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Opinión

4 de Diciembre de 2014

Columna: El peor pito de mi vida

Hasta el día que me pasó, no creía que existieran pitos malos. Podían tener mucha hoja, volar poco o ser paragua, pero un pito mala onda nunca. Estábamos en la plaza con el Mauricio y me invitó a fumarme un cogollo que le habían traido de los Andes o por ahí. Me advirtió que era […]

A.S.C
A.S.C
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Hasta el día que me pasó, no creía que existieran pitos malos. Podían tener mucha hoja, volar poco o ser paragua, pero un pito mala onda nunca. Estábamos en la plaza con el Mauricio y me invitó a fumarme un cogollo que le habían traido de los Andes o por ahí. Me advirtió que era muy potentes. Ojo. Fue su única advertencia. Fumamos en pipa, estábamos en una plaza del barrio Yungay. Debe haber pasado una media hora. Comencé hablar incoherencias, me reía. Leí un letrero y no entendía lo que decía. Ahí comenzó todo. Había leído en google que así comenzaban las aneurismas. Me puse la mano en el corazón y no lo sentía. Puta me paquié. Trataba de buscar pulsaciones y nada. No sabía si reirme o llorar. No sentía las manos y le dije a mi amigo si creía que yo estaba loco. Me puse pálido. Le dije que me ayudara a caminar, me temblaban las piernas. Chucha madre qué hago. De verdad crees que estoy loco, le decía al Mauricio. En medio de mi angustia y sicoseo, mi amigo no encontró nada mejor que contarme sus malas voladas. Me dijo que una vez se había comido un sánguche de ramitas en pan de molde con ketchup en una YPF. Creía que con ese bolo alimenticio se le pasaría la volada. Llevaba mucho rato y estaba angustiado. Después tomó leche y vomitó. Sus historias, con 35 grados de calor en una plaza en el centro de Santiago a las cuatro de la tarde, eran una mierda, no un consuelo. Me dijo: puta lo peor es que llegué a la casa y me serví un té. Su hermana mayor no entendía por qué le echaba agua caliente a una taza que estaba al revés. Lo peor, dijo como si estuviera hablando un terapeuta, es que me acosté y cuando estaba quedándome dormido, imaginé que bajaban unos ángeles (no sé qué forma tienen) y me pegaban en la cabeza con unos tubos florescentes. Quédate callado mejor weón, le decía. A esa altura, le pedí perdón a todo el mundo. Era una caña de pitos moral. Así la definí. La peor de todas. Puta nunca más fumo, murmuraba. ¡Cómo un pito de marihuana podía enterrar tanto a una persona y dejarla disminuida a tal punto de jurar y rejurar que nunca más fumaría un caño! Una amiga me dijo que se había sentido así con un queque de marihuana en La Serena. Se lo comió en la playa, casi completo, el queque. Terminó con el cocinero, su amigo Alberto, en el hospital de Coquimbo. “Fue horrible”. Así lo graficó cuando intercambiamos nuestras historias. Ahora fumo muy a lo lejos. De hecho, tengo pitos guardados en la casa. Y están ahí, esperando un asado o una junta chica, con amigos de verdad.

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