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Opinión

2 de Agosto de 2015

Columna: Sucio dinero

Si bien Erica Baker no cometió un delito, incurrió en el crimen de profanar un código laboral tácito. Reveló el secreto de las rentas en su lugar de trabajo, que en su caso era la empresa Google. Se le ocurrió hacer correr una planilla en la que sus compañeros de labores declararon su renta y […]

Constanza Michelson
Constanza Michelson
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baño dinero
Si bien Erica Baker no cometió un delito, incurrió en el crimen de profanar un código laboral tácito. Reveló el secreto de las rentas en su lugar de trabajo, que en su caso era la empresa Google. Se le ocurrió hacer correr una planilla en la que sus compañeros de labores declararon su renta y los bonos recibidos.

¿Sorpresas? Sí y no. Por un lado las diferencias de siempre: las de género que suelen incrementarse en los cargos más altos; personas que en roles del mismo rango reciben pagos disímiles, quién sabe por qué; la repartición de bonos basados menos en el desempeño que en el capricho de un jefe, etc. Quizás la sorpresa para Erica fue comprobar que incluso en las compañías 2.0, esas que abogan por que otra humanidad laboral es posible, caen en el vicio de la inequidad salarial.

Es verdad que a mayor sofisticación de un lugar de trabajo, los esfuerzos por generar un mecanismo de compensación objetivo y transparente suelen ser más plausibles. Pero por las fisuras de los organigramas siempre se cuelan estrategias para generar diferencias subjetivas. Como el resquicio de los bonos ad hoc, creados arbitrariamente para justificar algo, o la invención de algún programa extra para inflarles la billetera a algunos, o esos beneficios que no aparecen en la planilla de pagos pero explican la sonrisa de varios.

Posiblemente, la aspiración a la asepsia en el sistema de remuneraciones se vaya al carajo por dos razones. Una, el deseo del empleador de pagar lo menos posible, cuestión que lo lleva a negociar cada contratación según el caso. Y acá entra el segundo punto: esa negociación dependerá de la neurosis de renta de cada trabajador. Es decir, de la relación libidinal que cada uno tenga con la plata.

Aunque queramos creer que el oro huela a jabón –y por lo mismo intentamos “aclarar” los temas de dinero desde el comienzo de las relaciones laborales y afectivas– éste siempre termina pasado a caca, genera peleas. Hacemos como que el dinero es sólo un objeto externo a nosotros, de medición objetiva, y que sólo depende de políticas más o menos justas, del azar o el destino. Pero no: la plata tiene un lado oscuro que escapa a la razón económica. Y es que es también un objeto interno, atravesado por nuestros fantasmas.

Y por eso siempre el dinero es un tema, aunque lo tratemos con disimulo. Hay quienes derechamente no pueden hablar de lucas, se sonrojan e incomodan como si hubieran salido a la calle sin ropa. Hay otros que, antes de saber cuánto cuestan las cosas, exigen un descuento, porque se sienten estafados de antemano. O quienes procesan muy mal eso de tener bienes y se arruinan una y otra vez. Algunos exigen que otro se haga cargo porque no se sienten capaces de tener una relación fluida con el metal, mientras otros sí que gozan de acumular, pero deben expiar la culpa que eso les provoca ya sea con filantropía o con alguna fusta religiosa. En el otro frente, están quienes usufructúan del dinero sin pudor, y lo exhiben con desfachatez. Cuestión esta última que nos cae como limón en la herida. Sólo lo aceptamos cuando se trata de un loco, porque nos permite atribuir su desvergüenza a la excentricidad.

Porque en algún punto de la niñez, entendimos al dinero como algo sucio, cuestión que concretamente a muchos nos lleva aún a lavarnos las manos después de tocarlo. Y asociamos, inconscientemente, dinero y obscenidad. No por nada la estética empresarial a muchos les parece impúdica, mientras el juego del hipster es aquel semblante del desinterés económico, que a veces recae en no saber cómo cobrar bien por su trabajo.

Hablar de dinero es tan incómodo como hablar de sexo. De sexo en serio, claro, no de la imagen mental que tenemos de nuestra identidad y perfomance sexual. Lo incómodo es hablar de esa que no coincide con nuestra sexualidad social –la del encuentro con otro–, sino que nos reservamos en la masturbación o que se nos aparece en sueños. Esa sí genera pudor. Y es ahí donde dinero y sexualidad coinciden en el inconsciente: hablan de nuestras modalidades de goce solitarios, esas que generalmente restamos de nuestra relación con otros. Porque hay algo de esa sexualidad onanista y del dinero que nos expone como pajeros, interesados, tacaños, excesivos. Y eso nos enreda, porque fractura la ficción del amor –de cualquier índole– como algo puro y sin barreras individualistas. Quizás los hombres –el clásico, no el hipster por cierto– negocien mejor en su trabajo porque padecen menos el pudor del interés individual.

La cuestión es que ese secretismo de las rentas, tan conveniente al empleador, quizás siga sosteniéndose porque los asalariados seguimos creyendo que el dinero es caca. Y que desearlo huele a paja.

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