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Cultura

23 de Enero de 2015

Carmen Soria (o la larga lucha de un ético mirar)

A Carmen la conocí en el litoral central, entre Costa Azul y El Tabo, por esos arenales playeros donde uno estira los huesos bajo el tibio sol de noviembre. Y al ver a esta joven trigueña, que conducía un auto viejo hecha un peo culebreando las cuestas, al verla reír desmadejada por el viento salino […]

Pedro Lemebel
Pedro Lemebel
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A Carmen la conocí en el litoral central, entre Costa Azul y El Tabo, por esos arenales playeros donde uno estira los huesos bajo el tibio sol de noviembre. Y al ver a esta joven trigueña, que conducía un auto viejo hecha un peo culebreando las cuestas, al verla reír desmadejada por el viento salino del océano, al escuchar su voz ronca por el cigarro que colgaba de su fresca sonrisa, me costó un poco relacionarla con el personaje público, que por más de veinte años, había confrontado al Poder Judicial, interrogando a los hieráticos magistrados por el esclarecimiento del crimen de su padre, Carmelo Soria, diplomático español, masacrado por la garra uniformada de la DINA y torturado en la casa de Mariana Callejas a comienzos de la dictadura.

Carmen Soria, después de tanto batallar, aún se ve muy joven en su altanera figura que por mucho tiempo ha recorrido juzgados, cortes internacionales y agrupaciones de derechos humanos, incansable tras la esquiva huella de la justicia. Apenas tenía 16 ó 17 años entonces, cuando por macabra coincidencia, el día de todas las Carmenes, encontraron el cadáver de su padre, ovillado de mugres, flotando en las aguas del canal El Carmen de El Salto. Y luego de verificar su identidad y constatar el mapa de torturas que salvajemente desgarró su cuerpo, el caso de Carmelo Soria pasó a formar parte de los “casos emblemáticos” que salieron a la luz pública cuando aún gran parte del país dudaba de estos hechos.

Quizás, este golpe para una adolescente que transitaba su pasar estudiantil a comienzos del setenta en el Liceo Manuel de Salas, pudo inmovilizar para siempre su alegría castaña de pendeja ñuñoína, de chica aguda que eligió hacer de su vida un ético rodar. Sobre todo, cuando al crimen de su padre, se le suma la desaparición de Pedro Godoy, hijo de su empleada, y compañero de juegos en la infancia de Carmen, tan querendona de aquella mujer humilde que la crió, y que el aciago destino borró clases sociales colocándolas juntas en la misma paralela del horror. Y el día que encontraron a Pedro, esa mañana que reconstruyeron sus huesos y despojos sobre una camilla de lata para ser identificado, allí estaba la vieja empleada de los Soria, muda y descalabrada tratando de relacionar el cuerpo tibio de su niño con ese rompecabezas óseo en su fría palidez de espanto. Y a su lado estaba Carmen, mirando a ala mujer inmóvil que recorría con sus nublados ojos la rigidés abollada de esa clavícula, el femur trizado de su pierna futbolera, las falanges calcáreas en crispado reposo. Allí estaba Carmen hemanada con su nana en el rito mordido de la identificación. Allí mismo la pequeña huérfana Soria, fue testigo del único gesto de su empleada al estirar la mano para acariciar las zapatillas de su hijo Pedro. Y Carmen compartió ese gesto, como si toda la pesantez del mundo cargara esa mano, ese tacto suave de yemas maternas que en la larga espera del encuentro, solo reconocen el calzar oxidado de un interrumpido palomillar.

Para muchos, los llamados “casos emblemáticos” del crimen impune y la desaparición de personas en Chile, ( Soria, Letelier; Prat, etc.) formarían parte de una elite que por clase social, status político o diplomático, habrían obtenido mayor visibilidad pública y apoyo internacional, como si hasta en la cruel uniformidad de la razzia fascista, se impusieran los privilegios de clase. Para Carmen Soria estos privilegios son parte de la misma lacra de la injusticia, y en una entrevista suya lo aclara con vehemencia: “El crimen de mi padre tiene la misma importancia que el de todos los ejecutados y desaparecidos, y en mi lucha por esclarecerlo están todas las víctimas y especialmente los menos garantizados, los más desaparecidos por su anonimato”.
Es posible que este mismo desplante ético que Carmen lleva con hermosa soltura, la halla individualizado como vital activista por la defensa de los derechos humano, y en esta larga senda de alegatos, tramites y decepciones, la plusvalía de los cuerpos arrasados por la dictadura tomó forma de soborno, de burdo chantaje cuando a Carmen le ofrecieron un millón de dólares como reparación por el crimen de su padre, pero en el fondo era para inmovilizarla y comprar su silencio. Es posible que sean pocos los que puedan rechazar esta millonaria amortiguación de la memoria, como Carmen Soria lo hizo, negándose con una mueca de asco al tapabocas económico de la reconciliación oficial.
Desde aquella primera vez en que conocí a Carmen confrontando la fría brisa playera con su rostro limpio de cara al mar, supe que a esta mujer la tragedia no la había vencido, y que en ella el dolor se hizo rabia, y el perdón había transmutado su oleaje difunto en la marea espumosa de una indomable canción.

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