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Opinión

3 de Julio de 2015

Retones y Matriarcas

Un amigo me contó que cuando estaba en la universidad, le confesó a su padre que se encontraba profundamente deprimido. Su progenitor, con cara pétrea, le dijo: “Hijo, usted es demasiado pobre para estar deprimido. Esos son malestares de gente con plata”. ¿El remedio a tan infame malestar? El trabajo, el estudio. Así de duros […]

Guillermo Machuca
Guillermo Machuca
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arturo rey

Un amigo me contó que cuando estaba en la universidad, le confesó a su padre que se encontraba profundamente deprimido. Su progenitor, con cara pétrea, le dijo: “Hijo, usted es demasiado pobre para estar deprimido. Esos son malestares de gente con plata”. ¿El remedio a tan infame malestar? El trabajo, el estudio. Así de duros eran algunos padres de antaño. Ahora tener depresión está de moda. Y en Chile las modas se asimilan sin anestesia. Miles de ciudadanos con depresión y, por supuesto, una nutrida farmacia cada dos cuadras.

Chile se ha vuelto un país bipolar. Transitamos entre la melancolía y la euforia. Un ejemplo: el hiperventilado accidente de Arturo Vidal. Como era de esperar, todo el mundo opina. Tenía razón Enrique Lihn: “Chile es un país de opinantes”. Y los lenguaraces se creen con la obligación moral de tomar siempre un partido. Da lo mismo si es a favor o en contra.

Gonzalo Cáceres –con un inflamado corazón de abuelita– sostuvo que había que dejar tranquilo al cabro. Y al Pato Yañez no le tembló el habla para insistir en que el Rey Arturo debía ser castigado y sacado de la selección. Después de todo se trata de un Rey, y como tal, es un ejemplo para los niños. Lo que olvidan los opinantes que le enrostran una misión suprema en términos morales, es que los reyes no se han caracterizado precisamente por portarse bien. Por algo son seres superiores, están por encima del bien y el mal en asuntos sociales, políticos y amatorios. Basta dar dos nombres: Iván El Terrible y Enrique VIII.

Que en Chile los reyes deban portarse bien y ser un ejemplo para los niños, no hace más que convertir al país en un gran jardín infantil. Los reyes se convierten en insufribles reyezuelos, en hijos mandones y luego en papás retones o mamones. Y a nivel familiar no existe, en un país infantilizado, el amor libidinoso: el marido se casa con su hija y con su madre a la vez, la esposa se casa con su padre y su hijo a la vez.

En Europa, sin embargo, al Rey Arturo lo han tachado de guerrero. Lo dijo el arquero Buffon: “Si tuviera que ir a la guerra, siempre lo llevaría conmigo”. Un guerrero no va de santo por la vida: se agarra a combos, le gusta el peligro y si tiene un Ferrari es para correrlo a máxima velocidad. Pero en un país infantilizado, se necesitan un padre y una madre los días completos. Los niños no aceptan que los grandes se porten mal, aunque ellos tengan todo el derecho de hacerlo. Consignemos un dato: los políticos –salvo excepciones– antes de Pinochet eran bohemios, amantes de los placeres de la vida. En adelante, son magnánimos abuelos, académicos severos y retones, capitalistas robóticos y dulces matriarcas.

La actual presidenta –qué duda cabe– protege y perdona a sus retoños. A veces se portan mal pero merecen toda la comprensión del mundo. No hay hijo malo y la presidenta lo tiene claro: cómo no se iba a sacar una foto con su hijo pródigo, junto al presidente del Senado, Patricio Walker, luego de que el rey de reyes se redimiera en el partido frente a Bolivia.

Pero la tierna sonrisa materna también tiene sus lados agrios. A veces hay que poner freno a tanta bondad maternal expuesta incansablemente a los medios. La muchachada suele sacar de quicio a las mater más pacientes. Recuerdo una anécdota de niño. Estábamos con mi hermano y mis primos dejando la tendalada antes de dormir. Mi madre abrió la puerta y nos dijo en tono autoritario: “Ya pues chiquillos… ¡Paren la lesera!”.

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