillo a los temas de Defensa y metió a RN a cuantas personas podían disgustarle, empezando por el ministro Francisco Javier Cuadra, convertido en asesor directo de la cúpula partidaria.

Pero Jarpa controlaba todavía áreas decisivas del partido, como la bancada de senadores, el grupo agrario y los sectores más doctrinarios y tradicionales. Allamand hizo esfuerzos denodados por tomar las riendas de RN durante todo 1991. Cada uno de esos pasos aumentaba la distancia de Jarpa, que atribuía los tropiezos del joven presidente a la influencia perturbadora de Piñera y su fortuna. En el segundo semestre del 91 también comenzó a distanciarse Evelyn Matthei, que a su relación siempre tensa con Espina sumaba ahora un creciente sentimiento de marginación. Para peor, ese año quedó embarazada y debió alejarse del mundo de restaurantes y sobremesas nocturnas donde se fraguaba la política copular de RN.

El estilo de Piñera hizo el resto. Sus cortos modales, sus maneras atropellarlas y su impetuosa seguridad no alejaron sólo a los viejos próceres de la derecha, sino también a algunos de los hombres de Allamand: Gustavo Alessandri Balmaceda. Federico Mekis. Federico Ringeling, Fernanda Otero, Francisco Ignacio Ossa, Cristián Correa.

La resistencia a Piñera fraguó en el verano del 92. Alentada por esos dirigentes, y con el respaldo más discreto —pero explícito— de Jarpa, Evelyn Matthei decidió competir con su antiguo profesor, empleador y amigo.

Allamand y Piñera contemplaron la operación con una mirada poco menos que irónica. Ambos pensaban en un problema estratégico, casi de Estado: Eduardo Frei había ganado la presidencia del PDC y de seguro convertiría la campaña municipal en un primer paso del desafío presidencial. En concordancia con la oportunidad de adelantarse a la UDI, la campaña de RN fue diseñada como una plataforma para Piñera: recorrería comuna por comuna, instalaría sus consignas y hasta pondría parte del financiamiento. Esa circunstancia colmó la medida de Evelyn Matthei confirmó todas sus sospechas sobre el carácter excluyente y egoísta de la alianza entre Piñera y los otros miembros de La Patrulla Juvenil.

La campaña interna fue una escalada continua desde entonces. Mientras Piñera invertía esfuerzo y dinero para hacerse del control territorial de RN, Evelyn Matthei alentaba y captaba todas las resistencias de un partido que consideraba al empresario un advenedizo en la derecha, un DC encubierto que se aprovechaba de la ausencia de liderazgos decididos.

Tampoco les faltaba alguna razón. A fines del 88 Piñera era tan cercano a la DC, que el entonces presidente de ese partido, Patricio Aylwin, lo invitó a una reunión en su casa donde su equipo prepararía su candidatura presidencial. Solo dos de los hombres que habían trabajado para el Comando del No expresaron allí su convicción de que el candidato debía ser un hombre más joven, el empresario Eduardo Frei Ruiz-Tagle: Genaro Arriagada y Sebastián Piñera.

Arriagada soportó la derrota y el ostracismo interno en la DC.

Piñera, persuadido por Allamand. se embarcó en la volátil candidatura de Hernán Büchi, ministro de Hacienda de Pinochet. Y a fin de año, Allamand lo impuso como candidato a senador por Santiago Oriente, aplastando las aspiraciones de figuras más inequívocas, como Gustavo Alessandri Valdés, Miguel Angel Poduje y Miguel Otero. Piñera gastó un millón de dólares, puso a dos gerentes de Bancard al frente de la administración de la campaña, recorrió las comunas con su hermano Miguel, el cantante, y se enfrentó al mismo Frei sin el menor complejo.

Ganó. Como ganó también su amiga Evelyn Matthei, en la diputación de Las Condes, contra todos los pronósticos y sobre todo contra uno de los más vehementes defensores de la “obra” del régimen militar, el ex editor de El Mercurio y ahora dirigente de la UDI Joaquín Lavín.

Pero la trayectoria de Piñera había dejado un reguero de heridos y una legión de insatisfechos. Por eso, cuando el tesorero de RN, Cristián Correa, propuso el nombre de Evelyn Matthei, las adhesiones comenzaron de inmediato. Para algunos, probablemente los más jóvenes, era una opción legítima y audaz. Eso se confirmó cuando hombres de la cúpula le advirtieron a la propia diputada que no permitirían que su precandidatura creciera demasiado, porque, aun en el caso de que perdiera, quedaría a las puertas de la presidencia de RN.

Para otros, en cambio, era un medio, el mejor posible, de detener a Piñera. Mucho tiempo después, según Allamand, el senador y ex general Bruno Siebert admitiría el propósito de dinamitar, a través de la diputada, la candidatura sospechosa del empresario. Sin embargo. ella nunca llegó a sentirse usada: por mucho que se la tratara de encasillar, el alza de su popularidad demostraba que podía sobrepasar los circunscritos márgenes de los jefes de RN. Como quiera que se lo viera, Allamand se convirtió en el hipocentro del enfrentamiento desbordado entre el senador y la diputada. Pese a propiciar desde el comienzo la candidatura de Piñera pronto se vio atrapado por la taxativa exigencia de imparcialidad que le formulaba Evelyn Matthei.

