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Opinión

14 de Mayo de 2015

Editorial: El abrazo

La presidenta le dio la bienvenida a su nuevo ministro del Interior, Jorge Burgos, de la mano y con un beso, y acto seguido se despidió del despedido Rodrigo Peñailillo con un abrazo que los relatores televisivos trataron de “emotivo”. Yo lo encontré un abrazo “inquietante”, el final-resumen de la hebra más compleja de esta […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Abrazo Peñailillo Bachelet A1

La presidenta le dio la bienvenida a su nuevo ministro del Interior, Jorge Burgos, de la mano y con un beso, y acto seguido se despidió del despedido Rodrigo Peñailillo con un abrazo que los relatores televisivos trataron de “emotivo”. Yo lo encontré un abrazo “inquietante”, el final-resumen de la hebra más compleja de esta historia.

El cambio de gabinete se produce cuando ella decide reemplazar a su premier. Para entender lo que esto le significó, hay que sopesar bien lo que encarnaba ahí Rodrigo Peñailillo.

Todo lo acontecido en su gobierno hasta acá y desde su minuto cero, mucho antes de comenzar, fue planeado con él. Si durante su primer gobierno lo tuvo de secretario, el segundo arrancó con Peñailillo como hombre de confianza y co-arquitecto del proyecto. La articulación de la Nueva Mayoría fue obra suya.

Durante la campaña, los temas importantes se hablaban con este joven Richelieu sin estampa de cardenal.

El gabinete que acaba de caer, se escribió con su puño y letra. El tono que tomaron las reformas, lo puso Rodrigo con su varita de novel director de orquesta. Llevarlas adelante con obcecación, como un apóstol que predica el fin del tiempo de las ambigüedades, fue el sello que quiso darle a la era post concertacionista que lideraba. Se comparó con sus antecesores por el tamaño de sus aspiraciones. Y también Michelle Bachelet.

Quienes conocen ese círculo estrecho del bacheletismo, coinciden en que él era el custodio de esa convicción, o de “la retroexcavadora”, como diría Quintana, su torpe escudero.

Aunque nunca dejó de llamarle “jefa” a la presidenta, el ex ministro se recibió de político cuando tuvo sus propias huestes. A su alero creció la G 90, lote de jóvenes PPD, orgullosos de su falta de abolengo y sus méritos propios, al que luego se sumaron socialistas y democratacristianos de similares características: funcionarios del aparato público transformados en grupo de poder.

Y consiguieron ejercerlo a tal punto, que el llamado “conflicto generacional” quedó reducido a la lucha de ellos contra los viejos, aunque sin jamás poner en escena la frescura de la juventud. Bachelet, queriendo abrirle paso a las “caras nuevas”, le entregó las llaves de la renovación a una pandilla cerrada: los Peñailillo.

Sus más altos representantes, repartidos por distintos ministerios, se vestían con los mismos trajes brillantes y pantalón pitillo. Alguno por ahí, incluso le imitó el peinado.

Vino lo de Caval, lo de las boletas “ideológicamente falsas”, los Martellis, los Soquimich, los informes ampulosos e inverosímiles y las autodefensas primando por sobre los intereses del gobierno, cuya popularidad y épica acabaron por los suelos. El así llamado “hijo político” de Michelle Bachelet ya no actuaba simplemente como su reflejo, sino en función de objetivos que a ratos la olvidaban, y para su “madre”, que privilegia los afectos y las confianzas por sobre las estrategias de poder, al hacerlo la traicionó.

En esa concepción afectiva y familiar de la política radica la mayor debilidad de Bachelet. La madre despidió al niño que vio crecer, como quien entierra un sueño de pureza. Con ese abrazo, ella selló su soledad. Peñailillo, en cambio, cargando una derrota partió al encuentro de sus amigos. Conquistó su libertad.

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