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Opinión

13 de Junio de 2014

Los estudiantes

El movimiento estudiantil del año 2011, encarnó mucho más que un movimiento estudiantil. Sus marchas fueron el cauce por el que un sector importante de la ciudadanía se quiso manifestar. Llegaron a contar con un 80% de apoyo, según encuestas de la época. Eran una protesta y una fiesta. La gente salió nuevamente a las […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Editorial-548
El movimiento estudiantil del año 2011, encarnó mucho más que un movimiento estudiantil. Sus marchas fueron el cauce por el que un sector importante de la ciudadanía se quiso manifestar. Llegaron a contar con un 80% de apoyo, según encuestas de la época.

Eran una protesta y una fiesta. La gente salió nuevamente a las calles. Cundían los carteles ingeniosos. Uno de los marchantes llevaba un papel en la frente que decía: “Los de atrás vienen conmigo”. Y atrás iban miles de personas, en su inmensa mayoría jóvenes, secundarios y universitarios, pero no solamente ellos.

No fueron pocos los apoderados que defendieron a sus hijos cuando se tomaron sus escuelas. Había viejas que salían a las veredas para aplaudir a los que pasaban. “Un Paco es otro niño sin educación”, explicaba un cartel. Y así eran miles, y pasaban las comparsas de las escuelas de baile y de teatro y de música, con disfraces alucinantes, para nada improvisados, y orquestas carnavalescas en torno a las cuales se avanzaba bailando.

“La lucha es de la sociedad entera, todos por la educación gratuita”, rezaba un cartel enorme en el frontis de la casa central de la Universidad de Chile. Pública, gratuita y de calidad: ese era el petitorio.

En un comienzo participaron incluso votantes de Piñera. Con los meses, las marchas se volvieron más rabiosas.

Aparecieron lotes importantes de pingüinos entonando gritos de guerra. Sucedió algo absurdo, pero no infrecuente: los medios de comunicación que satanizaron durante sus inicios al movimiento estudiantil por esos pocos encapuchados que destruían vidrieras y paraderos al final de las manifestaciones, sin atender a que ahí estaba sucediendo algo de verdad importante, sacaron el foco de la violencia en los precisos momentos en que la violencia crecía.

Los que fueron dirigentes entonces, y que hoy son diputados o colaboradores de ministerios, son quienes, si se atrevieran a reconocerlo, mejor podrían dar cuenta de ello. De pronto se apoderó de la discusión interna de la asamblea estudiantil un cierto iluminismo, un pensamiento magnífico y alejado de la realidad.

Cuando digo violencia, pienso en radicalidad, porque al día de hoy en las marchas los destrozos son menores, pero los reclamos desproporcionados. Pasan galopando por encima de las limitaciones, cuando sabemos que las limitaciones son la prueba de calidad.

Sería falso decir que las marchas estudiantiles han perdido del todo su encanto. Todavía convocan a decenas de miles de personas. Ya los bailes no poseen el mismo embrujo. Los viandantes no se detienen a aplaudir. Muy pocos van disfrazados y carnavaleando.

Creo haber olido más marihuana que antes, lo que no tiene por cierto nada de malo. “Pitos, marihuana y alcohol, queremos una buena educación”, gritó uno en la marcha del martes.

Los carteles hablan de un mundo que rima: “Luchar para estatizar y vencer para controlar”, “El Milla al burgués con la cuchilla”, “Mujer bonita organizada/ más bonita encapuchada”, y así miles de eslóganes, en su mayoría rimando con la palabra Revolución.

A pesar de todo, la marcha seguía viva. Supongo que se debe a que sus exigencias puntuales, a veces delirantes, no son lo central.

Su vitalidad radica donde mismo su riesgo de muerte: en la pureza. Todo o nada. Ya no son la expresión de una gran comunidad, sino sus ángeles castigadores. Grupos neo miristas, guevaristas, anarquistas libertarios, trotskistas. Imposibilistas todos, a quienes mueve el saber que la política vulgar convive con el pecado de la traición.

Es obvio que no pueden decidir ellos el destino de la educación; de lo contrario, en lugar de ir a clases para aprender, debieran hacerlas para enseñar. Quizás los niños menores que ellos son los únicos que debieran dar lecciones, pero ese es otro cuento. Poseen una conciencia a ratos alterada, aunque siempre despierta. Despreciativa de aquello que está bien, y muy atenta a cuanto está mal. No hay padre que no sepa de qué estoy hablando.

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