—¿Por que apoyas a Sebastián? ¿Por qué no a mi”?
—Porque no creo que estés preparada…
—No sabes lo que valgo, nunca has sabido. Te lo voy a demostrar.

Esta celosa disputa es lo único que puede iluminar, con la tenue luz de una explicación psicológica —no política—, el clima de intensa emocionalidad que envolvió al proceso.

A comienzos del 92, Piñera ya sabía que estaba bajo el escrutinio de los sectores “duros” de la derecha. Ese verano tuvo ciertos indicios de que los teléfonos de sus oficinas de Bancard estaban intervenidos. Durante febrero y marzo notó, con más incomodidad que alarma, que algunos vehículos lo acompañaban en sus trayectos o se repetían en las cercanías de su casa de los faldeos del cerro Calán.

Cuando la lucha por cooptar a las diligencias regionales arreció, a partir de abril, a la vista que serían los delegados al Consejo General quienes decidirían sobre el candidato, empezó a advertir otras cosas. Por ejemplo, que ciertas conversaciones privadas eran rápidamente conocidas por sus adversarios. El caso más memorable ocurrió en Curicó, territorio de Jarpa, donde Piñera logró captar el apoyo del dirigente Juan Carlos Bustamante. Al día siguiente de la reunión entre ambos en esa ciudad, Bustamante recibió un llamado de Jarpa, que ya parecía enterado de los detalles del encuentro.

Piñera no prestó mayor atención a esas señales, ni dio importancia al clima de creciente encono que adquiría la competencia con su amiga Evelyn Matthei. Ella, más sensible a ese ambiente, hizo algún intento por ponerle coto. Acompañada por Cristián Correa, le propuso a Allamand que instituyera una comisión de notables para regular la lucha interna. Dijo que probablemente Piñera ganaría, porque ya controlaba parte de la “máquina” del partido, pero que esa victoria sería más transparente si la avalaba una comisión especial. Nunca supo si Allamand llegó siquiera a plantear la idea a Piñera.

El caso es que el senador estaba en lo contrario. En esas semanas intensificó el ritmo de su campaña, asumió el 18% obtenido por RN en las municipales como un éxito personal y en julio amplificó una reunión privada sostenida con el general Augusto Pinochet para convertirla en un golpe publicitario.

Hasta que llegó el domingo 16, cuando viajó desde Talca a Santiago únicamente para asistir a un programa de TV. Esa mañana, utilizando un scanner de banda de la sala de Control de Propias Tropas de su Compañía, el capitán de Ejército Fernando Diez “barrió” una conversación en la que el senador Piñera instaba a su amigo, el ejecutivo Pedro Pablo Díaz, a persuadir al periodista Jorge Andrés Richards, amigo de ambos, para que presionara a Evelyn Matthei en el foro televisivo A eso de… que tendría lugar ese día. Diez grabó el diálogo y lo entregó al comando de Evelyn Matthei, quien lo hizo llegar al empresario Ricardo Claro, dueño de Megavisión e invitado al mismo foro donde asistiría Piñera el domingo siguiente.

Para entonces, Piñera estaba seguro de que ganaría en el Consejo General, si no en forma aplastante, al menos holgada. En la mañana del 23 creía haber obtenido los últimos votos importantes, los de Concepción, cuando se encontró con Evelyn Matthei en el aeropuerto local. Apenas cruzaron unos frígidos saludos, ambos con cierto aire de secreto triunfalismo. Piñera almorzó con sus amigos Carlos Alberto Délano y Andrés Navarro y durmió una siesta para relajarse antes del programa nocturno.

Fue un descanso inútil. Aquella noche, reproduciendo la cinta al aire, Ricardo Claro pulverizó en dos minutos 31 segundos su precandidatura presidencial, lanzó a RN a un proceso de autodestrucción del que no se recuperaría en todo el siguiente lustro y condenó a la derecha a un nuevo papel testimonial en las elecciones de 1993. El programa A eso de… se disolvió penosamente en un par de actos. Uno de sus integrantes, el ex embajador en el Vaticano Héctor Riesle, modelo de un cierto integrismo católico, se vio envuelto en un espeso manto de ilicitud ética cuando se descubrió que conocía la sorpresa de Claro con anticipación. El periodista Richards nunca logró explicar claramente sus conductas en las entrevistas sucesivas a Evelyn Matthei y su amigo Sebastián Piñera Los otros participantes, el DC Tomás Jocelyn-Holt y el conductor Jaime Celedón, no borraron sus titubeantes respuestas ante la alevosía del dueño del canal. De la periodista Pilar Molina no se podría haber dicho nada: aquella noche infausta estaba en Sevilla. Ricardo Claro soportó con entereza los desaires de muchos enemigos acumulados a lo largo de su trayectoria empresarial, que hallaron la ocasión para tratar de demostrar que la pía medalla con que lo había condecorado la Santa Sede era cuando menos inoportuna.

