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Opinión

22 de Diciembre de 2014

Editorial: Cambio de onda

El año que termina, los jóvenes perdieron la palabra. Supimos del movimiento estudiantil sólo hasta fines de octubre, cuando la Melissa (FECH) y la Naschla (FEUC) fueron reemplazadas por dirigentes de los que no sabemos el nombre. El movimiento ya venía en baja, se había ido asfixiando en asambleas egocéntricas donde la competencia por quién […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Confech Bancada Estudiantil A1

El año que termina, los jóvenes perdieron la palabra. Supimos del movimiento estudiantil sólo hasta fines de octubre, cuando la Melissa (FECH) y la Naschla (FEUC) fueron reemplazadas por dirigentes de los que no sabemos el nombre. El movimiento ya venía en baja, se había ido asfixiando en asambleas egocéntricas donde la competencia por quién era más radical que el otro terminó expulsando del juego a los defensores del sentido común. La audiencia los abandonó. Ya casi no hay chascones en los foros televisivos. Los anarquistas pasaron de ser objetos de interés a ser prófugos detestables después de la bomba de la Escuela Militar. Los tiempos del encanto libertario dieron paso a los de la administración. Este 2014 salimos de los territorios del goce sexual para entrar en los rigores de la crianza. La Camila Vallejo, que llegó a ser ícono mundial de La Revolución, símbolo de la juventud combatiente del nuevo milenio, energía indomable, se convirtió en madre y diputada. Ahora no relampaguea su aro en la nariz. Su encanto salvaje mutó a una belleza responsable. “Maduró”, dirán sus tías. Sufrió un cambio de aura. Todo Chile, en realidad, sufrió un cambio de aura. Del período anterior nunca nadie recordó el gobierno, ni para bien ni para mal. Sus protagonistas fue la gente en las calles, los reclamos instalados, las ganas. Hubo liceanas que marcharon tirando los sostenes al cielo, como si festejaran el fin de la esclavitud. Se fumaba marihuana, tiraban los compañeros después de la protesta, se multiplicaban las piscolas en las discusiones ideológicas. Los humillados encontraron un espacio de orgullo. Fueron miles los que asistieron disfrazados a esos carnavales ciudadanos, donde hasta fines del 2011 había quienes lloraban de emoción. Yo los vi: drogados o no, se detenían para constatar que aquello era maravilloso. Esas marchas tuvieron mucho de renacer, de fiesta de la primavera. Un amigo mío no se las perdía, porque en todas había una novia para él. Grupos de música y cantantes se hicieron famosos en esas jornadas. Ningún artista dejó de apoyarlas. La causa de la igualdad sexual dio un salto incuestionable. La preocupación ecológica llegó al centro de la política pública. ¿Quién se hubiera imaginado hace algunos años que detendrían la construcción de Hidroaysén o de Barrancones? Hasta los árboles, los ríos y los delfines se sumaron al baile. Reinaba la fiesta en los patios del colegio. La fiesta que sueña con la fiesta perfecta, en la que nadie falta ni sobra. Los estudiantes, entusiasmados, se tomaron las escuelas. Se impuso el deseo, la parte no contenta sin la cual el hombre es una roca, lo más admirable de la humanidad, algo así como lo que llamamos “espíritu”. Escribió George Bataille: “Una vez que el cadáver del rey quedaba reducido a un esqueleto, dejaban de imponerse el desorden y el desenfreno, y volvía a empezar el juego de las prohibiciones”. En Chile, tomaron el micrófono los apoderados. Es cierto, no podíamos quererlo todo todo el tiempo. “Las fiestas garantizaron la posibilidad de la infracción, con lo cual garantizaban a la vez la posibilidad de la vida normal, dedicada a actividades ordenadas”, continúa Bataille. Salieron los estudiantes y volvieron los inspectores, los profesores y los padres de la comunidad. Sin ellos la historia sería un desastre. Sin la juventud que la empuja, sería una tristeza.

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