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Opinión

24 de Abril de 2014

La larga espera del juez Cerda

Cuando pregunto a mis fuentes por cuánto ha cambiado el Poder Judicial desde 1999, año en que publiqué El Libro Negro de la Justicia, casi todas hacen un balance positivo: se modernizó el proceso penal (con la creación del Ministerio Público), se jubilaron todos los ministros de la Corte Suprema nombrados por Pinochet, se creó […]

Alejandra Matus
Alejandra Matus
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Cuando pregunto a mis fuentes por cuánto ha cambiado el Poder Judicial desde 1999, año en que publiqué El Libro Negro de la Justicia, casi todas hacen un balance positivo: se modernizó el proceso penal (con la creación del Ministerio Público), se jubilaron todos los ministros de la Corte Suprema nombrados por Pinochet, se creó una oficina de Comunicaciones y ahora casi todos los jueces entienden que deben responder de sus fallos ante la ciudadanía. Para qué decir de cuánto han avanzado las causas por violaciones a los derechos humanos. Es indudable que los vientos de cambio que azotan a la sociedad chilena en su conjunto, se han colado en estos años en los vetustos pasillos del Poder Judicial.

Incluso una injusticia antigua y anacrónica, síntesis de todo aquello que se le ha criticado al Poder Judicial en las cuatro décadas, estaría llegando a su fin. Me refiero al nombramiento en la Corte Suprema del juez Carlos Cerda Fernández.

La llegada de Cerda a la Suprema es paradigmática. Desde el retorno a la democracia en 1990 que se viene diciendo que pocos como él merecen estar sentados en el máximo tribunal de Chile, pero ningún otro ha tenido que esperar tanto. Cerda no es el único ministro que intentó hacer justicia en las causas de Derechos Humanos en dictadura, pero la astucia, sapiencia y valentía que empeñó en su esfuerzo lo convirtieron en un símbolo.
En 1986 procesó a 40 personas, incluyendo los más altos mandos de la Fuerza Aérea, la Armada y Carabineros, mientras investigaba el Comando Conjunto, en el marco del llamado “caso de los 13”. Con una capacidad investigativa indiscutida, comprobó judicialmente lo que el régimen se empeñaba en negar: la desaparición forzada como método represivo. (Si quiere leer más sobre este juez, puede leer el artículo que escribí al respecto en www.casosvicaria.cl)

Sus superiores le ordenaron aplicar la Ley de Amnistía al caso y Cerda se negó invocando tesis que sólo en años recientes se han convertido en lugar común: que el secuestro (de los desaparecidos) se seguía cometiendo mientras no apareciera la víctima; y que los pactos internacionales prevalecían sobre la legislación nacional, entre otros argumentos que aportaron los abogados de la Vicaría de la Solidaridad.

En vez de usar la avenida de posibilidades que les mostraba Cerda para hacer justicia, la Corte Suprema castigó a Cerda y a punto estuvo de expulsarlo del Poder Judicial.

“¿Galopan los caballos por las rocas? ¿Se ara el mar con los bueyes? Pues vosotros hacéis del juicio veneno y del fruto de la justicia, ajenjo (…) Tus príncipes son prevaricadores. No hacen justicia al huérfano y a ellos no tiene acceso la causa de la viuda. Por eso dice el Señor, Yavé Sebaot, el Fuerte de Israel: reconstituiré a tus jueces como jueces como eran antes y a tus consejeros como al principio. Y te llamarán entonces ciudad de justicia, ciudad fiel. Y Sión será redimida por la rectitud, y los conversos de ella, por la justicia”, se atrevió a responderles en 1989, citando la Biblia.

Sin embargo, la llegada de la democracia no significó para el magistrado una reivindicación inmediata. A mediados de los 90, se negó a procesar al ex vocero de la dictadura, Francisco Javier Cuadra, por transgredir la Ley de Seguridad del Estado, a pesar de que así lo demandaban en forma unánime los partidos políticos representados en la Cámara de Diputados y en el Senado.

Quizá la mayor prueba para Cerda fue investigar el llamado “caso Riggs”, en que le correspondió determinar si Augusto Pinochet y su familia se enriquecieron ilícitamente. En 2007, el magistrado ordenó el procesamiento de 23 personas, incluyendo a la esposa e hijos de Pinochet. Los abogados defensores lo acusaron de sesgado y de actuar con animosidad contra el clan. Descalificaron la prolijidad de sus procedimientos judiciales y lograron que, una vez más, la Corte Suprema revocara sus decisiones.

Cerda vio a varios de sus colegas superar trabas y vetos y llegar a la máxima magistratura (José Benquis, Milton Juica, por mencionar algunos), pero él siguió esperando. Varias veces estuvo en las quinas de ascenso a la Suprema, pero su nombre no fue escogido por los Presidentes o si lo fue (como en el último año de gobierno de Ricardo Lagos), el Senado se negó a ratificarlo.

Pero ahora que las tesis de la inamnistiabilidad de los delitos de lesa humanidad es la norma, que una mujer hija de un general víctima de esas violaciones gobierna por segunda vez el país, que los comunistas se han integrado al Congreso y al gobierno, su postergación bordeaba lo incomprensible. Su nombramiento es una reivindicación, pero también es un símbolo de la renovación del Poder Judicial, en particular de su cabeza política, la Corte Suprema.

Se abren ahora otras preguntas. Importantes preguntas, como cuánto bien le hace al sistema democrático tener una Corte Suprema dominada por jueces que consideran más importante hacer justicia que aplicar la letra de la ley (el actual presidente de la Corte, Sergio Muñoz y Cerda participarían de esa corriente).

Hay quienes sospechan de esa conducta y temen que los jueces-filósofos escamoteen por esa vía la soberanía popular expresada en el Congreso. Es una pregunta contraintuitiva en el momento actual de completo desprestigio de la política y requiere no poco coraje plantearla (como hizo en 2006 Carlos Peña, con motivo precisamente de una de las nominaciones de Cerda). A mí me parece que es una pregunta válida, necesaria. Por el momento, sin embargo, me uno a la fiesta, alzo mi copa y celebro la designación de Cerda.

*Periodista. Autora de El Libro Negro de la Justicia Chilena. Académica de la Universidad Diego Portales.

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