Perdida atrozmente la primera partida, Piñera tomó con fiereza la decisión de ganar la segunda y se propuso demostrar que la inocencia del comando de Evelyn Matthei en el episodio no era más que un carnaval de mentiras, medias verdades y secretos quebradizos. En los dos meses siguientes, acumuló fortuna, empresas, comando y contactos en esa tarea. Una pizarra instalada en su cuartel general de Bancard registró cada detalle extraño, cada declaración contradictoria, cada vacío imperceptible. Dos periodistas, una de radio Cooperativa y otra del diario Las últimas Noticias, fueron convertidas en canales para las filtraciones que irían acorralando poco a poco a Evelyn Matthei.

Acorralaban también a Allamand, ansioso por contener los efectos de una verdad excesivamente desagradable: pronto uno y otro llegarían a ocultarse partes de la información. Cuando Piñera detectó que Allamand intentaba obtener datos de su esposa, Cecilia Morel, cortó también la información en su casa.

La discrepancia entre ambos tenía que ver con el desenlace. Allamand comprendía.,más emocional que políticamente, que la situación de la diputada era ya crítica. Piñera lo intuía, pero quería inferir un daño final, equivalente al que creía haber sufrido.

En el tortuoso laberinto de la investigación, Evelyn Matthei contempló el progresivo alejamiento de sus seguidores —empezando por su asesora Lily Pérez-, mientras numerosas figuras eminentes del partido eran manchadas por el escándalo. El proceso de revelación del secreto ha sido narrado en otras partes: sus detalles forman un penoso fresco de deslealtades, violencias morales y jugadas dobles que hundieron por un lapso desconocido las aspiraciones de RN.

A comienzos de octubre de 1992, Piñera averigua que en el país existen tres equipos capaces de interceptar celulares en gran escala. Uno está en poder de Investigaciones, otro es de la Embajada de EE.UU. y un tercero es del Comando de Telecomunicaciones del Ejército. Por descarte se concentra en este último. Y averigua hechos esenciales: por ejemplo, los nombres de los capitanes que se turnan en el mando de los scanners del Regimiento Soberanía, especialista en estas tareas.

No dice todo lo que sabe; sólo insinúa, revela fragmentos. infiltra.

Pero causa efectos devastadores.

—No tiene cómo saber —le dice, tranquilizador, Francisco Ignacio Ossa a Evelyn Matthei.
—No lo conocen —responde ella—. No parará.

Tiene razón. Mientras siente que se acerca al centro de la conspiración, Piñera intensifica la presión con métodos infernales: por ejemplo, breves llamados. Sin identificarse, a la propia diputada y sus seguidores:
—¿Qué le parece el capitán Diez?

Entre el 7 y el 17 de octubre de 1992, Evelyn Matthei decide confesar su participación a cuatro dirigentes claves, con el iluso fin de detener la escalada: Sergio Onofre Jarpa, Roberto Palumbo, Ricardo Rivadeneira y Andrés Allamand. Otros la conocían de antes: Miguel Otero, como presidente subrogante de RN, al día siguiente del programa de Megavisión; y Juan Luis Ossa, hermano del otro principal involucrado, una semana después. En los primeros días de noviembre, Allamand recibe la cuarta de una serie de llamadas anónimas que a veces le proporcionan información militar y a veces le anticipan lo que va a ocurrir. La de esta ocasión es imperiosa:

—Usted cree que está ayudando a su partido al no decir lo que sabe. Se equivoca, don Andrés. Si no nos ayuda, va a ser peor.

—Busquen —dice Allamand, oprimido por el secreto— en Peñalolén.

El rumor de la participación militar ya atraviesa todo RN. Así se lo informa el conflictuado presidente del partido al mayor general Ballerino, que traspasa el dato a Pinochet. Este convoca a una reunión de urgencia en su despacho a los generales Lúcar, Sánchez Casillas, Ballerino, Torres Silva, y ordena que Ballerino se haga cargo de una investigación interna.

Centro de las sospechas es el Comando de Telecomunicaciones, donde se producen las escuchas telefónicas que todos los días parten al E-.2 de la Segunda División y, con el formato de informes, cada semana a la DINE y a otros organismos. Por ejemplo, al Comité Asesor.

A decir verdad. los hombres del Comando no son un dechado de prudencia y el orgullo profesional los ha llevado a cometer imprudencias casi escolares. Poco más de tres años antes, una vendedora de CTC les fue a ofrecer celulares garantizando su alta seguridad. Con sorna, los oficiales la invitaron unos días más tarde a la base de Peñalolén para hacerla oír una conversación interceptada de su propio celular.

La investigación se inicia el 4 de noviembre y la encabeza el coronel (OA) Gonzalo Jara, con una orden escrita del Comando de Institutos Militares, a cargo del brigadier general Jaime Concha, que es el conducto pertinente. Ballerino se asegura de llamar esa mañana al brigadier general Ricardo Contreras, jefe del Comando de Telecomunicaciones, para decirle que su unidad está bajo investigación.

