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Opinión

13 de Marzo de 2014

Cambio de mando

El gobierno de Sebastián Piñera, finalmente, no fue tan terrible. De hecho, en lugar de representar los deseos de la derecha más recalcitrante, terminó rompiendo con ella. El de Piñera no fue un gobierno pinochetista. Sus colaboradores en edad de merecer habían sido todos partidarios del dictador, pero el discurso oficial maltrató su recuerdo. El […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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El gobierno de Sebastián Piñera, finalmente, no fue tan terrible. De hecho, en lugar de representar los deseos de la derecha más recalcitrante, terminó rompiendo con ella. El de Piñera no fue un gobierno pinochetista. Sus colaboradores en edad de merecer habían sido todos partidarios del dictador, pero el discurso oficial maltrató su recuerdo. El que diga lo contrario, miente.

Para muchos, no fue un gobierno demasiado distinto de los anteriores. De traumático, al menos, no tuvo nada.

Según algunos analistas, su mayor aporte fue demostrar que era posible la alternancia en el poder. No es poco, pero para un inversionista ambicioso como Sebastián Piñera seguramente es nada. Quiso hacer un gran gobierno, y le dio para buena administración. No eran lo extraordinarios que creían. Muchos de ellos, en estos cuatro años, entendieron que la gran empresa era un juego de niños al lado del manejo del Estado.

Bachelet no llega a rescatarnos de un desastre. Quienes piensan así, no saben lo que es un desastre. Su misión es corregir la ruta. Todos están de acuerdo que no podemos ir al sur, porque al sur del Chile neoliberal en que nos encontramos están los hielos inmisericordes. La soledad y el desamparo. La comunidad convertida en fiordo. Cunde, sin embargo, la desconfianza y la sospecha en sus propias huestes. Es como si hubiera una guerra solapada entre los que esperan cambios gigantescos y los que consideran que, a pesar de todo, la navegación no va tan mal. Entre sus partidarios que llegan cargados de memoria y conscientes de cómo vivíamos al momento de zarpar, y quienes lo hacen cegados por el deseo, con los ojos clavados en el sueño.

Para terminar de interferir la fiesta que debiera significar el inicio de un proyecto democratizador y progresista, el tan bullado recambio generacional encontró un campo de batalla. Escasea el compromiso político. Vivimos tiempos de amores volátiles y lealtades egoístas. Padres que le piden reconocimiento a hijos que solo piensan en lo que les falta. Los jóvenes están soberbios y los viejos resentidos. Escalona le teme a la frivolidad y Boric a la cobardía.

El linchamiento público se halla a la vuelta de la esquina. El que lo pide todo es inocente, y el que pregunta cómo, sospechoso. De una parte, las monsergas heroicas; de la otra, los cálculos anquilosados. Y en medio de ambos bandos, como el jamón del sándwich, está Michelle Bachelet. En su primer discurso, asomándose al balcón de La Moneda, tras meses de silencio, ratificó y enfatizó cada una de sus promesas de campaña. Dirigiéndose a la Plaza de la Constitución –con un tono que su antecesor desconoce y envidia-, insistió en la necesidad de una carta magna nacida en democracia. Se trata del programa más ambicioso en casi medio siglo. “Desde Frei Montalva y Salvador Allende”, comentó el historiador Alfredo Jocelyn-Holt.

Y Bachelet lo sabe, aunque ella no hable ni de “revolución en libertad” ni de “socialismo a la chilena”. Le llama “proceso modernizador”, y al parecer hizo suyo uno de los principios neurálgicos de la transición: la gradualidad. “Porque tenemos urgencia –le dijo a los ansiosos en su primera alocución pública- debemos comenzar ahora, pero hacerlo paso a paso. No podemos apresurarnos…”, señaló. Hasta aquí, la presidenta se ha entendido directamente con el pueblo. Ha sabido percibir lo que las mayorías demandan. Al menos los titulares de lo que las mayorías demandan. Hoy comienza su gobierno. Y entre ella y su público, el empedrado que separa un poema de la realidad.

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