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Cultura

1 de Septiembre de 2015

John Waters, las últimas locuras del Pontífice del Trash

El director de Pink Flamingos lleva un buen tiempo alejado del cine, pero no de la indecencia. Ahora se dedica a mostrar por el mundo sus grotescas obras de arte que se ríen de las cirugías estéticas y el glamour hollywoodense. Además, publicó el perturbado relato de su más reciente hazaña: un viaje a dedo de 4 mil kilómetros para cumplir su sueño de ser un vagabundo glamoroso.

Macarena Gallo
Macarena Gallo
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Ser considerado un director de culto ya estaba angustiando a John Waters. Prefería ser simplemente un “líder de culto”. A sus 66 años necesitaba algo que le moviera el piso. Una aventura peligrosa que lo obligara a tomar riesgos, pasar miedo, ponerse a prueba, sentir emociones fuertes. Algunos se compran autos deportivos o tienen amantes, pero el director de Pink Flamingos y Hairspray tenía una idea más radical.

Fue así como el 14 de mayo de 2012, Waters puso en marcha su última locura: un viaje a dedo desde la puerta de su casa en Baltimore a su departamento en San Francisco, a 4 mil kilómetros de distancia. Todos sus amigos, hasta los más siniestros, le dijeron que estaba chiflado y que en estos tiempos, con tantos psicópatas y asesinos seriales dando vueltas, nadie querría llevarlo. Pero no hubo caso: él quería cumplir su fantasía de ser “un vagabundo glamoroso”. Además tenía una deuda pendiente desde la adolescencia, cuando intentaba volver a dedo del colegio a la casa de sus padres: “Por supuesto, había pervertidos sueltos, y yo hacía dedo todos los días con la verga parada y la esperanza de que alguno me levantara y me la chupara. En este viaje, supongo que técnicamente voy a estar caliente mientras haga dedo, pero puede que en el bolsillo tenga viagra en lugar de una erección”, dice Waters en el prólogo de Carsick, el libro que resume su hazaña y que llegó al país hace pocos meses.

Pero el Pontífice del Trash, como lo bautizó William Burroughs, sentía miedo. Y mucho. No lo aterraba cruzarse con un secuestrador de ancianos o con un sexópata que lo violara para luego matarlo –al revés, todo eso estimulaba su imaginación–, sino caer en manos de un loco al volante que mandara mensajes por celular mientras manejaba, o que sus propios comentarios o gestos involuntarios desconcentraran al conductor, provocando un accidente fatal. El problema es que una editorial le había adelantado una buena suma por el relato de la travesía. Ya no podía arrugar.
Waters preparó durante dos meses los detalles del viaje. Como es un “enfermo del control”, alguien que planifica con dos semanas de antelación qué día puede mandarse un festín de caramelos, tenía que ser riguroso y anticiparse a cualquier imprevisto que pudiera ocurrirle. Para empezar, se memorizó todos los paradores de camioneros en la ruta y la distancia que mediaba entre ellos.

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Dejaría en casa sus costosos trajes Comme des Garçons, pero en su bolso de piel de cocodrilo sintética no podían faltar: “Cinco pares de bóxer viejos, un par de jeans negro Levi’s modelo 501, cinco poleras Gap, una gorrita de béisbol con el logo de la película Scum of the Earth, una bufanda de lana azul sin marca, un sweater de Brooks Brothers con cuello de tortuga por si refresca, un cortavientos de nylon naranja con capucha marca Patagonia y un par de zapatillas azules sin cordones con dibujitos de barcos de piratas”. Y por supuesto, su infaltable delineador negro Maybelline –el secreto tras el finísimo bigote que luce en homenaje a Little Richard–, además de una mini linterna, un paraguas plegable, un GPS, su crema antiarrugas La Mer y un “kit de fama” con pruebas de su celebridad para convencer a los policías de que no era un indigente. Por último, dos tarjetas de crédito para pagar hoteles en el camino o para pedir una limusina en caso de quedar varado en la mitad de noche (es que tampoco quería ser protagonista de “Into the wild 2”).

Una vez convencido de que no había nada a la improvisación, Waters salió de su casa con un cartel de cartón escrito a mano: “No soy un psicópata”.