Contreras ordena que se haga firmar a los oficiales una declaración jurada negando su participación. Todos suscriben. Los del Regimiento Soberanía lo hacen recién el viernes 6. Pero un día antes, el jueves 5, Ballerino informa al mando que no hay oficiales envueltos. Esa des prolijidad le costará luego las peores sospechas.

Hasta la noche del domingo 8 de noviembre de 1992, el capitán Diez debe preguntarse por qué todo el mundo se ha concentrado en él. No es un aficionado. Durante el régimen militar, era el hombre encargado de instalar la telefonía del general Pinochet en el lugar donde estuviera y ahora mismo, en estos días, está a cargo de la misión de rastrear el espectro electromagnético del Cajón del Maipo, donde el general sufrió el atentado de 1986. Como ex agente de la CNI y luego de la DINE, sabe que no hay delación sin delator, ni delator sin jefe.

¿Quién ha organizado esta trampa?

Diez desconoce lo que ha pasado 48 horas antes, cuando el presidente de RN, Andrés Allamand, llamó al mayor general Jorge Ballerino y le pidió que fuera, con urgencia, a la casa de Ricardo Rivadeneira.

Cuando Ballerino llegó, el archidemandado Allamand se iba a alguna condenada reunión en otro sitio. En rigor, no necesitaba estar: la peor de las verdades que hubiese querido oír le había sido revelada en la más dolorosa intimidad. El jueves anterior, en casa de Roberto Palumbo. la directiva y los bandos en pugna habían intentado concordar una versión que salvara al partido. La porfía de Piñera en el desenmascaramiento completo de su adversaria la había hecho inviable. El viernes, Evelyn Matthei había declarado ante el ministro en visita Alberto Chaigneau, omitiendo la participación del capitán Diez. Y el sábado 6, la diputada admitió en una declaración pública su conocimiento previo de la cinta de Piñera.

Al mediodía. enterada de que Piñera insistía con que la verdad era otra, lloró de angustia frente a Allamand y Rivadeneira, en la casa de este último. Allí les propuso buscar un camino de salida. Estaba desesperada. Quería hablar con el general Pinochet, pero cuando consiguió que el almirante Merino le diera su teléfono, se halló con que el general andaba en Punta Arenas. Al segundo intento de Allamand, la telefonista de turno de la Central de Telecomunicaciones del Ejército le dijo que, por instrucciones del general, Ballerino podría atenderlos.

Esa tarde, tras exigir garantías que nadie pudo darle, Evelyn Matthei entregó a Ballerino, a solas y por primera vez, el nombre del capitán Diez, fingiendo cierta incerteza. El mayor general llamó de inmediato al vicecomandante Jorge Lúcar y, le dio las negras nuevas. En la noche comenzaron los interrogatorios a Diez.

La negativa adquirió tal tenacidad, que a las 14.30 del domingo 8, el brigadier general Contreras llamó a Ballerino y le propuso llevar a la diputada las fotos de los oficiales del Comando para que reconociera al culpable. La diputada aceptó, pero después quiso obtener nuevas garantías y hasta trató de impulsar una negociación con el gobierno, que su principal promotor, el senador Sergio Onofre Jarpa, desechó por teléfono. Jarpa estaba tomando distancia. Cuando intentó que la gestión la realizara su padre, el general (R) Fernando Matthei, éste le reveló una sorpresa: esa misma tarde, el ministro Rojas lo había invitado a su casa para contarle que ya conocía el nombre del capitán Diez, y que lo revelaría en las próximas horas.

Puesta ante tamaña derrota, la diputada cedió, aunque nunca del todo: propuso que el otro principal comprometido en la recepción de la cinta, Francisco Ignaciano Sosa, identificara en las fotos al capitán.

Ballerino, en un agotador papel de correveidile, le contó en seguida al teniente general Lúcida, que permanecía en su casa reunido con ocho generales. De allí salió la autorización para que Evento Materia y Sosa fueran al Comando de Telecomunicaciones a persuadir a Diez de que ya todo estaba perdido.

De modo que para el lunes 9, Diez se sabe envuelto en una trama que lo supera. Cuando el brigadier general Brumo le dice que el detector ha indicado que miente, habla con el mayor Jorge de Osó, segundo comandante del Regimiento Soberanía, y le anuncia que confesará ante Krumm. Advierte que se aproxima el fin de su carrera militar.

Pero el proceso ya se ha convertido en un intrínsecos de indagaciones incompletas. Aunque fue iniciado cinco días después del programa A eso de…, el 28 de agosto, por una denuncia del subsecretario de Telecomunicaciones Roberto Pliscoff, el ministro en visita designado por la Corte, Alberto Chaigneau, sólo logra avanzar a tropezones.

