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Opinión

10 de Junio de 2015

La vuelta al mundo en un siglo y medio

Es un ratón de biblioteca, pero ha vivido en África, Oriente Medio y Latinoamérica persiguiendo las historias que después convierte en novelas: “sin ficción, porque todo es verificable”, aclara Deville, uno de los escritores más premiados hoy en Francia. Ocurran en el Congo o en Nicaragua, todas esas novelas empiezan en 1860 y llegan hasta nuestra época recorriendo la utopía del progreso, la Guerra Fría y la globalización. Pasó por Chile invitado al ciclo “La ciudad y las palabras” (PUC) y habló con The Clinic sobre la extraña ingenuidad de León Trotsky –protagonista de su último libro– y sobre la crisis de los valores que en Occidente, también ingenuamente, creímos universales.

Diego Milos S.
Diego Milos S.
Por

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El México cosmopolita y reverberante de los años 30 recibía a León Trotsky, perseguido por el OGPU de Stalin y la Gestapo de Hitler, luego de que Diego Rivera le consiguiera una visa con el presidente Lázaro Cárdenas. Allí el favorito de Lenin hizo sus últimos esfuerzos por recuperar el poder y reencausar el comunismo internacional, hasta que el agente estalinista Ramón Mercader lo mató con un golpe de piolet en la cabeza. En “Viva”, su novela más reciente, Patrick Deville encuentra nuevas lecturas para esta historia que, como todas sus historias, empieza mucho antes y terminará mucho después.

Usted parece reprocharle a Trotsky cierta ingenuidad.
Más que nada es extrañeza. Cuesta tildarlo de ingenuo: Trotsky sabe de todo, trabajó muchísimo, fue extremadamente brillante e íntegro, pero curiosamente no entiende que quienes lo rodean no son íntegros. Un tipo que creó el Ejército Rojo, que dirigió a cinco millones de hombres, que vivió dos años y medio en un tren blindado, muestra una gran ingenuidad política, sobre todo cuando está en Georgia y recibe el telegrama de Stalin que le anuncia la muerte de Lenin. Stalin le dice “no importa, siga con su viaje”, y Trotsky sigue su viaje. Es increíble, ¿cómo no ve lo que está pasando?

¿Y en qué estaba Trotsky?
Estaba en el Cáucaso, leyendo y escribiendo en su balcón frente al Mar Negro: “estamos en enero pero el sol brilla, hay palmeras…”. Entonces, ahí, uno dice “pero córtala con las palmeras y el balcón, ¡vuelve a Moscú!”. Es fácil decirlo un siglo después, pero los gulags y todo el horror del estalinismo se están jugando ahí, en 1924, y por lo tanto hay que bajar del balcón, subirse al tren, tomarse el poder, o sea luchar. Pero no lo hace. Y cuando vuelve a Moscú ya es demasiado tarde, Stalin está en el poder y todo se desmorona. Tres años después Trotsky es deportado a Kazajistán y luego vienen los Procesos de Moscú y el horror.

¿La rivalidad entre Trotsky y Stalin es ideológica o hay algo más?
Hay mucho más. Por un lado tienes a un gran intelectual que comete el crimen de orgullo de pensar que todo el mundo va a entender que él es el mejor, el más sabio, el más eficaz, y no sospecha que un idiota como Stalin, que no leyó nada, que no habla idiomas, puede entrar en conflicto político con él. Y por el otro tienes a Stalin, un bandolero georgiano que lo único que quiere es poder. Eso va más allá de la ideología.

Usted describe al estalinismo como una mafia.
Mafia al principio, y luego es una paranoia desatada de persecuciones. Ahí cito ese caso divertido pero terrible de la anciana supuestamente trotskista que, en la cárcel, le pregunta a Evguénia Guinzbourg: “¿Tú eres también tractista? No sé quién inventó estas historias, yo nunca he manejado un tractor”.

Todo ese proceso de eliminar cualquier oposición adentro del Partido…
Sí, Stalin mata a absolutamente todo el mundo. El último fue Trotsky. Cuando le toca, en 1940, todos los que estaban en el primer soviet con Lenin ya fueron asesinados por Stalin, para que no hubiera testigos de su pasado, porque su importancia fue casi nula al comienzo de la Revolución. Y luego va a hacer esa falsa fotografía en donde aparece sentado en un banco con Lenin, como si fueran compañeros y Lenin le hubiera delegado el poder.

