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Opinión

5 de Marzo de 2014

La extrema derecha en la intelectualidad francesa

El 21 de mayo del año pasado, el historiador y ensayista francés Dominique Venner se disparó en la boca frente al altar mayor de la Catedral de Notre Dame. Tenía 78 años. En su carta de suicidio escribió: “Estoy sano de cuerpo y de espíritu, y estoy lleno de amor hacia mi mujer y mis […]

Tal Pinto
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El 21 de mayo del año pasado, el historiador y ensayista francés Dominique Venner se disparó en la boca frente al altar mayor de la Catedral de Notre Dame. Tenía 78 años. En su carta de suicidio escribió: “Estoy sano de cuerpo y de espíritu, y estoy lleno de amor hacia mi mujer y mis hijos. Quiero la vida y no espero nada más allá de ella, salvo la perpetuación de mi raza y de mi espíritu. Sin embargo, en el ocaso de esta vida, ante peligros ingentes que se alzan para mi patria francesa y europea, siento el deber de actuar hasta que aún tenga fuerzas para ello. Juzgo necesario sacrificarme para romper el letargo que nos agobia”.

En su blog, la mañana del día de su muerte, escribió: “Serán necesarios gestos nuevos, espectaculares y simbólicos, para conmover las somnolencias, sacudir las conciencias anestesiadas y despertar la memoria de nuestros orígenes. Entramos en unos tiempos en los que las palabras tienen que ser autentificadas con actos” (la traducción proviene de la página web de extrema derecha elmanifiesto).

Marine Le Pen, al saber de la noticia, escribió en Twitter: “Todo nuestro respeto para Dominique Venner, cuyo último gesto, eminentemente político, pretendía despertar al pueblo de Francia”.

Venner es el último de una larga, prominente y oscura línea de intelectuales franceses ligados a la extrema derecha, portadores de ideas antidemocráticas y antiliberales que, el país de Montesquieu, con obstinada razón, les permite expresar. Según Judith Thurman, en The New Yorker, “era un escritor prolífico en materias marciales. Publicó, entre otros libros, una enciclopedia de once volúmenes sobre las armas de fuego; una ‘historia crítica’ de la resistencia francesa, y una historia admirativa de la colaboración entre Hitler y el Gobierno de Vichy”. El editor de su libro póstumo, Pierre-Guillaume Roux, compara el suicidio de Venner al de Mishima. Para él, su autor es también un samurái.
Es intensamente probable que Venner, de haber nacido a comienzos del siglo XX, hubiera tenido un desenlace similar al del escritor y polemista Robert Brasillach: la muerte por mano de sus compatriotas. Del nacido en Perpiñán en 1909 se suele decir que es miembro de un terceto de escritores fascistas compuesto también por Drieu la Rochelle y Céline. Niall Binns dijo que era “más ácido, más fanático y sin duda menos escritor que Drieu”, y por consiguiente menos que Céline, seguro, que era más escritor que Drieu. Su carrera fue principalmente periodística: fue editor del diario Action Française y más delante de Je suis Partout. En esos periódicos firmó invectivas contra la izquierda francesa; elogios al gobierno de Vichy y a la Alemania nazi; artículos de cine y literatura. Su sexualidad siempre estuvo en el ojo de la tormenta, y hasta su muerte fue una de esas incógnitas espoleadas por las habladurías. En otras palabras: se sospechaba que era homosexual. En 1945 fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento en el Fuerte Montrouge.