Los vacíos se multiplican. Cuando el mayor De Ossó no responde a la pregunta de si la DINE ha solicitado alguna vez grabar a dirigentes políticos, nadie insiste. Ni se investiga el caso de la vendedora de la empresa telefónica a la que se le grabaron conversaciones personales en Peñalolén.

Tampoco hay quien averigüe por qué el BIE manipuló las primeras respuestas de Diez, y si lo hizo también con otros oficiales. Aunque Diez declara a lo menos dos veces que Francisco Ignacio Ossa le pidió más grabaciones de dirigentes de RN para forzados a negociar, no se logra saber si alguno de los involucrados logró obtener, por ese u otros medios, las cintas. Tampoco se esclarece si, como dice Ossa, el capitán lo amenazó para que su nombre no fuese revelado.

Personas que aseguraban saber que la grabación no fue entregada a Evelyn Matthei el 23 de agosto, sino el 16 (cuando ella fue la entrevistada en A eso de…) se retractan ante el juez. El mayor general Ballerino declara por oficio sobre su participación el 7 y 8 de noviembre, pero nada dice de su investigación previa, que llegó al punto de descartar la participación militar. El vicecomandante Lúcar no declara nunca. Tampoco se obtienen los informes por escrito sobre intercepciones de celulares que la Cuarta Compañía de Guerra Electrónica entregaba a la DINE, aunque fuesen las incluidas en el concepto de “propias tropas”.

Cuando se le hace notar a Diez, en un interrogatorio, que su versión de los hechos no parece lógica, el expediente consigna, sin nueva insistencia, la siguiente perla: “Así fueron los hechos. No cuadran, pero así fueron los hechos”. Finalmente, el 16 de diciembre Chaigneau encarga reo a Diez por infracción a la ley de Telecomunicaciones y propone el desafuero de la diputada para procesarla como encubridora. Pero en el mismo acto se declara incompetente y el caso pasa a manos del fiscal militar Sergio Cea. Entre las primeras decisiones del fiscal viene la revocación de la encargatoria de reo para Diez, puesto que el delito no estaría tipificado.

Dos sentencias emergerán de la tramitación siguiente.

En la primera, Diez será acusado de incumplimiento de órdenes superiores e incumplimiento de deberes militares. Tales órdenes serían las de no interceptar comunicaciones civiles

Pero el sagaz abogado del capitán, Marcelo Cibié, descubre que ellas fueron redactadas después del incidente, tras un estudio del teniente Gustav Layerholz, y mañosamente intercaladas en los instructivos del Regimiento Soberanía con fechas anteriores y firmas falsificadas.

Entonces hay una segunda sentencia, en la que se sobresee a Diez del incumplimiento de órdenes, pero se lo condena por el delito más genérico de incumplimiento de deberes militares, a cien días de arresto. Para esa fecha. Diez lleva 141 días de arresto, por lo que la pena se da por cumplida.

¿Por qué tantos vacíos en la investigación judicial? En parte, porque la verdadera lucha no se libra en los juzgados, sino en otras oficinas: las de la Vicecomandancia y las del Comité Asesor.

Se trata de una guerra silenciosa, que no tiene fecha de inicio, pero que se arrastra por lo menos durante dos años; o más, según el punto de vista de los protagonistas.

El general Jorge Lúcar asumió la Vicecomandancia en octubre de 1989, el último año del gobierno militar. No fue un nombramiento apacible. Esa vez, el general Pinochet entró al privado contiguo al salón José Joaquín Prieto, en el bunker de La Moneda, e hizo llamar al teniente general Jorge Zincke, entonces vicecomandante. Aunque se rumoreaba que Zinke saldría, los generales reunidos contemplaron con cierto escalofrío la palidez del alto oficial al salir. Hubo quienes se apresuraron en felicitar a su seguro sucesor, el mayor general Jaime González Vergara. Pero cuando volvió a asomarse, el ayudante de Pinochet, Ramón Bascur, no mencionó su nombre, ni el de los seis mayores generales que le seguían, sino uno inesperado:

—Mi mayor general Lúcar. Por favor, adelante…

El estupor inundó la sala. Lúcar quedó investido de las poderosas facultades de la Vicecomandancia en un ambiente polémico. Pronto comenzaron los rumores: un vicecomandante de transición, seguro que no durará mas de un año, mi general prepara otro cambio grande. No era la única circunstancia que hacía difícil el puesto de Lúcar. Tendría que ser el segundo de un general que estaba dejando el poder político, y para él, que nunca estuvo en cargos políticos, esto significaba mantener el mando en un plano estrictamente militar y procurar que el general se inclinase en esa dirección.

Quienes notaron ese esfuerzo fueron el ministro Patricio Rojas y el subsecretario Marcos Sánchez. Lúcar llegó a ser el único oficial de la cúpula militar con quien las autoridades civiles de Defensa podían sostener una interlocución pacífica. Hasta que el 20 de noviembre de 1990, cuando amainaron las últimas sacudidas de los ascensos de ese año, Sánchez obtuvo un indicio elocuente de la difícil posición que comenzaba a vivir el vicecomandante.