Usted cuenta la historia de Trotsky, pero no se mete en sus obras ideológicas.
Es que me interesaban menos y creo que están obsoletas. La obra escrita de Trotsky es gigante, escribió miles de páginas, pero lo que queda de eso es “Mi vida”, que es como Jack London, el relato de su huida por el bosque, la nieve, los renos, los trineos. No hay una filosofía política de Trotsky, lo que hay es empirismo, ciencia política. La filosofía política, en cambio, perdura y se mantiene activa, todavía hoy utilizamos los conceptos inventados por Locke o Hobbes.

Pero todavía quedan trotskistas…
Sí, todavía quedan trotskistas, pero bueno, durante mucho tiempo hubo bonapartistas.
En el corazón de “Viva” está el paralelo entre las vidas de Trotsky y del escritor inglés Malcolm Lowry, célebre borracho y autor de la novela “Bajo el volcán”.
Sí, porque ambos coinciden en México. Lowry llega en noviembre de 1936, para el Día de los Muertos, y Trotsky en enero de 1937. Lo que me interesa de esas dos vidas es lo que tienen en común: son seres prometeicos, no se detienen, no la sueltan, hasta morir brutalmente asesinado, en el caso de Trotsky, o hasta perder la salud mental y morir en el alcoholismo, como Lowry. Y sobre todo me interesan las preguntas que ambos se hacen: qué significa actuar en la Historia y de qué es capaz la literatura.

¿Y cómo las responden?
Por un lado está Trotsky, un hombre que comienza su lucha política a los 18 años y desde entonces fue encarcelado, deportado, perseguido, se escapa, vuelve a la lucha revolucionaria y pasa su vida entera en eso. Pero también es un gran lector, y sabe que la literatura está por encima de la acción política. Por ejemplo, cuando lee “Viaje al fin de la noche”, de un derechista como Céline, se da cuenta de que está ante un genio literario y que eso está por encima de cualquier diferencia ideológica. Y aunque siempre deja la literatura para después, finalmente se vuelve un gran escritor, porque “Mi vida” es un gran libro. Y al frente está Lowry, que no actúa en la Historia pero escribe “Bajo el volcán”, que se construye sobre el remordimiento de no actuar en la Historia. Lowry estudió en Cambridge y jugaba tenis con Donald Maclean, que terminó siendo un topo estalinista, y muchos de sus compañeros fueron a pelear con las Brigadas Internacionales a la Guerra Civil española. Él, en cambio, pasa diez años de su vida en las cantinas y en su cabaña en las playas de Vancouver, dedicado a escribir “Bajo el volcán”.

Usted parece sentir una añoranza por el México de esos años.
Siento mucha admiración, y hasta envidia por no haber vivido en los años 20 y 30 de México, que fueron extraordinarios. La suerte de México fue abrir sus puertas. Sobre todo en los años 30, cuando están Stalin en Rusia, el fascismo en Italia y muy pronto el franquismo en España. Muchos llegan a México por razones políticas, y eso es la herencia de la revolución de 1914, de la llegada de Zapata y Pancho Villa a Ciudad de México. Aunque no es el caso de Lowry, él llega allí no por razones políticas sino porque el alcohol era más barato.

Era un ambiente muy artístico y político…
Sí, están Diego Rivera y Frida Kahlo, Tina Modotti, toda esa farándula de los que acogen a Trotsky, esa banda que se desgarra internamente. Porque dentro de los pintores muralistas, “los dieguitos”, está Siqueiros, que fue el primero en hacer un atentado contra Trotsky.

Y por ahí está Neruda, que ayudó a Siqueiros a salir de la cárcel.
No es lo mejor que hizo en su vida. Los que se equivocaron, como él o Modotti, me merecen mucho respeto, pero no son impunes. Cuando Neruda le consigue una visa para Chile a Siqueiros estamos en 1940. Es muy difícil, en esa fecha, no estar al tanto de los Procesos de Moscú.

LA ESTUPIDEZ DEL PRESENTE
Para sus novelas, usted visita los lugares de los hechos y habla con los testigos directos. ¿Qué suma eso a sus libros?
No sé. A veces resulta estrambótico, como cuando tomé el tren transiberiano para ir a la isla de Sviask, de donde partió el Ejército Rojo. Ahí conocí a un historiador local que todavía repite las mentiras estalinistas, por ejemplo que Trotsky le había levantado una estatua a Judas y hacía misas negras. Es interesante saber que siguen existiendo esos delirios. Y en “Viva” aparece el nieto de Trotsky, Esteban Volkov, que hoy es octogenario y a los trece años le llegó una bala en el atentado que organizó Siqueiros. Siempre es un poco perturbador ver al hombre que vio al oso.