EL CADÁVER DE JODOROWSKY

Los dos primeros capítulos de Carsick son los más delirantes del libro, pero no describen lo que le pasó a Waters en las carreteras gringas, sino sus fantasías y pesadillas previas al viaje, llenas de personajes inverosímiles. En “Lo mejor que podría pasar”, se encuentra con un generoso narcotraficante que le regala turros de billetes para financiar sus excentricidades, una anciana militante que secuestra a antiabortistas, un preso con una “verga descomunal” que escapa robando bancos y que lo obliga a masturbarlo, y un camionero que transporta cientos de sus golosinas favoritas que ya no venden en supermercados. El momento cúlmine es cuando lo sube a su auto “el hombre de la luna”, un tipo que tiene contacto sexual con extraterrestres y que lo invita a un viaje interestelar donde Waters termina siendo violado por “un pequeño extraterrestre cachondo que empieza a croar como una rana”. Como resultado, su recto se convierte en un órgano mágico capaz de hacer milagros, como cantar a dúo con Connie Francis, una de sus cantantes favoritas.

El escenario pesimista –“Lo peor que podría pasar”– implica fans acosadores, una brigada homofóbica, bocios contagiosos, hombres con “vergas desagradables y torcidas con algún tipo de herpes” y veganos extremistas que lo obligan a tragar su propia orina, excremento y vómito para que sienta “todos esos pedacitos de animales atorados en tus venas”. Y lo peor: un camionero que odia a los directores de cine de culto y que sueña con matar a David Lynch, castrar a Tarantino y degollar a David Cronenberg. Cuando se entera de que su copiloto es John Waters, decide raptarlo y “llevárselo al peor lugar para morir: Las Vegas”. Antes de ser decapitado en una cámara de tortura para directores de culto, lo último que Waters ve es el cadáver en descomposición de Jodorowsky: “Creí que seguía con vida”, comenta con malicia.

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Sin embargo, nada terrible ocurre en su viaje real, que termina siendo mucho menos emocionante de lo que esperaba el padre del cine trash. Muy lejos del glamour, fueron nueve días durmiendo en Holiday Inn con decoraciones horribles y comiendo en McDonald´s. Y para su desgracia, sólo se topó con amables hombres hétero –un granjero, un minero y un veterano de Vietnam, entre otros– que querían conversar con alguien en el camino en lugar de oír la radio. Un par de ellos lo reconocieron y subieron fotos con él, que se hicieron virales en pocas horas. “El mayor peligro fue el de que nadie me subiera a su coche. O que me dieran ganas de cagar o una diarrea fulminante en medio de la carretera”, declaró al diario El País cuando presentó su libro.

BEVERLY HILLS JOHN

Luego del apacible viaje, John Waters decidió enfocarse en “Beverly Hills John”, una muestra de sus obras visuales más recientes que expuso en Nueva York y por estos días se exhibe en la Sprüth Magers de Londres. Ahí vuelve a reírse del mundo del arte, de las cirugías estéticas y del falso glamour que irradian las estrellas de Hollywood.

A Waters lo excita el arte feísta, chocante, que dé ganas de vomitar. Tiene una colección privada de obras repulsivas: un cuadro de Mike Kelley que incluye restos de cocaína y una marca sangrienta de hepatitis C, una pintura de Jess von der Ahe hecha con sangre menstrual, un Batman gay de Mark Chamberlain y un cuadro que la artista Brigid Berlin pintó con sus tetas.

En “Beverly Hills John”, el “sultán de la sordidez” –como le gusta definirse– también hace un remix de su más recordado e indecente filme, Pink Flamingos (1972). Esta vez desde la mirada inocente de un grupo de niños que leen una versión adaptada del guion, sin sexo ni violencia, como si fuera una película para menores de 18, pero que, a juicio del director, termina resultando incluso más perversa que la original.

Obsesionado como vive con su eterna juventud, Waters incluye entre sus creaciones una serie de autorretratos donde abusa del photoshop para hacerse un lifting facial, simulando inyecciones de bótox en labios, aumento de pómulos, una piel estirada y libre de arrugas y un transplante de cabello alarmante, además de unos buenos pectorales. Lo único que conserva intacto es su infaltable bigote. También somete a este lifting extremo a su estrella favorita Justin Bieber y a Lassie, la perra más famosa del mundo.

Waters se niega a envejecer, pero tampoco quiere que los nuevos tiempos le pasen por encima y le arrebaten el trono de la obscenidad. “Como no he hecho ninguna película en los últimos diez años, ¿debería someter todo mi trabajo a un lifting facial? Ahora que los famosos son la única obscenidad que queda en el mundo del arte, ¿dónde encajo yo?”, se pregunta en su Beverly Hills.

JOHN-WATERS-portada-libro
CARSICK
John Waters
Caja Negra Editora, 2014, 300 páginas.
Disponible en
www.lakomuna.cl

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