—Don Marcos—le dijo Lúcar, camino del ascensor—, ¿por casualidad habrá visto algún decreto sobre la Vicecomandancia?
—No —dijo Sánchez, seguro—. ¿Tendría que haber recibido alguno?
—No sé. Tal vez sí.

Cuando Sánchez regresó a su oficina, se precipitó sobre los papeles que ese día le habían llegado desde la Comandancia en Jefe. Y halló una sorpresa: un decreto que modificaba la orgánica de la Vicecomandancia, quitándole algunas de sus prerrogativas principales. Una vez que Rojas se enteró, ordenó retener el decreto. El general Pinochet insistió varias veces, pero se halló con amables evasivas. Hasta que, el 8 de abril de 1991, Rojas le envió un oficio comunicándole que la orgánica de la Vicecomandancia definitivamente no sería modificada.

¿Pudo alegrarse Lúcar? Ni tanto: por las órdenes de comando internas, el general Pinochet lo relevó del mando de todas las unidades operativas y sacó de su responsabilidad las dos direcciones claves: Inteligencia y Finanzas. Lo dejó con la menor, Logística, los seis comandos y algunas otras dependencias.

En rigor, no se trataba de una ofensiva personal, Pinochet estaba volviendo al mando militar y necesitaba retomar el control directo. Con el tiempo, iría restituyendo algunas de las facultades —nunca todas— a la menguada Vicecomandancia.

En cambio, el Comité Asesor vive sus momentos de auge. Como la “1ínea de retaguardia” del comandante en jefe, el mayor general Jorge Ballerino goza de una influencia inigualada y su acceso de privilegio a Pinochet es bien conocido en las filas.

Hace ya tiempo que se rumorea que podría ser el sucesor de Pinochet. Y ahora quizás este en la posición óptima para acercarse a la cima: el Comité Asesor es un organismo que va por fuera de los escalones tradicionales. Si el general quisiera hacer un cambio brusco e inesperado, podría llevarlo a la Vicecomandancia. Quienes así opinan desconocen lo que en verdad piensa La Moneda. En noviembre de 1992, el general Pinochet ha invitado a tomar té en sus oficinas al ministro Enrique Correa y, a solas, le ha hecho una revelación:
—E1 próximo año voy a poner a Ballerino de vicecomandante.
—Usted comprenderá que voy a informar de esto al Presidente, general. Si el ministro habla con el comandante en jefe y no le cuenta al Presidente, es conspiración…
—Infórmele, no más.
Correa ha llevado la noticia a Aylwin y ha oído una especie de sentencia:
—No, yo no voy a permitir que Ballerino sea vicecomandante.

Pero eso no lo sabe el alto mando, y el recelo por los careos está también en el trasfondo de la relación distante que mantiene el jefe del Comité Asesor con el vicecomandante Lúcar. Después de todo, Lúcar no puede dejar de sospechar que en el recorte de sus atribuciones Pinochet ha actuado bajo la influencia de algún oficial cercano.

La distancia entre los dos generales es de antiguo —han seguido carreras casi divergentes—, pero desde fines del 90 no ha hecho más que acentuarse y hasta alcanza bordes cómicos: por ejemplo, en la única vez que Ballerino visita la casa de Lúcar antes del incidente del espionaje, para una cena social, el perro maltés del vicecomandante se muestra apacible con todos los invitados, pero estalla en ladridos cuando entra Ballerino. Fuera del campo doméstico, sólo muy rara vez los dos generales pueden estar de acuerdo en sus opiniones. Sus estilos se repelen radicalmente.

La posición de Ballerino parece consistente ante el gobierno, desde que ha desarrollado un estrecho vínculo con el ministro Correa. Tanto, que por esos mismos días, tres adolescentes pinochetistas apedrearon el auto de Ballerino, en su propia casa, creyendo que allí vivía Correa. En contrapartida, su debilidad es la mala relación que sostiene con el ministro de Defensa, que tras el “ejercicio de enlace” se niega siquiera a atenderlo.

Para Lúcar es a la inversa: su desconfianza hacia el florentino Correa sólo es comparable con el aprecio que desarrolla por el áspero Rojas. Y ahora, ante el escándalo que ha estallado con el Comando de Telecomunicaciones, es Rojas quien lanza el primer mandoble contra Ballerino: 48 horas después de la confesión de Diez, el 11 de noviembre de 1992, envía un oficio a Pinochet pidiéndole que informe de los contactos de Ballerino con dirigentes de RN “o de otros partidos políticos”, las fechas y la eventual utilización de instalaciones militares para esas reuniones. Agrega un reclamo por el hecho de que Andrés Allamand ha mostrado tener la información antes que el Ejército pusiera al tanto al ministro.

