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Opinión

1 de Enero de 2015

Editorial: Buenos Deseos

En el terreno de las aspiraciones políticas, parece bastante nítido que estamos ante un acuerdo mucho más amplio de lo acostumbrado, uno que, curiosamente, las discusiones aledañas a ratos no dejan ver. Ya no quedan militantes de derecha ni concertacionistas que nieguen en voz alta la necesidad de reformas en los planos conocidos. Solo se debate sobre su dimensión y modo de llevarlas a cabo.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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año nuevo

Yo fui una de las miles de personas a las que, ya sea en el ámbito doméstico, laboral o público, durante estos últimos días del 2014, alguien le preguntó por sus deseos para el año que viene. Padezco de esa tonta enfermedad del que no sabe obviar una pregunta. En primer lugar, mis deseos inmediatos doblegan fácilmente a los del largo plazo. Me cuesta mucho desear para un año entero, y de osar hacerlo, suele ser a base de objetivos menores, a capítulos de un proyecto que pocas veces termina siendo como imaginé. Algo, sin embargo, surge de inmediato: salud para mis hijos. Pero ese, en realidad, no es un deseo para el año que viene, sino para siempre. Implica una condición básica para la tranquilidad y así poder actuar libremente sin el miedo a lo peor. Si pudiera programar un año venidero, quizás lo inmunizaría de accidentes y contratiempos para poder desarrollar a la pata mis pretensiones, pero estoy seguro que a la larga me arrepentiría, porque la creación que no choca con la realidad suele resultar insípida. No tengo un pariente enfermo grave a cuestas, ni una hija recién detenida, ni un primogénito postulando a una carrera que no sé cómo pagar, ni deudas asfixiantes, y están mis gastos básicos cubiertos. De no ser así, desearía la solución de esos problemas. Cuando un millonario chilla como si estuvieran violando a su esposa porque la economía generará unos pesos de menos, sucumbo ante la extrañeza. Ellos juran que están pensando en los pobres, pero todos sabemos que no es verdad, que han generado una pervertida relación de amor con las cifras, tal como un jugador ve su hogar en el casino. Parece que apuestan al “todo o nada”, con la misma obstinación de los revolucionarios. Ambos incapaces de apreciar lo que se tiene, y cegados por lo que falta. En el caso de unos la riqueza infinita, en el de los otros (harto menos egoísta) el paraíso en la tierra. Los deseos de verdad incontenibles, en cualquier caso, no son calendarizables. Ni el hambre, ni el sexo, ni la locura. En el terreno de las aspiraciones políticas, parece bastante nítido que estamos ante un acuerdo mucho más amplio de lo acostumbrado, uno que, curiosamente, las discusiones aledañas a ratos no dejan ver. Ya no quedan militantes de derecha ni concertacionistas que nieguen en voz alta la necesidad de reformas en los planos conocidos. Solo se debate sobre su dimensión y modo de llevarlas a cabo. Es muy probable que muchos de ellos en su fuero íntimo las repugnen, pero si no se atreven a decirlo es porque resulta altamente impopular. O sea, las reformas se instalaron. Lo que viene a continuación, es su diseño concreto, mejor o peor, sabio o arrebatado. Las reformas no pueden ignorar lo conseguido ni renunciar a lo esencial de su objetivo. Será muy importante para el gobierno la confianza económica que genere. No son buenos los augurios para América Latina, y si acá sigue reinando la sospecha y el desprecio, toda la culpa recaerá sobre el plan de transformaciones, el mismo que nadie se atreve hoy a condenar en sus cimientos. Una recesión, por ejemplo, interrumpiría indefinidamente su proceso. Cuando en estas fechas a uno le preguntan por sus deseos, lo que se espera es una declaración de buenas intenciones, porque los deseos propiamente tales, las pulsiones salvajes, son rara vez confesables. De momento –escribo con calor, mirando unos árboles que apenas se mueven-, lo que deseo es terminar esta columna. Dejé en la mitad el último capítulo de una novela de Graham Greene, y me apura retomarla. Entre Pascua y Año Nuevo la historia parece que se detuviera. Sólo en los libros avanza, cuando el lector la mueve.

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