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Opinión

27 de Enero de 2014

La madre de todas las negociaciones

El 7 de junio de 1880 el ejército chileno toma por asalto la ciudad de Arica con su famoso morro. Desde ese momento, Chile es dueño de las provincias salitreras, el objetivo fundamental de la guerra, y de un importante tapón de territorio que las proteja. Viene entonces una pausa en los combates. En Chile, […]

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
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El 7 de junio de 1880 el ejército chileno toma por asalto la ciudad de Arica con su famoso morro. Desde ese momento, Chile es dueño de las provincias salitreras, el objetivo fundamental de la guerra, y de un importante tapón de territorio que las proteja. Viene entonces una pausa en los combates. En Chile, la prensa y el Congreso exigen seguir la guerra hasta ocupar la capital peruana. El grito popular y patriotero es “¡A Lima, a Lima”! El Presidente Aníbal Pinto no quiere. Ya se obtuvo el botín salitrero, ¿para qué aumentar el gasto en vidas y dinero en una nueva y más sangrienta campaña militar?

En esas circunstancias asoman sus garras imperiales las dos principales potencias de aquel entonces. Gran Bretaña y Estados Unidos. Los ingleses, cuyos capitales apoyan a Chile en la aventura salitrera, ofrecen sus buenos oficios para iniciar negociaciones de paz. El premier inglés Gladstone propone que Bolivia y Perú le paguen a Chile indemnizaciones de guerra, manteniendo nuestro país los territorios ocupados “como garantía”. Su objetivo es dejar en manos chilenas Tarapacá y Antofagasta, la región salitrera en que han invertido. El Presidente norteamericano Mr. Hayes y su secretario de Estado Evarts, enterados de la movida británica, deciden intervenir. Envían sendas órdenes a sus embajadores en Chile, Perú y Bolivia para que ofrezcan gestionar la paz como una potencia “más neutral e imparcial” que Gran Bretaña. Los embajadores yanquis se mueven bien y rápido. Osborne, embajador en Chile, se entrevista con el Presidente Pinto y le asegura que Perú está resignado a ceder las provincias salitreras por paz. Es música para los oídos de Pinto. Por su lado, el embajador Christiany en Perú y el embajador Adams en Bolivia informan a los respectivos gobiernos que, de negociar bajo el auspicio norteamericanos, los Estados Unidos serían algo más que meros anfitriones. Si no hubiera acuerdo con Chile, ellos presionarían una mediación bajo su arbitrio. Esta melodía, bien distinta a la entonada por su colega en Santiago, transporta a peruanos y bolivianos a sus más dulces esperanzas. Firmar la paz sin ceder el salitre, bajo el apoyo del gran país del norte. Con esta mañosa estrategia los gringos deslumbran a los gobiernos en lucha y desplazan a los ingleses. A fines de agosto de 1880 los tres países en pugna aceptan negociar bajo el auspicio de los Estados Unidos.

Un detalle no menor es el lugar donde se realizarán las conferencias. Se requiere un sitio neutral, fuera de los países en guerra, pero cercano a sus territorios. Los Estados Unidos ofrecen un buque de su flota, la fragata Lackawanna. ¿Pero dónde anclará? El emplazamiento escogido es la costa de Arica, equidistante de los tres países, con un cable submarino que comunica directamente con Callao y Valparaíso. Curiosamente, es el mismo espacio marítimo que se litiga actualmente en La Haya, pero entonces a nadie parecía interesarle las ondulantes y movedizas aguas.

Filtrados los preparativos, en Chile caen mal. Los partidarios de seguir la guerra hasta Lima se lanzan sobre Pinto acusándolo de timorato y desatinado. Hay acusaciones en la Cámara de Diputados y la prensa hace añicos la iniciativa. Como una forma de calmar a la oposición interna y, de pasada, presionar a los peruanos para que firmen la paz bajo las condiciones de Chile, Pinto acepta un desconcertante plan de Patricio Lynch. Consiste en una incursión naval tipo comando en la región norte del Perú, aún no afectada por la guerra. En sucesivos desembarcos, Lynch y su expedición devastarán las ricas plantaciones azucareras peruanas, “el riñón de la oligarquía peruana”, exigiendo el pago de elevados impuestos de guerra. La expedición Lynch zarpa de Arica el 4 de septiembre de 1880 con 2000 hombres. Durante dos meses será el azote de esas regiones. Sin embargo, esta operación militar, brillante en su táctica, es un fracaso político y estratégico. Países neutrales alegan daños sufridos y los chilenos son acusados de piratas modernos. La opinión internacional condena a Chile de forma unánime. Peor aún, los peruanos, en vez de inclinarse a negociar, ahora anhelan venganza por el atropello. Sin embargo, Perú también pagará tributo a la vergüenza histórica. Otra consecuencia inesperada de la expedición será el descubrimiento y liberación de miles de chinos brutalmente esclavizados en las haciendas peruanas.

Con estos violentos y bochornosos antecedentes se inician las negociaciones de paz. Las llamadas “Conferencias de Arica” se extenderán por una semana, en tres sendas reuniones a bordo del Lackawanna. Acuden representantes diplomáticos de Chile, Perú y Bolivia. Los anfitriones son los embajadores norteamericanos en los tres países. El decano es el embajador en Chile Mr. Osborne. En la primera sesión y para espanto de peruanos y bolivianos, Osborne declara que los Estados Unidos no intervendrán en nada, a menos que los tres países lo pidan de forma unánime. Es el naufragio de sus aspiraciones de apoyo norteamericano para obligar a Chile a negociar. En la segunda sesión Perú rechaza ceder Tarapacá. Los enviados chilenos quedan helados. Osborne ni pestañea. Bolivia, más conciliador, propone pagar una indemnización a cambio de las provincias salitreras. Chile se niega. La delegación peruana, desesperada, pide la intervención de los Estados Unidos. Chile la repudia de plano y en vista de ello, Osborne rehúsa ser árbitro. Ninguna de las condiciones aseguradas por los yanquis se ha cumplido. El asunto es que el Departamento de Estado nunca quiso la paz, su objetivo era más simple. Sacar a los ingleses del escenario. La tercera sesión es meramente protocolar. Ya no hay nada que discutir. Solo queda despedirse amablemente y seguir con la guerra. Es el triste final de la primera negociación diplomática entre Chile, Perú y Bolivia bajo auspicios de un tercero. Balmaceda, entonces diputado, dirá: “La paz se fue al diablo, como merecía irse”.

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