El segundo llega, públicamente, del teniente general Lúcar. Cuando la prensa lo interroga acerca del papel de Ballerino en el descubrimiento del capitán Diez, el vicecomandante declara que “él no ha descubierto nada” y que en el Ejército “no existen protagonismos personales”. Ballerino protesta ante el general Pinochet por la alusión: después de todo, dice, mis gestiones eran para informarle, nunca dejó de saber cada paso. Y agrega una nota escoriante: sería mejor que se preguntara cómo supo el ministro de Defensa el nombre del capitán Diez al día siguiente de que él se lo informara al vicecomandante…

Por lo demás, añade Ballerino, el Comando de Telecomunicaciones depende de la Vicecomandancia…

Mientras la confrontación escala, Lúcar se convence de que enfrenta una ofensiva. En los primeros días de noviembre, La Segunda publica la información de que el Comandante de Telecomunicaciones depende del vicecomandante y los comentarios sobre la “responsabilidad del mando” comienzan a sucederse. Casi no hay duda: alguien busca derribarlo usando este episodio.

Además, desde que perdió el control de la DINE, Lúcar sospecha que ella está siendo utilizada en su contra. Durante todo el año ha pensado que lo tienen bajo vigilancia y que sus teléfonos están intervenidos. Algunos de los informes de la DINE no llegan a su escritorio: de eso está seguro. Y le han dicho que, en el caso de la intercepción a Piñera, hubo un reporte escrito, como corresponde al informe que semanalmente entrega la Cuarta Compañía de Guerra Electrónica a la DINE, y que ésta reparte a las órganos pertinentes. Uno de esos órganos habría sido el Comité Asesor. Por añadidura, Lúcar recuerda que antes de que se conociera el nombre del capitán Diez, preguntó al director de la DINE, el brigadier general Eugenio Covarrubias, si alguien del Ejército podía estar involucrado.

—No, mi general —dijo Covarrubias, con todo aplomo—. No hay nada de eso.

Es la segunda vez que Covarrubias le ha negado un hecho grave: Lúcar no olvida que también lo dejó en mal pie con los planes Halcón.

En medio de la tormenta, Pinochet ordena abrir una investigación y designa para ello al brigadier Jaime Izarnótegui. Pero este hombre es el secretario de la Vicecomandancia, y la ayuda que le presta el auditor general Fernando Torres Silva inquieta al Comité Asesor, que ha sido su oponente constante en estos años.

Entonces es Ballerino quien vuelve a intervenir: con esto se abre el riesgo de una indagación manipulada; además, por su rango Izarnótegui no tendrá acceso a los superiores que aparecen vinculados al caso. Pinochet decide relevarlo y encarga la tarea al inspector general, el mayor general Guillermo Garín. La tortilla se vuelca: Garín es, como todo el mundo sabe, amigo de infancia de Ballerino.

Pero lo que hace estallar la tensión no es esta solapada lucha por controlar la investigación interna, sino una información que tiene el auditor Tores Silva. En uno de sus numerosos interrogatorios al capitán Diez, Torres Silva ha descubierto que un oficial de la DINE instruyó al asediado capitán para que declarase que, en fechas cercanas a la intercepción, el teniente general Lúcar estuvo repetidas veces en el Regimiento Soberanía. Ya no se trata sólo de que Telecomunicaciones pudo ser utilizada a espaldas de Lúcar, que es su superior, sino que además se intenta involucrarlo directamente en la operación.

Impactado por la maniobra, Torres Silva pide a Diez que ponga este testimonio por escrito y se lo entrega al vicecomandante.

Días después, Pinochet convoca a una reunión para evaluar el caso. Asisten Lúcar, Torres Silva, Ballerino, Sánchez Casillas, Covarrubias y Contreras.

El encuentro va subiendo de tono con las recriminaciones mutuas. Lúcar presiona a Covarrubias: la DINE, dice, ha ocultado información, sabe más de lo que dice y está haciendo su propio juego.

—Aquí parece que hay una confabulación, toda una operación montada…

—Mi general —interrumpe Covarrubias—, no creerá que la DINE…

—No he dicho nada, Covarrubias. Pero ahora usted ha mostrado la herida.

Covarrubias intenta responder cuando Lúcar le pide a Torres Silva que muestre el papel suscrito por Diez, que habla de las visitas supuestas del teniente general.

—Eso es una mentira —corta Pinochet—, Aquí no se puede querer involucrar al vicecomandante en jefe…

Tras ese expreso respaldo a Lúcar, Pinochet cancela la reunión.

A la salida, Lúcar increpa todavía al brigadier general Contreras: no puede ser que no supiera nada. Asediado, Contreras admite que había un enlace permanente con el Comité Asesor.

Ahora la guerra es irreversible. Durará todavía todo un año más.

Garín dirige, no un sumario como ha pedido el gobierno, sino un “informe de seguridad”: un procedimiento, principalmente verbal, orientado a detectar las vulnerabilidades militares y proponer sanciones para quienes las produzcan o permitan. Según las normas, tales informes deben ser incinerados cinco meses después de producidos, dado que por doctrina la electrónica es una de las dos únicas guerras (junto con inteligencia) se libran permanentemente.

En este caso, los documentos son quemados poco después de que el memorando de síntesis llega al general Pinochet, el 15 de diciembre de 1992.