Brasillach pertenece a la historia negra de Francia por razones que van desde su abierta colaboración con los ocupantes de su país hasta el simbolismo poderoso de su muerte. Fue el único escritor fascista francés juzgado y ejecutado por el gobierno de Liberación encabezado por Charles de Gaulle. La historiadora y crítica Alice Kaplan, en un magnífico libro llamado “El colaborador”, exhuma las circunstancias del juicio, los pormenores y la contingencia que empujó al nuevo gobierno a convertirse en el verdugo de un escritor para quien “el nazismo era una forma de la poesía”. Kaplan, que escribe desde la vereda de las víctimas de peones como Brasillach, al reconstruir el juicio se da cuenta cuán sumario fue. El jurado fue designado teniendo en mente una resolución fatal. Sus miembros eran políticos de provincia, resistentes a la ocupación nazi, obreros de afiliación comunista; gente toda que sólo podía comprender las palabras públicas de este escritor como una deliberada incitación a la violencia, a la delación, al abandono del élan, la fuerza vital que Bergson vio en el corazón de los franceses. Una curiosidad: su abogado defensor, Jacques Isorni (quien luego también defendió al Mariscal Petáin) era un republicano de puño y letra.

El jurado no deliberó más de veinte minutos. Los cargos de traición a la patria fueron confirmados. Casi todos los escritores franceses de la época firmaron un petitorio para evitar la sentencia de Brasillach. Camus, por ejemplo, firmó aduciendo que estaba en contra de toda pena de muerte. Sus amigos y parte de la academia francesa de letras argumentaron que sus crímenes eran simbólicos, que él nunca había matado a nadie ni firmado un memorándum que dispusiera el envío de judíos a campos de concentración o a miembros de la resistencia francesa a la muerte. Sartre no dijo nada. Charles de Gaulle, la última autoridad, negó el indulto, y en 1945, aparentemente de espaldas a su pelotón de fusilamiento, Robert Brasillach, murió acribillado.

Los especiales hechos de su muerte han nublado el juicio crítico de su obra. Centenares de hagiógrafos trataron de darle un aura que nunca tuvo. Brasillach fue un escritor mediocre, a lo más un talento menor. En vida publicó siete libros, de los cuales quizás el más conocido es la novela “Siete colores”. Una novela de formación decididamente antisemita, cuyo título pasó a ser en 1948 el nombre de la editorial fundada por su cuñado y mejor amigo Maurice Bardeche, otro escritor fascista francés. Seis libros fueron publicados después de su muerte.

Simpatizar con la derecha no es un problema, ser un escritor que admite ser de derecha no es realmente un problema, pero pensar que el nazismo es poesía, es sin duda un problema. Charles de Gaulle era un hombre de derecha; Miterrand inició su carrera política bajo la égida de la derecha. Alice Kaplan, en su libro, pese a estar en contra de la ejecución de Brasillach, arguye que había suficiente evidencia para condenarlo como traidor. La fiscalía citó sus escritos y los vinculó a desapariciones de miembros de la resistencia francesa. Además, la guerra todavía seguía viva, y los franceses temían el regreso de sus recientes ocupantes. Su ejecución tuvo un efecto galvanizador: ningún colaborador iba a salir impune (un deseo que probó ser falso): era tiempo de una Francia nueva.

Venner y Brasillach, y a su manera Drieu La Rochelle, quisieron ser mártires. Dejaremos a otros más hábiles en materias de psicología determinar cuáles son los elementos centrales de estas conciencias más o menos heroicas, pero lo cierto es que dieron su vida por una causa. Quizás el ejemplo de Juana de Arco todavía late en el corazón francés. Céline, mucho más cínico decidió vivir. El noruego Knut Hamsun, ganador del Nóbel, cercanísimo al nazismo, vivió hasta los noventa años. Una cosa queda clara: es un deseo romántico esperar que los escritores sean gente buena, gente honrada, gente de valor. Brasillach no era ni un buen escritor ni una buena persona, pero tanto Céline y Drieu abrazaron una causa que llevó a la muerte a millones de personas y eso no parece haber tenido repercusión sobre su talento, por el contrario, es admisible pensar que le dio una forma única a su cosmovisión. Podemos pensar, con acierto, que el fascismo es una ideología perezosa y deplorable, un populismo que conduce a una caldera de sangre y a la disolución de los aspectos rescatables de la democracia liberal. Y tendríamos razón. Lo que no podemos pensar, ni hacer, es separar el talento de los escritores de su ideología.

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