Cita una frase de Barthes, “ver los ojos que vieron los ojos”.
Sí. Hay una tal estupidez del presente, ese instantaneísmo absurdo de creer que 15 años es mucho tiempo, cuando en realidad un siglo y medio no es nada. Yo vi los ojos de mi abuela que vieron los ojos de su madre y ahí ya estamos en 1860.

¿Por qué sus novelas comienzan en 1860?
Porque es la primera vez que todos los acontecimientos del planeta van a estar conectados. Y es el momento en el que principalmente tres naciones, Inglaterra, Francia y Alemania, deciden que el conjunto del planeta debe ser europeo y compiten entre sí por el control del mundo. En todas estas competencias científicas, económicas y militares podemos ver cómo se configura el futuro Eje de la Segunda Guerra Mundial (Alemania, Italia) luego de la desbandada colonial de Alemania en África. Pero también nos permiten leer los conflictos actuales.

¿Cómo cuáles?
Como lo que pasa en el lugar más conflictivo del planeta ahora. Esa monstruosidad de DAESH, a la que no hay que llamar Estado Islámico porque no es un Estado [en lengua árabe, DAESH es el acrónimo de “Nación Islámica de Irak y la Gran Siria”]. Esa inmensa zona que va desde Afganistán hasta el Norte de Nigeria y Sudán es una crisis de los límites territoriales coloniales heredados de aquellas competencias entre europeos. La frontera entre el Líbano, Siria e Irak fue decidida por el acuerdo de Sykes-Picot en 1916, que delimita las zonas de influencia de Francia e Inglaterra.

Usted dice que la primera línea de sus novelas marca toda su narración. ¿Cuál sería la primera línea de los tiempos actuales?
El voto regicida de la Revolución francesa. Es eso lo que parte en dos la historia de Francia.

¿La de Francia o la del mundo?
Bueno, está toda esa paradoja francesa que molesta tanto a los ingleses: Francia se pensó a sí misma como universal. Eso es algo muy particular de la Revolución francesa y de la Declaración “Universal” de los DD.HH., con su sueño magnífico. Y es el problema al que estamos enfrentados ahora –también ustedes los chilenos–, porque al frente tenemos a DAESH y vemos que no vale la pena intentar convencerlos de que existen valores universales, porque esos valores no son universales. Es terrible, pero es así. Los que hicieron la Francia actual fueron extranjeros, pero que se apropiaron de esos valores. Los de hoy, en cambio, ni siquiera son extranjeros porque son franceses de pasaporte, sin embargo rechazan este modelo de valores. La primera religión en Francia es la musulmana, y difícilmente podremos lograr que las escuelas coránicas adopten esos valores y derechos. Entonces este problema puede durar todavía un siglo y medio.

¿No ve posibles soluciones en una nueva política de integración?
A corto plazo, no. Nuestro proceso de separación de las Iglesias y el Estado fue muy largo, y vino desde el interior de la propia civilización cristiana. El movimiento contra la Iglesia, cuya noción central es la laicidad, empieza con los filósofos de las Luces en el siglo XVIII y culmina en 1905, o sea demora más o menos un siglo y medio. En los años 50 y 60 del siglo XX había muchos intelectuales árabes que querían poner fin al automatismo de pensar que ser árabe es ser musulmán y viceversa. Eso hoy ya no existe. En ciertos países, decir eso hoy te puede costar la vida, y con eso volvemos a la Inquisición y a Torquemada.

¿Usted participa de algún proyecto político?
No, eso fue antes, en los años 70. Fui cercano a un movimiento en Francia llamado Vive la Revolution. Pero cometimos el error de apoyar la revolución iraní, para proteger al Imam Jomeini en Francia y mandarlo a instalar la República Islámica. Eso para mí fue el final de la idea de revolución.

Dice que estudió Filosofía para poder hacer literatura, ¿cómo es eso?
Es verdad. Primero estudié Literatura y luego partí al Golfo Pérsico y luego a Nigeria. Ahí no había ni teléfono, estaba lejos de todo. Entonces intenté leer a Spinoza, a tropezones, y ahí decidí retomar mis estudios de Filosofía. Quería comprender a Spinoza, pero también tenía la idea de que saber todo eso me permitiría escribir con eso sin hacer referencia a eso. A veces veo a novelistas que penosamente dan vueltas alrededor de un concepto como si estuvieran a punto de descubrirlo, y dan ganas de decirles “mira, sabes, eso que estás buscando ya tiene nombre desde el siglo XVIII”.

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