Y el memorando afirma que el capitán Diez actuó solo y que “no es posible determinar el móvil” por el cual lo hizo. Garín estima que el teniente coronel Enrique Seymour, comandante del Regimiento Soberanía no se dedicaba a la parte técnica de su unidad y delegó una parte excesiva de sus funciones; quien atendía el cuidado de los equipos era el segundo comandante, el mayor De Ossó. Pero ambos habrían ignorado la actuación de Diez.

En el punto 7 agrega algo inexacto, según denunciará dos meses después el abogado Cibié: que “se comprobó que existen todas las disposiciones doctrinarias y reglamentarias internas (…) destinadas a impedir la fuga de información”.

En seguida propone, además de aceptar la renuncia del brigadier general Contreras, trasladar a Seymour de Santiago, con anotación en la hoja de vida, y sacar de Peñalolén al mayor De Ossó y a los mayores Juan Francisco Urzúa, Vladimir Schramm y Juan Alberto Coloma. No precisa las funciones de estos últimos.

Tras leer la comunicación de Pinochet en que le informa de estos resultados, el Presidente Aylwin le pide que haga llegar todos los antecedentes al ministro de Defensa. El 29 de diciembre, Pinochet responde que los documentos fueron incinerados.

El gobierno, que percibe la disputa subterránea entre los generales, se divide ante la respuesta.

Rojas, defendiendo la existencia de una “línea profesional” en el Ejército encabezada por Lúcar, sostiene que ella debe ser protegida contra la embestida de la “línea política” que encarna Ballerino. Correa se juega por Ballerino, rechazando las “líneas” que describe el ministro de Defensa: ambos generales, dice, son igualmente leales a Pinochet, pero con Ballerino uno sabe a qué atenerse, sus cartas son abiertas; en cambio, con Lúcar…

El Presidente atiende a ambas posiciones. En lo personal, se inclinaría por la de Rojas, pero los argumentos de Correa son poderosos. En esa disyuntiva se inmoviliza el Ejecutivo, aunque el enfrentamiento en el gabinete emerge a borbotones hacia la opinión pública. Cuando los dirigentes de RN dicen que Rojas les habló de la incineración de la investigación, Correa declara que se trata de “presunciones”.

En el verano del 93 comienzan las resoluciones.

El capitán Diez perderá su empleo, pero quedará libre de sanciones penales. La Corte de Apelaciones rechaza la petición de desafuero contra la diputada Matthei, con lo cual no puede ser procesada. El Tribunal Supremo de RN dictamina la inhabilidad y suspensión de derechos por diez años para ella, por tres años para sus colaboradores Cristián Correa y Francisco Ignacio Ossa, por dos años para el senador Miguel Otero y por un año, con censura por escrito, para Piñera.

Desalentada por la disparidad de los castigos, Evelyn Matthei presentará su renuncia a RN en marzo, cuando hayan pasado todos los eventos partidarios.

Pero Piñera no ceja. Semana tras semana insiste en que la verdad aún no se conoce. Y cuando deja de hacerlo, más por soledad que por cansancio, hay quienes se lo reprochan. Por ejemplo, Mariana Aylwin:

—¿Y qué te pasó Sebastián, que no seguiste?
—Pregúntale a tu papá.

Intrigado por esa alusión críptica, el Presidente invita a Piñera a una reunión en su casa, el jueves 20 de mayo de 1993. El senador repite allí, con detalle, sus razones para creer que una vasta conspiración, ya no contra él, sino contra todo sistema político, circunda al caso de espionaje que lo ha afectado.

—Y hay más cintas, Presidente. Eso es seguro. Esto no fue accidente, sino parte de una rutina.

El Presidente toma nota, pero no adelanta nada. El fin de semana siguiente deberá viajar a Europa.

Unos días después, Piñera recibe una llamada, cerca de las 17 horas, un su celular:

—Mire, señor Piñera — dice una voz adulta —, mejor que termine con estas cosas, porque si no, va a tener consecuencias familiares…

—¿A qué se refiere? —pregunta Piñera, y oye que el teléfono cambia de manos. La voz de su hijo Juan Cristóbal se escucha en el audífono.

—Papá, unos tíos me vinieron a buscar al colegio y quieren que hable contigo.
—Juan Cristóbal, dónde… —alcanza a musitar Piñera.

—No se preocupe —interrumpe la voz adulta—, su hijo va a llegar a la casa, pero es mejor que sepa que estas situaciones pueden pasar.

Piñera vuela de regreso a su casa, donde su esposa, Cecilia Morel, ya está intrigada por la demora de Juan Cristóbal. La angustia termina a las 20 horas, ya de noche, cuando el niño toca el timbre.

Los “tíos”, amables, lo han dejado a unas cinco cuadras. Pero no es ese secuestro incompleto, esa amenaza ejecutada a medias, lo que detiene a Piñera, sino la constatación de que está solo.

No lo ayudarán el gobierno, ni sus camaradas ni sus amigos ni nadie. Tampoco sacudirá al mundo del poder. Sobre ese mundo, a fines de mayo, ha caído un pesado boinazo.

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